viernes, 21 de marzo de 2014

ELLA & ÉL





Ambos se conocían de casi toda la vida; se gustaban mucho pero no se lo decían. Ella era alta, fina, de piel blanca y ojos encantadores. Él no era muy atlético pero sabía disimular muy bien la falta de atractivo con su carácter extrovertido y alegrón. Se veían de dos a tres veces por semana. Ella gustaba de su presencia. Él amaba ir al cine con ella.

La noche de año nuevo la pasaron juntos, con familia de ambos. Ella estaba feliz, pero Él algo incómodo. Ella no dejaba de brindar con copa en mano, dejando que los efectos efervescentes de la bebida se apoderarán de Ella. Él no bebía, ni siquiera fumaba; brindó la llegada del año 2011 con un vaso con agua. Ella comenzó a bailar con su sombra; Él miraba como meneaba las caderas esas generosas y apetitosas con la que Ella estaba dotada.

Él apreciaba con ojos analíticos, y con agua en la boca, el pequeño ritmo de sus pechos pecosos al danzar. Se imaginaba reposando en ellos, olfateando el dulce néctar de su aroma.   

Ella lo invitaba a la seducción con maridadas fulminantes sin importarle la presencia de terceros. Él, ni tonto ni perezoso, atrapaba en el aire las telarañas de halago que Ella lanzaba desde su esquina.

Parecían dos niños jugando a los encantados; Ella jugaba a atraparlo y Él jugaba a dejarse hallar.   

Todos se fueron a dormir. Pero Ella y Él permanecieron en la sala de la casa, acompañados con los pequeños adornos de elefantitos que yacían en las mesitas doradas con patas de araña y cobijados por el calor de la alfombra de color vino les ofrecía.

Ella jugueteaba con las manos venosas y fuertes de Él; le masajeaba con pequeños círculos que le ofrecía con la yema de sus dedos delgados. Él le correspondía con una mirada cómplice y una mueca aprobatoria en su rostro; por su cuerpo irrigaba fuego de pasión desmedida, estallaba en ardor pero no dijo nada, sólo suspiraba en silencio.

Por la inmensa ventana de la sala se filtraban delgados destellos de luz lunar. El canto lejano de unos gatos maullando fungía de serenata para la parejita de tortolos que, so pena de ser descubiertos, se fundían en deseos acalorados, inhumanos.

Ella lo miraba con esos azules como el mar, lo desnudaba, lo inquietaba, jugaba con Él como se juega con un cachorro. Él estaba embelesado, ido, se ahoga en sus propios deseos; recurría constantemente a su lengua para poder tragar la saliva que se acumulaba como fuente de agua. 

Un cosquilleo infantil se apoderó del abdomen plano de Él. Ella se mojaba los labios con la punta de su lengua, dejando presumir de tanto en tanto su perfecta dentadura blanca.

«Vamos a mi cuarto, ven», le invitó Ella con su voz suave y dulce al tiempo que le hacía piojitos a los cabellos de Él. Él sintió cómo ese fuego volcánico que recorría su bajo abdomen comenzaba a desplegarse por todo su cuerpo, temblaba ligeramente y los vellos de sus brazos estaban ya electrocutados. La deseaba.

Lo tomó de su mano y lo guió hasta su cuarto, en silencio y caminando en puntitas como nenes malcriados. Él se dejó guiar hasta el dormitorio, adivinando, sabiendo y deseando acertar sobre lo que lo iba a pasar.

Entrando al dormitorio, Ella se giró hacía Él y se colgó de su cuello entrelazándole los brazos, lo besó en la boca, en la frente, luego se desvió hacia el cuello de Él, lo lamía y le daba pequeñas mordiditas indoloras. Las manos de Él comenzaron a recorrer su espalda lunada, acariciaba cada rincón de Ella. Le mordía el oído y entregaba su lengua juguetona al lóbulo de Ella. Ella comenzó arañar delicadamente la espada de Él mientras le ronroneaba y le jadeaba de placer.

Se miraron por instante y una inyección de pudor acuñó las mejillas de Ella. Sabía que hacía mal, que podían descubrirla en cualquier momento ante el mínimo ruido, pero no le importó. Curiosamente esa sensación de verse descubierta y entregarse a sus instintos de mujer, hacía que se humedeciera sus adentros, aun más.

Sus labios chocaron con más fuerza que antes y los brazos de ambos dejaban huellas recíprocas por doquier. Él quería recorrerla de pies a cabeza, besar cada poro de su tersa piel. Ella quería ser explorada y que besaran cada espacio de su ser. «Te deseo», gruñó Él, chocando sus dientes. «Hazme el amor como nunca antes me lo has hecho», exclamó, bajito, casi sin aire y ardiendo en sudor, Ella.            

Él comenzó a despojarla de sus prendas mientras besaba sus pecosos y esféricos hombros. Ella contenía la respiración, mordía sus propios labios mientras sus pezones rosados se erguían con cada lamida que Él le proporcionaba a los pliegues de su espalda. Ella quedó completamente desnuda, húmeda y deseando que Él ingresara en Ella. Él la tomó con firmeza, la echó a la cama donde puedo apreciar, contemplar, todo el cuerpo que Ella le estaba ofreciendo. Respiraban agitados pero dominados por instintos nunca antes proclamados.

Hubo un momento de vacilación, de miedo, pensó si era correcto lo que hacían, «Claro que no es lo correcto», se reprimió para sus adentros, Él. Pero Ella, que se hallaba entregada a la pasión que había desatado esa noche de año nuevo, lo disipó de sus dudas atrapándolo con sus generosos muslos; lo atrajo hasta sentirlo dentro de Ella, con ferocidad animal, con ahínco de quien quiere ser poseída por su fiero amante.

Él la hacía suya con fogosidad creciente. Estaba emocionado, preocupado pero locamente absorbido por los encantos de Ella. La hacía chillar, dar pequeños alaridos de pasión desborda. Ella gemía encantada mientras daba pequeños espasmos de pasión.

Se amaron como se amaba una pareja de amantes que buscan la noche para demostrar su amor, su deseo. Se amaron toda la madrugada de esa noche primero de enero del año 2011. Se entregaron como únicamente se entregan las parejas que arden en deseo el uno por el otro. Se contemplaron por largo rato, y aunque algo confundidos, nunca se arrepentirían de haberse entregado a ese mar de lujuria.


Lo narrado es muy normal, quién, pues, no ha amado apasionadamente —así— a su pareja. Quién no ha pasado una noche en vela donde los bajos instintos nos vuelven sus marionetas y hacen de nosotros lo que ellos quieran. Quién no se ha vuelto prisionero por aquello que llamamos deseo y nos dejamos volcar por ese huracán de caricias desgarradoras. El problema no se suscita por hacer el amor de manera vehemente, el problema es que Ella y Él son primos, primos hermanos.

 Ella le pidió que le hiciera el amor como nunca antes se lo había hecho. Él nunca antes le había hecho el amor a su prima, ni a ninguna otra.



       

    

miércoles, 12 de marzo de 2014

'MALDITA BASURA'





Subí contento al transporte público debido a la premiación del ‘OSCAR’ de la noche del domingo pasado; donde ‘Doce años de esclavitud’ se alzó con la presea dorada. Sin lugar a dudas un justo reconocimiento al esfuerzo y al profesionalismo pero sobre todo, por plasmar de una manera cruda y real una de las épocas más horrorosas del hombre blanco, ‘la esclavitud’.

Subí pensando que sería un lunes común en mi itinerario profesional; y así marchaba hasta que llegamos al cuarto semáforo de la Av. Bolívar hacia la Av. Brasil, cuando mi frío amanecer tuvo un cambio repentino:

Al entrar al bus quedaba un asiento libre sobre el ala derecha del colectivo. El asiento era estrecho y hasta incomodo, pero estaba al lado de la ventana; generosa retribución que me permitió abrir de par en par la ventana y sentir el fresco matutino. El colectivo era espacioso y largo, pero guardaba un olor a diésel aguantado, como si estuviéramos en un mecánico, así de fuerte.

Al primer semáforo subieron varios niños de entre los ocho y doce años vestidos de colegiales y armados con mochilas al hombro y loncherías de colores pasteles. El cobrador, que era una mujer de pelos largos y grasosos, los invitó a no estorbar el pasadizo, «Al fondo, al fondo…», decía al tiempo que su mano hacia tintinear las monedas del pasaje.

Al segundo semáforo, a doce cuadras de mi destino, únicamente subió un joven de baja estatura vestido de sastre y con un file amarillo entre sus manos; posiblemente iría alguna entrevista de trabajo. Nadie más subió al colectivo, lo que permitía que esté visible el pasadizo; me dio gusto, pues resultaría más fácil salir de él que cuando está lleno de usuarios y, al pedir permiso, tienes que rosarte obligadamente con sus cuerpos toscos y anchos como roperos, y, la mayor parte, y lo que más jode, es que te pisan los zapatos o el doblez del pantalón, carajo. Pero no, ese día no padecería por ello, y di gracias al universo. Pero este me devolvió el agradecimiento de una manera que no esperaba; me cacheteó con la fuerza de sus astros.

Al tercer semáforo subió una señora de respetada edad y figura curvada, como si en su espalda cargara el peso de años no muy bien retribuidos por esta Lima gris. Llevaba en la mano derecha un pequeño monedero bastante desgastado, y con la otra mano asía una bolsa de tela, de aquellas que se usan para las compras del mercado. Yo andaba a unos cuatro metros de distancia, pero las personas a su costado, de inmediato contacto, ninguna le cedió el asiento, ni siquiera se voltearon a verla. Ello me cabreó por dos razones: una, la falta de atención y amabilidad por las personas mayores, y, dos, porque me obligaría a levantarme ante la decía de los demás.

Tomé el último relente de la ventana y me dispuse a ser un caballero.

-Eh, señora. Aquí hay un asiento para usted -Apostillé en tono alto a fin de que los ‘samaritas’ despertaran de su letargo y, obvio, para que la señora se entere de mi cordial invitación.

La viejita volteó despacio hacía mí y, agarrándose de los barandales, caminó con cierta dificultad hasta el asiento. Al llegar a mí alzó la mirada. Usaba anteojos anchos cuyo soporte yacía en la punta de su arrugada nariz; irónicamente, de ella, brotaba un olor a colonia de bebé. Me miró con simpatía y, tratando de gesticular una sonrisa amable, me dio las gracias, «Es bueno encontrar un caballero». Me sentí confortable por el piropo obsequiado por la longeva dama, y me quedé parado a tres pies de ella esperando llegar a mi paradero, ignorando por completo los adjetivos e improperios de las que mi persona sería víctima.

A penas unos segundos después de ceder mi butaca, la señora me miraba de manera extrañaba. No quitaba su vista de mí; yo podía apreciar su mirar con el rabillo del ojo. Fingí una excusa y volteé ‘discretamente’ hacía la anciana mujer. En efecto, me miraba con rigurosa pericia. Traté de no prestarle importancia; total, estaba a ocho cuadras de bajar.

Chequeé mi celular para ver la hora cuando fui interrumpido por una voz enérgica, dura como el firmamento, que había gritado: «Tú, maldito infeliz». La oración cargada de sentimientos me hizo dar un pequeño salto infantil. Volteé a mirar a mí alrededor sin saber qué pasaba ni de dónde había salido aquel amargo quejido. Todos los demás usuarios, a su vez, parecían contrariados y se miran unos con otros y conmigo, y yo con ellos. Pensé que tal vez aquel agresivo alarido había nacido afuera, en la calle. Pero no, y un segundo grito con creciente ardor me confirmó que el berrido agudo venía desde el colectivo. Era la señora a la que hacia segundos le había dado mi lugar y quien con media sonrisa me había dicho que era un ‘gentleman’. Pero ahora sus ojos, que al inicio estaban llenos de amabilidad; estaban inyectados de un fuego maligno, del cual presentí, acertadamente, que saldría quemado.

-Tú, maldito infeliz. Tú…-repitió al tiempo que se levantaba del asiento y me señalaba con el dedo acusador. -¿Qué te hice, maldita basura, qué te hice? -Continuó con talante fulgor. Ahora empuñaba la mano y me la puso ras del mentón.

Yo estaba helado. Miraba de reojo a todos lados tratando de encontrar una respuesta en los rostros de los demás pasajeros que se unían al gratuito show. Pero nada, se veían tan en ‘shok’ como yo. Poco a poco sentía como un hormigueo incesante se instalaba en la boca del estómago y un ardor se apoderaba de mis mejillas al grado de sentirme rojo como tomate.

Definitivamente la ofuscada abuelita me estaba confundiendo con otra persona.

Señora.-Le digo en tono pacificador -Me está confundiendo con alguien más. Es la primera vez que la veo en mi vida, y….

Cuando estaba por terminar, fui interrumpido.

-Nada de confundiendo. Eres tú. Canalla, malnacido, bastardo bueno para nada -me profirió la señora de cabellos canos al mismo tiempo que alzaba su arrugado brazo plagado de manchas y me obsequiaba una bofetada en la mejilla derecha. El golpe fue débil, pero no dejó de dolerme la acción.

Luego del sutil tortazo indoloro, agregó:

- ¡Y no te hagas el huevón!

¡Ah, con huevoneada es la cosa!

Puedo contra los insultos y majaderías sin sentido, hasta soportar el débil soplamocos propinado por la añosa dama; pero que me huevoneen, ¡jamás! Y menos de gratis.

Fruncí mi rostro e inflé mis pulmones -vi el rostro de los escolares, estaban con miedo-, conté hasta tres, y…:

‘¡BUENO YA ESTUVO SUAVE PINCHE VIEJA JIJA DE LA CHINGADA. LE ESTOY DICIENDO QUE ME ESTÁ CONFUNDIENDO CON OTRA PERSONA; NO LA CONOZCO NI QUIERO, FÍJESE. PERO NO AGUANTARÉ CAPRICHOS DE UNA ABUELA CABREADA QUE DEBERÍA ESTAR ATENDIENDO A LOS NIETOS EN VEZ DE ANDAR BLASFEMANDO A DIESTRA Y SINIESTRA, ATACANDO CON EPÍTETOS INDIGNOS Y MENOS, TODAVÍA, QUE ME LLAME HUEVÓN, ¿ENTENDIÓ, CHINGAO?!’

Pensé. Pero era obvio que la señora me confundía. Mantuve la calma pensando que tarde o temprano todos, sin excusas, llegamos a esa edad donde es fácil confundir rostros, sabores y colores.

-Señora. Cálmese por favor. No tiene porqué insultar ni levantar la mano. Le digo que me confunde con alguien más. Estese tranquila. Veo que mi presencia la altera, así que me bajaré de inmediato.

-Bájate pues, ¡so mierda!- Añadió la gentil dama mientras en mi rostro caían gotas de saliva provenientes de su boca arrugada como pasa.

Pedí bajar en el próximo semáforo, que estaba a dos cuadras de mi paradero. Al caminar hacia la puerta todos me veían con cara de ‘What’ mientras cuchichiaban entre sí. La feroz abuelita seguía con sus vituperios cargados de fogosidad. En lo que bajaba hurgué sobre mis recuerdos más profundos y pasados; traté de relacionar el rostro de la irascible mujer con algún evento extraño.

Nada. No conseguí nada.

Bajé y el bus se puso en marcha. La abuela estaba pegada en la ventana como calcomanía mirándome con ojos venenosos. Sus labios mascullaban cosas que ya eran imperceptibles para mí; seguramente ricas pero inmerecidas mentadas de madre acompañadas de palabras malsonantes.

 Hasta ahora sigo sin comprender qué despertó la ira de la abuela. En verdad lo ignoro. Pero algo es seguro: a la próxima que suba una tierna abuelita al bus, haré lo que todo caballero peruano hace, me haré el dormido.

 

Lima, 06 de marzo de 2014.