viernes, 28 de febrero de 2014

AMARGO 23


 

Todo parecía un día normal en la oficina. No hubo mucho trajín, como es costumbre siempre en el mes de diciembre. Casi de podría decir que ir a al laburo es mero capricho. Yo acababa de revisar varios informes jurídicos respecto de los procesos laborales que patrocinamos para varias empresas. Nada del otro mundo, sólo meros eufemismos profesionales para mantener contento al cliente. Eran las tres de la tarde y los socios principales no estaban en la oficina. En el Directorio, todo comenzaba a quedar listo para el pequeño brindis que se realizaría por fin de año, o mejor dicho por Navidad. Recibí un mensaje a mi celular. Era mi esposa recordándome que sus hermanas y sus respectivas familias estarían en casa para cenar. Una de mis cuñadas había llegado de la Argentina para pasar fiestas con su papá, quien estaba delicado de salud. Pero para la cena de Noche Buena no estarían con nosotros, por lo que se optó que el 23 de diciembre cenáramos cómo si fuese 24.

Y así fue.

Cuarto para las cuatro de la tarde me avisan que los socios y todo el personal del Estudio ya estaban reunidos en el Directorio. Fui al servicio, refresqué mi cara, me acomodé la corbata, traté de seducir al espejo, y me fui al brindis. En efecto, ya todos estaban sentados, básicamente esperándome. Me sentí incomodo, pero me repuse de inmediato. Un joven de entre los 26 a 30 años, alto, de figura desgarbada, cabello negro engominado y mirada expresiva, comenzaba a verter el Champagne sobre las copas. Puse mi palma sobre la copa y le dije que yo tomaría agua. Me miró por unos instantes, seguro pensando que se trataba de una broma. Pero el comentario inesperado de uno de mis colegas, afirmó mi pedido. «Es que él es un señorito, y sólo toma agua», le dijo, con un guiño al mozo.   

Uno de los socios principales, uno que tiene un parecido increíble al actor cómico ‘Will Ferrell’, tomó su copa y le dio tres ligeros golpecito para llamar la atención de todos los abogados presentes. Dio las gracias por el profesionalismo con que se vienen desarrollando en la empresa, por estar siempre dispuestos a solucionar temas que, por su complejidad, nos roba horas fuera de casa. Nos dijo que somos una gran familia y que espera que todos sigamos con el mismo ímpetu y dedicación. Es un buen abogado, de los mejores que conozco en su rama, pero la oratorio no es su fuerte. Luego, una vez que todos los socios dieron uso de la palabra, tocó el turno a los abogados jóvenes.

Fui el tercero en agradecer.

Todos alzamos las copas burbujeantes, menos la mía, y nos deseamos el bien. Nos dimos los abrazos respectivos, nos deseamos una feliz navidad, y partimos del Directorio. Unos cuantos se quedaron allí bebiendo más y aprovechando las generosas fuentes llenas de papitas fritas y aperitivos gourmet.

Al entrar a mi oficina, sobre el buró, estaba una nota. Era de mi secretaria. Dr. Su esposa llamó para decirle que si puede comprar pan baguete para la cena. Me senté en mi sillón y comencé a revisar la publicación que haría en mi blog ese día. ‘Estoy Maldito’, titulaba. Eran la cinco en punto. Di unos cuantos apuntes más a la publicación y, luego de encontrar la foto que la acompañaría, la publiqué en mi blog y luego lo compartí en mi Facebook. Apagué mi portátil, guarde algunos archivos en sus files y salí de la oficina no sin antes volver a despedirme de los pocos socios y asociados del Estudio.

De los abogados de la firma, soy el único que no tiene auto. No me gustan, los veo innecesarios. Además, siento que le doy un regalo a mi Lima gris por no formar parte de su contaminación. El supermercado más cerca está a cinco cuadras; así que me fui hacía allá con el maletín donde guardo la portátil y con otro portafolio en la mano derecha llenos de documentos que vería el fin de semana.

Uno de los socios me vio caminado.

¾ Eh, colega. ¿Dónde vas?

Le respondí.

¾ ¿Deseas que te lance? Voy hacia esa dirección ¾me invitó.

Le agradecí la oferta. Pero le dije que no era necesario, que estaba cerca y prefería caminar. El abogado estiró dos dedos, los llevó a su frente y despidió con un saludo marcial con una mueca de sonrisa. Retomó su empresa cuando de pronto frenó de manera intempestiva. El chillido de las llantas despertó la atención de propios y extraños que se asomaron para ver qué había ocurrido. Una moto de carreas color blanco con dos tipos montados se había cruzado la luz roja sin medir cuenta. De no haber sido por el rápido reflejo del abogado, los cuerpos de los imprudentes hubiese adornando el pavimento junto con sus sesos.

¾ ¡Carajo! Fíjate. ¡Animal! ¾ Gritó mi colega a los motociclistas.

Pero estos no respondieron, al menos no de forma verbal. Se quedaron varios segundos mirando fijamente hacia el conductor que los increpó. No pude ver sus facciones, pues llevaban puestos cascos oscuros de protección. Pero ambas cabezas están en dirección al auto que casi los arrolla.

Uno de ellos, el que iba de acompañante (vestía vaqueros), puso un píe en la pista, e inclinó el cuerpo dispuesto a desmontar la moto pero el canto de una sirena policial lo desalentó. Retomó su posición anterior y siguieron marcha. La luz volvió a verde, y mi colega aceleró el paso.

Caminé varias cuadras pensando en lo que acaba de ocurrir, pero también pensaba en comprar el baguete, llegar a casa y pasarla en familia. Llegué al cruce de la Av. Garzón con la Av. Mariátegui, ya estaba cerca del supermercado. Algunas tiendas comenzaban a encender la luz en respuesta al rojo anochecer que anunciaba la bienvenida de una tibia velada. El hombro derecho me molestaba por el peso de la portátil y varios otros documentos. Disimulé el cansancio de mi extremidad pensando en la publicación que hice en mi blog. Estaba seguro que ‘Estoy Maldito’ daría qué hablar.

Saqué mi celular del bolsillo derecho de pantalón para ver la hora; eran las 5.55pm.

No olvidaré nunca esa hora.

Una chica de baja estatura, morocha y de cabellos largos, caminaba hacia mí. Deambulaba con cierto rumbeo propio de su abolengo. Tarareaba una canción mientras sus ojos estaban clavados en su ‘Smartphone’. Pudo caer un asteroide y eliminar cualquier rastro de vida terrestre, pero la fulana ni cuenta se hubiese dado. Era una zombi con jeans rasgados y blusa acebrada. Sin embargo lo vi; allí estaba, acechaba a su presa. Lo vi. Supe lo que ocurriría. Pero no dije nada. Quizá por ello mi sentimiento de culpa. Pude gritar, precaverla, pero… ¿por qué no lo hice, maldita sea?

El truhan ¾sigiloso y silencioso, como el andar de un gato sobre la paja¾, detrás de su presa estaba. Cual rata de alcantarilla se mantenía a la sombra, donde pocos podían advertir su presencia. Pero yo sí lo vi, y lo veía bien.

Tenía ojos grandes y el rostro consumido. Sus pómulos pronunciados y puntiagudos, emulaban ser el reflejo puro de la maldad. Adiviné de inmediato las intenciones del gañan, pero no dije nada, ¿por qué no grite? Pensé que tal vez podía equivocarme, ¿por qué juzgar mal a un sujeto de cabeza rapada y cuerpo tatuado?

Fui un estúpido.

Aunque todo se consumió en menos de treinta segundos, tuve la impresión de ver todo en cámara lenta, pudiendo apreciar al milímetro los detalles de la película de cual fui testigo. Las imágenes se han adherido a mi mente de tal manera que aún hoy se me pone la piel de gallina de tan sólo recordarlo…

La mujer siguió su empresa ignorando lo que le estaba a punto de pasar; el forajido, que se hallaba a cuatro metros de ella, de un salto relámpago se puso a la espalda de su víctima (yo seguía mirando), acto seguido lanzó un primer zarpazo para hacerse con el botín del día, pero un reflejo ¾ más de instinto que de habilidad¾ de la chica de piel canela, evitó que el granuja se apoderada de su cajita boba, por lo que enfurecido, y ya viéndose descubierto, poco le importó enderezar su postura hacia su débil mártir: la miró fijamente, sus ojos escupían fuego y su dientes estaban apretados en un claro gesto cólera por haber fallado en su primer intento. La mujer retrocedió tres pasos, se le notaba aun sorprendida, pero no gritó, no pidió exilio, sólo retrocedió sin quitarle vista a su agresor.

Yo seguía la escena atentamente, pretendiendo no cerrar los ojos. No quería perder detalle alguno, ¿habrá sido ello? ¿Quería ser testigo silencioso de lo que estaba pasado para poder narrarlo? ¿O es que estaba tan impresionado que no pude reaccionar cómo lo debería hacer un ciudadano normal?

El rufián volvió al ataqué. Sus brazos delgados y venosos se dirigieron hacia el celular, esta vez la infortunada víctima nada pudo hacer. Pero lejos de facilitarle la labor, la mujer se aferró al pequeño artefacto negro con un ícono blanco que no pude distinguir muy bien dado a los fuertes movimientos de sus contrincantes. Él luchaba con todas sus fuerzas al tiempo que le soltaba cualquier cantidad de improperios que difícilmente estarían en la boca de un ‘cristiano’. Ella no hacía caso, y sin emitir palabra alguna, seguía batallando ferozmente por lo que era suyo, ¿Qué derecho tiene una persona de ostentar algo por lo que no ha trabajado? Que se joda. ¡Sí, que se joda!

El vulgar chacal, al ver que la resistencia de su oponente, y viendo que los injurias y maldiciones propinadas no hacían mella ella, dio un paso hacia atrás para volver con una fuerte patada que impactó sobre las piernas de la mujer; pero ésta, lejos de quejarse, se afianzaba aún más al teléfono móvil, peleando ferozmente, estoicamente ¿Estúpidamente? ¿Tanto puede valer un mugre celular como para soportar insultos indignos y recibir, cual costal de papas, puntapiés de un hijoeputa maldito? ¿Vale hoy en día más un Smartphone que la integridad de una persona? ¡Malditos artefactos, carajo!

El claxon de varios autos se hicieron presentes, pero ninguno bajaba a socorrer a la mujer. Cuando reaccioné, consciente de que mis ojos habían visto demasiado, tomé la firme decisión de ayudar a la tenaz víctima. Pero tenía las manos ocupadas y el hombro cansado, poco podría haber hecho por la desafortunada. Pero no me importó. Tomé aire y caminé hacia ellos.

                ¾¡Suéltala, pedazo de mierda! ¾Grité con todas mis fuerzas tratando de ponerle a mi voz toda a gravedad que el asunto requería.

El choro me miró, y lanzándome una mirada venenosa, siguió con su taera. Desmonté el maletín que contenía mi portátil a fin de poder interponerme entre ella y su agresor, caminé hacia ellos alzando las manos y gritando «¡Auxilio!», pero mi voz se perdió con el rugir de los vehículos que yacían en la larga pero estrecha Avenida Garzón. Fui directo hacia el cabrón de cabeza rapada y pantalones vaqueros. Estaba decidido irme a los golpes si era necesario. Pero cuando ya estaba cerca, una moto de carreras color blanco se atravesó en mi sendero. El piloto, quien llevaba el casco puesto, alzó su chaqueta negra y me mostró un revolver, parecía una semiautomática. Ha decir verdad no sabía que rayos era; bien pudo ser un revolver o una pistola ¿Cuál es la diferencia? Las dos escupen proyectiles capaces de hacer daño. Me vi minimizado, amedrentado por el segundo sujeto que entró en acción. Ignoraba que tuviese un cómplice; pero sí, lo tenía. El nuevo sujeto sacó su arma y apuntó directamente a la cabeza de la mujer. Ella no tuvo más remedio que soltar su Smartphone por el que tanto había guerreado. El primero de los malhechores, que se vio humillado por la tenacidad de su víctima, arranchó el celular con tanta fuerza que casi la hace irse al pavimento. Se montó a la moto con la tranquilidad de irse con la cosecha del día. El piloto hizo rugir su moto dos veces antes de ponerse en marcha y desaparecer en la calle «Tizón y Bueno», en el distrito de Jesús María.

La mujer estaba despeinada y notoriamente abatida. Temblaba todo su ser. Quizá aún no daba crédito a lo que había vivido en ese momento ¿Quién está preparado para esos menesteres caprichosos de la vida? La tomé del brazo y le pregunté si estaba bien. Me sentí doblemente estúpido por lo que le pregunté y temí que respondiera «Acabo der ultrajada, insultada y pateada, y preguntas si estoy bien, ¿qué eres, un huevón?» Pero no, no me dijo nada. Se limitó a mirarme con ojos de desconsuelo. Iré a la comisaría, ¿Sabe dónde queda?, fue su respuesta. Le indiqué el lugar. No estaba lejos. Tomó un taxi y se marchó.

Cogí mi maletín y otros objetos más, y retomé mi camino. Llegué al supermercado pero no entré ni compré lo encargado; no estaba de ánimos para hacer compras y pasar una noche genial, como la que me esperaba en casa. Tomé el transporte y, en todo el camino, la escena de la que fui testigo se repetía una y otras ves sin cansancio sobre mi mente. Cerraba los ojos allí los podía ver a los dos, enfrascándose nuevamente en la lucha por el Smartphone.

Llegué a mi casa y fui recibido por el aroma de pizza casera que se estaba terminando de cocinar en el honor de la estufa. Era mi cuñado argentino quien estaba de Chef. Che, llegaste nene, me saludó con un abrazo cálido y un beso en la mejilla. Le devolví el saludo al tiempo que acariciaba a mi mascota que estaba sobre mis piernas jadeando de alegría. La mesa estaba por servirse, mi esposa, mi bebé, mi suegra y mis cuñadas estaban encerradas en el cuarto de mi hijo (cosas de mujeres, supongo). Acto seguido, seis brazos corrieron hacía mi de manera frenética; eran mis preciosas sobrinas que se alegraban de verme. Las abracé y mimé. Fui directo a mi oficina y dejé las cosas que llevaba conmigo. El brazo me dolía pero no le presté importancia. Jalé el sillón negro y me senté. Tenía que recobrar fuerzas, había sido testigo de un atraco y poco pude hacer por ayudar a la desafortunada víctima. Me sentí mal, y un hormigueo incesante se adueñó de mis entrañas. Sentí cómo un escalofrío subía desde la punta de mis pies hasta mi cuello. Me mareé. Traté de poner de pie e ir al baño, pero las fuerzas me traicionaron y las piernas me flaquearon. Me quedé sentado en pose de niño castigo. De pronto mis manos comenzaron a temblar como gelatina. Mis ojos se llenaron de lágrimas y comencé a llorar a vivo sentimiento, a acompañado de pequeños espasmos rítmicos. Supe entonces que esa noche no sería la dulce cena previa a Noche Buena que tanto se planeó.

Me gustaría decir que he exagerado y que, como inspirante a escritor, he utilizado la herramienta de la fantasía, que he agigantado lo ocurrido para poder narrar la historia. Pero no, no es así.

Me temo que esta vez no ha sido una ‘Travesura’.

 

Lima, 28 de febrero de 2014.                            

          

       

martes, 18 de febrero de 2014

A LA VUELTA DE LA ESQUINA




 
 

No deja de ser gracioso cómo algunos compatriotas míos, entre los cuales hay familiares y amigos, se jalan los pelos y se unen a las protestas de libertad del pueblo de Venezuela. Ponen frases contra el Presidente Maduro y suben fotos en sus perfiles de Facebook diciendo que son peruanos pero que están con Venezuela y por eso también son ‘venezolanos’. O ponen fotos con los rasgos distintivos de Maduro con un aspa color roja.
Por supuesto que no es nada grato lo que está viviendo el país hermano de Venezuela; en lo absoluto. Pero de allí a que los peruanos nos unamos a la voz de protesta atreves de las redes sociales, me parece sumamente huachafo. Y lo digo sin la intención de ofender, pero es la verdad: me parece huachafo.

Y es que defender causas que no son nuestro problema, ser voceros de un movimiento que no nos deja nada, me parece gastar saliva y una pérdida de tiempo innecesaria.

¡Claro! Habrá quien diga: Y a ti qué chucha…
Y tienen razón: ¡A mí qué chucha…!
Sólo me pregunto: ¿Dónde está ese clamor peruano cuándo sus propios paisanos los necesitan? ¿Dónde están esas fotos del gobierno ignorando el derecho al trabajo de la clase, y suena a burla, ‘trabajadora’? ¿Dónde está ese logo o ‘Hashtag’ diciendo Soy Peruano porque estoy con el Perú y por eso también soy Peruano?

¿Dónde está ese mismo ardor con el que critican a Gobiernos extranjeros? ¿Dónde está ese apoyo a los Médicos que hacen su huelga en plena Avenida Salaverry? ¿Dónde están mis amigos cuando marchan por la extensa y maloliente Avenida Abancay esos profesores que piden un aumento de sueldo, uno que sea digno de recibir?
Siempre hemos sido una sociedad mezquina con nuestro propio pueblo, y eso, entristece. Sin embargo, sí sacan las garras por defender derechos de otros, de aquellos que ni siquiera saben que existimos. Ahí sí que nos arman de valor, de coraje y rugimos contra el Poder, cual león en cautiverio.

Es una pena lo que le sucede al pueblo de Venezuela, verdad que sí. Pero…¿y nuestro pueblo,  qué?
¿A caso el derecho a libre expresión es más ‘derecho’ que el derecho al trabajo, o el derecho a la igualdad, como bien pelea nuestro proletariado?

Lo más probable es que subiendo fotos de lo que sucede en Venezuela y decir que estamos en contra de ello, y decir que somos también venezolanos, nos hace sentir más ‘cool’.
¡Más chévere, cónchale vale!

No soy nacionalista, no soy, tampoco, un idealista, pero sí un patriota. Y si algo he aprendido en mis treinta años es que: «No vale la pena pelear guerras ajenas».

Demostremos nuestra disconformidad, sí. Pero no olvidemos a quienes hace años vienen pidiendo que sean tratados como iguales, y no están muy lejos. Están acá, en Perú, o como diría un famoso programa: A la vuelta de la esquina…

 

Lima, 18 de febrero de 2014.

jueves, 13 de febrero de 2014

¡AMO LIMA!




Lima es una ciudad extraña.
Puedes levantarte de la cama como cualquier otro día y hacer lo que sueles hacer en esos días donde no haces nada que lo deberías hacer.

Por ejemplo hoy.

Me levanté pensando que sería como cualquier día más en el laburo. No fui al gimnasio, pues la flojera doblegó mi espíritu deportivo. Tomé desayuno temprano y, treinta minutos después, subí el transporte público que me deja cerca de la oficina. Bajé en la Av. Brasil donde varios estudiantes, a paso acelerado, intentaban llegar a tiempo a sus clases en la facultad de Estomatología que se alza en la cuadra uno de la Av. Bolívar. Crucé con precaución la inmensa Av. Brasil y me dispuse a escuchar mi ipod shuffle. Caminaba de manera tranquila, como si las manecillas del reloj estuviesen a mis órdenes. El aire fresco de esta mañana gris y tupida acariciaba mi faz mientras Luis Miguel interpretaba La Incondicional.

Seguí caminando con la mirada en alto.

Sobre la vereda, como por arte de magia, apareció un auto color guinda que venía hacia mí con moderada velocidad. Le puse pausa a Luis Miguel, y le hice señas al conductor para que bajara aún más la velocidad de su empresa puesto que yo andaba en medio. El sujetó le importó poco mis ademanes y siguió sobre la verada. Tuve que salir del destino para no ser golpeado por el auto.

El sujeto se estaciona en la fachada de una quinta resguardada por una enorme reja negra.  Baja del vehículo sin la mayor atención y libre de culpa.

¡Qué tal concha, pues!

¾ Oiga. ¾Le digo ¾Qué no ve que está sobre la vereda y que casi me lleva de corbata.

El sujeto, que es alto, más que yo (bueno, yo no soy muy alto), me escanea de pies a cabeza y pregunta:

¾ ¿Acaso te atropelle? ¾Pero lo dice con una voz tan fresca y sin reproches que me dieron ganas de golpearlo. Pero me contuve.

¾ O sea que estás esperando atropellar para recién reaccionar. Además, dese cuenta que está en la vereda, que es exclusivo para el peatón ¾le respondo mientras grabo en mi mente sus acholados rasgos distintivos.

¾ Qué te voy atropellar oe. ¾Responde, y acomodándose la camisa dentro del blue jean, agrega con un manotazo al aire ¾: Usa el cerebro.          

¿Usa el cerebro? Ese cabrón de frente amplia y ojos duros me dice que use el cerebro. ¡Está cojudo!

¾ No sea animal. Y usted use el cerebro al manejar  ¾le respondo ya con tono increpador.  A la mierda, si nos vamos a los golpes, que así sea.

En ello aparece un inspector de la Municipalidad de Jesús María vestido de azul y con su chaleco característico. Se acerca donde el imprudente chófer y le dice que tenga más cuidado, «He visto todo desde el inicio. Y presencié cómo casi arrolla aquí, al joven presente».

Pero como en Perú estamos acostumbrados a pasarnos a las autoridades por los innombrables, el conductor iracundo, lejos de reflexionar, grita:

            ¾ Estás hablando huevadas. Además, acá vivo yo. Yo pago mis impuestos y tengo derecho a estacionar mi auto fuera, o como se me dé la puta gana.

¾ Señor. No sea malcriado que nadie le está faltando el respeto ¾manifestó el inspector, manteniendo la calma.

Yo no callé. Y ante la boludez lanzada por el conductor…

            ¾ Pagas impuestos. ¿Y por eso tienes derecho a manejar a tus anchas?, ¿Sin respetar al peatón?

Quería decirle que soy abogado. Y que gustoso llamaría a la policía para ellos verificaran si en verdad se había cometido infracción o no. Pero no lo hice, ninguna de las dos.

¾ Ya ya ya. Amigo ¾ me dice¾, no lo vuelvo hacer, ok. Ahora lárgate.

Lárgate. Esa palabra entró por mis oídos como un golpe certero.

¾ ¿Lárgate? Estás bien equivocado de tu vida. O sea que ahora eres dueño de la vía pública. ¡Qué conchudo! ¾Le referí enérgicamente.

El inspector me toma del brazo y me dice en tono suficiente para ser escuchado por el conductor, que no vale la pena discutir con un sujeto que no tiene respeto por nada ni nadie. Que pierda cuidado y que de todas maneras reportará lo ocurrido al área correspondiente.

Agradecí al inspector su amabilidad. Estaba por reanudar la interpretación de La Incondicional, cuando me detuve de pronto, giré hacia el malcriado conductor, y con mirada asesina le digo:

¾ Y no me llame ‘Amigo’. Que no tengo amigos brutos.

¾ Tú tampoco eres mi amigo ¾responde.

Escuché su réplica pero no le di importancia. Seguí mi destino; doblé en la esquina y no lo vi más.

Lima es así.

Puedes levantarte pensado que nada nuevo sucederá. Pero nunca falta el imbécil que te demuestra todo lo contrario.

Por eso, amo Lima.

 

 Lima, 13 de febrero de 2014.

  

miércoles, 5 de febrero de 2014

CORAZÓN PROFUNDO DEL MAR







Los días de descanso en el circo eran los lunes y martes de cada semana. Los domingos, luego de terminada la última función, los trabajadores del circo ¾a quienes se les conoce como ‘empleados’, es decir las personas encargadas de subir y bajar la carpa de colores y montar todo a los respectivos contenedores¾ desarmaban la enorme lona azul con estrellas dibujadas. Esa misma noche, ya todo en los contenedores, nos íbamos todos en caravana hasta la siguiente ciudad o pueblo para ofrecer el espectáculo del Circo Hermanos Vázquez. Los lunes y martes eran los días de descanso para los artistas del show, pero para los ‘empleados’ eran los días de más arduo trabajo. Tenían que trabajar pese al cruel sol o intenso frío, no había excusa, todo tenía que estar listo para el día del debut, que eran los miércoles. Pero ese no era mi problema. Los días lunes y martes eran mis días descanso. Yo no era artista, pero tampoco ‘empleado’; era el hijo del trapecista, y eso tenía sus ventajas.

Mis abuelos paternos trabajaban en la otra sección del Circo Hermanos Vázquez¸ que siempre estaba en Distrito Federal de la ciudad de México. Yo aprovechaba los días de descanso para ir a visitarlos; a  veces me iba solo en un bus interprovincial, otras veces mi amigo Franco Meda me daba un ray hasta la capital. En el trayecto al DF, mi amigo Franco y yo nos enfrascábamos en grandes conversaciones; él echaba porras a su Chivas Rayadas y yo defendía con vehemencia mi Máquina Cementera del Cruz Azul; luego, acabada la cruzada deportiva, siempre se burlaba de mi diciéndome «Wey, el payaso nace, no se hace», en alusión a lo malo que era de payaso cuando tenía que suplir a Chuy Vázquez, uno de los hijos del dueño. Yo siempre le devolvía con un revés diciéndole que tarde o temprano seríamos familia, «Tranquilo, que le voy a decir a tu hermana que no tratas bien a tu futuro cuñado». Él me lanzaba una miraba con cierto desprecio alegrón, y terminaba diciéndome: «Vuelas alto»

¡Cuánto te extraño amigo! Pronto nos veremos pa´ echarnos un Dr. Pepper, allá, donde todo brilla.

 

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Mi abuela al verme siempre se emocionaba.

«¡Hijito de mi vida y mi corazón!», gritaba al tiempo que me llenaba de besos y caricias.

«Has de tener mucha hambre, ahora mismo te hago de comer». Sacaba su enorme sartén y freía costillas de cerdo con huevos estrellados.

Me encantaba.

Por la tarde la acompañaba al mercado. La veía regatear y defender su solvencia con los mercaderes. «El ahorro es la mejor inversión», presumía, con esa hermosa sonrisa que sólo doña Delia tiene. De regreso a la casa rodante, la veía cocinar sus ricos estofados con arroz blanco. A las afueras, el ambiente circense comenzaba a notarse, los ‘empleados’ iniciaban la tarea de limpiar sillas y sacudir las gradas. El ronroneo del generador de luz, llamado LA PLANTA, comenzaba a dar sus calentamientos previos a la función. Luego de almorzar con mis abuelos y mis tíos, daba vueltas para encontrarme con mis antiguos amigos de infancia. Había rostros conocidos, otros no tanto y otros que ni siquiera conocía. Pero uno de los rostros que más me gustaba ver, no estaba. Sus enormes ojos azules, como el corazón profundo del mar, y su cabello rubio, como las flamas del fuego naciente, se hacían esperar, como se hace esperar lo mejor.

A diferencia de la sección donde trabajamos en provincia, el Circo Hermanos Vázquez, cuyo dueño es el señor Guillermo Vázquez ¾hombre de mediana estatura, bigote norteño y espíritu campechano¾, trabaja todos los días de la semana. Otra diferencia resaltante era que siempre se quedaba un mes o hasta dos meses en el mismo terreno, le fuera mal, o le fuera bien. Todos los artistas de circo querían trabajar en esa sección. En ese entonces yo contaba con catorce años de edad, era un niño robusto y muy inseguro. Pero muy enamoradizo. Siempre anda babeando por una chica, y en ese entonces, no había excepción. Se trataba de una de las chicas más guapas que a los catorce años podía haber visto jamás, juro. Alta, delgada, de abdomen plano y sonrisa radiante. Émula de Barbie, gozaba de unas piernas largas y firmes, tan blancas como las nubes primaverales de Cuernavaca.

¡Estaba fascinado!

 

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Durante el show, no iba a ver los actos que el Circo Hermanos Vázquez ofrecía; me quedada con mi abuela viendo novelas o inflando los globos que mi abuelo y mis tíos salían a vender en el Intermedio de la función. Me gustaba estar con mi abuela. Disfrutaba mucho de su compañía; además, siempre llenaba mi ‘baúl de recuerdos’ con anécdotas de mis padres cuando jóvenes, o mías, cuando chaval de dos años. «Eras la muerte, hijito», repetía una y otra vez con esa voz de abuela que todo nieto gusta escuchar.

Pero, no era del todo cierto que no veía el show del circo. La música de la banda en vivo que tenía (y que aún tiene) el Circo Hermanos Vázquez, era mi alerta personal. Cada acto tenía su propia música, y la de mi Barbie, también. Como si en mi pecho se hubiesen gravado las partituras de su melodía, sabía cuándo ella estaba a minutos de salir a la pista del circo.

Me inventaba excusas.

¾ Abu... Ya vengo. Voy a comprar a la tienda.

«Ya hijito». Decía mi abuela. «Con mucho cuidado» Prevenía mi abuela.

Cual león perseguido, corría velozmente hacia la carpa del circo. Entraba por la puerta trasera, que era exclusiva para los artistas del show. Allí es donde la veía siempre. Ella estaba preparándose para salir a la pista. Estiraba sus brazos hacia riba, luego hacia los costados. Ponía a ritmo su cuerpo de fina estampa. Cumpliendo con su ritual, masajeaba de manera impetuosa su rodilla, aquella que le traía ciertas molestias y que cubría con una venda fuertemente ajustada. Yo, tras bambalinas, me imaginaba conversando con ella, rogando que de alguna forma, aún que sea por accidente, supiera de mi existencia. Me hubiese gustado tener el valor siquiera de poderle decir un «hola».

Nunca lo hice.

Ser atrevido e impetuoso, no era parte de mí. Pero, ¿qué habría pasado entonces si hubiese tomado el coraje y le hubiese dicho «Me gustas. Me gustas mucho, ¡Oh, extraña flor circense, cuya belleza llena aún más, el mundo mágico del circo»? Lo más probable es que me hubiese visto como a bicho raro. ¿Qué oportunidad hubiese tenido un niño robusto, con una chica de notable belleza, y que además me llevaba dos cabezas de altura? Ninguna. O tal vez un «¡Ay qué lindo!» Y hubiese revuelto mis cabellos, como si fuese una mascota.

Nunca dije nada hasta ahora. Y quizá fue lo mejor. Quizá de haber expuesto mis sentimientos, esta historia no existiría.

 

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Sólo una vez tuve oportunidad de estar cerca de ella y apreciar su encantadora mirada. Ella salía del supermercado y yo entraba con mi abuela. «Señora. Buenas Tardes», saludó a mi abuela. «Hola hijita», respondió doña Delia. Mi abuela me miró de reojo, y como quien no quiere la cosa…«Te presento a mi nieto Luchito. Es primo de Yuri». Ella bajó la mirada y me obsequió una sonrisa que presumía su perfecta dentadura blanca.

«Mucho gusto», exclamó.

No respondí.

No supe qué me pasó en ese momento. Pero sentí que mis cuerdas vocales me traicionaban canallescamente. No pude emitir sonido alguno.

«Doña Delia, fue un gusto verle. Hasta Luego. Adiós Luchito»

Se excusó.

Pero como si ella hubiese reconocido algo, como si los astros se hubiesen alineado luego de cien años, como si mis oraciones hubiesen sido escuchadas, algo mágico pasó. Se inclinó ligeramente hacia mí ¾su largo cabello rubio cubrió sus hombros pecosos¾, acercó su rostro a mi mejilla, y con un cálido choque de sus labios, se despidió de mí, con un tierno beso en la mejilla. Mi corazón latía tan fuerte parecía salir de mi pecho. Tragué saliva y mis aletas nasales revoloteaban como alas de colibrí. De ella brotaba una utopía de fragancias indescriptibles. Sencillamente delicioso.  

Me quedé helado. Atónito. No entraba mí, tamaño suceso. Estaba secretamente feliz. Sentí su candor, su simpatía, su amabilidad.

 

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Hoy está casada y es mamá de dos hijas; princesitas que al igual que ella, han heredado esa belleza innegable con la que fue dotada su madre.

Hoy recuerdo con mucha simpatía ese ayer nublado de encantadores recuerdos. Hoy recuerdo con añoranza los días libres que aprovechaba para ir a visitar a mis abuelos, pero, además, aprovechaba para admirar una de las bellezas más naturales que el circo mexicano ha podido ofrecer, y cómo es que me escurría de la casa rodante de mi abuela para ir y verla destacar con su acto, donde ponía a prueba la habilidad de dominar una enorme bola roja con los pies, mientras hacía malabares con sus manos, o subir una escalera cromada al tiempo que equilibraba una filosa espada con sus rojos labios.  

«Después de todo, no es sólo a mí a quién vienes a ver, eh… »

Dijo mi abuela, con clamor de quien lee los ojos de un niño ilusionado de catorce años.     

 


Lima, 05 de febrero de 2014.