miércoles, 13 de agosto de 2014

LOS XV DE MI HERMANA





 

Mi hermana había cumplido quince primaveras y, como toda chica crecida y criada en México, quería su fiesta de XV años. Y la tuvo. El «Circo Hermanos Vázquez» se encontraba de gira por Estados Unidos de Norteamérica, y nosotros acompañábamos la gira junto con otros tantos artistas más. Se contrató a una empresa que se encargó de todo respecto a la decoración, filmación, fotos, tragos, bocados, música, y todo detalle por mínimo que pareciera. A mi hermana se le confeccionó un vestido hermoso, blanco, con un escote moderado y muy ceñido de la cintura. Una verdadera muñequita de torta. Mis amigos, los más cercanos, y más acorde a mi edad —que por aquel entonces tenía 17 años— sirvieron de Chambelanes. Yo, por ser el hermano mayor, fui elegido como el ‘Chambelán Principal’, ese que va vestido de color distinto a los demás para marcar diferencia. Se contrató, además, a un coreógrafo para que preparara dos bailes: el Vals, y un baile moderno. «Salome», de Chayanne, fue la canción escogida. Al término de las funciones que el circo ofrecía a los parroquianos, nos quedábamos dos o tres horas ensayando los pasos de baile. Yo estaba feliz y emocionado, pues era la tercera vez que fungía de chambelán, sin embargo, las dos primeras nunca cumplí con el cometido. La primera vez que me eligieron chambelán fue para los XV de una prima lejana, pero sólo fui elegido, nunca participé como tal ni ensayé bailes ni nada de nada, ¿Por qué?, bueno, mi prima lejana cumplía sus quince y yo tenía doce, era enano, rollizo y torpe con los pies. Obvio, la festejada no quería ver opacada su fiesta al tener a un ‘hobbit’ como catrín. La segunda vez que fui elegido chambelán fue para los XV de mi prima hermana, asistí a la mayoría de los ensayos, pero ella y sus demás chambelanes vivían en otro circo, y en el que estábamos nosotros mudó a otra ciudad, y me fue imposible de seguir con los ensayos. Pero ahora no había excusas ni peros que valgan, eran los XV de mi hermana y yo sería el noble chambelán.

Todos los chambelanes fuimos a una tienda especializada al norte de Los Ángeles, en California. Nos tomaron las medidas de los sacos, de los pantalones y de todo aquello que tenía que tomarse medida para estar regios en la presentación. Faltando dos semanas para el gran día cuando sufrí un percance en la rodilla izquierda; casi no podía moverme y menos, obvio, bailar. No me quedó más remedio que decirle adiós a mi tercera (y a la fecha última) convocatoria de ser elegido chambelán. Mientras yo lamentaba semejante chasco, mi hermana estaba feliz ya que mi amigo, un argentino él, alto, delgado y pintón, tomó mi lugar. Así que como verán, con mis treinta y uno acuestas, y siendo tres veces elegido chambelán, la vida se ha encaprichado conmigo y me ha negado tal experiencia. El gran día llegó; mesas adornadas con tonos blancos y rosas, globos multicolores gravados con el nombre de mi hermana y sus quince abriles adornaban el evento. Ornamentos florales ocupaban el centro de las mesas. Los invitados, todos, vestidos con traje y corbata; las damas, guapas todas, presumían con picardía sus vestidos de cola larga. El cura, un viejo alto de cara marchita y medio doblado había llegado antes de lo pedido, así que como quien no quiere la cosa, esperó su turno al lado de la botella de vino. Para cuando le tocó dar el sermón y el brindes de honor, el presbítero se haya con sus aguas encima, así que su discurso, además de extenso y aburrido, fue inteligible gracias a lo suelta que tenía la lengua de tanto chupar: las palabras le salían raudamente, como grifo malogrado.

El ritual típico de los XV se realizó. Mi padre presentó en ‘sociedad’ a mi hermana. Su madrina de corona se acercó a ella y, en un acto de sumisión, la coronó como princesa. Mi padre, luego de las palabras de agradecimiento, se inclinó a los pies de su hija, tomó su talón e hizo el cambio de zapato. Desde ese momento y para siempre, y según las férreas costumbres mexicanas, mi hermana había pasado de niña a mujer. Mi madre, mis tías y casi toda el público femenino estaban al borde del llanto. Acto seguido papá bailó el vals con mi hermana, quien hipeaba de alegría. Luego de unos cuantos segundos se acercó el chambelán principal hacía papá, le tocó el hombro y pidió bailar con mi hermana. Es una forma educada de decirle al progenitor de la festejada: «Órale, a chingar a su madre…» Luego mi hermana bailó con todos sus chambelanes respetando religiosamente los pasos impartidos por el maestro coreógrafo. Yo, sentado, en una esquina, era fiel testigo de la algarabía que se haya en el centro de la pista. Me alegré por mi hermana, claro, pero también me haya molesto con la vida y las circunstancias. Maldecí el momento en que me lastimé la rodilla izquierda. Y es que era mi momento, la ocasión perfecta para demostrarle a la comunidad circense que había dejado de ser torpe con los pies y que tranquilamente podía ganarme la vida como bailarín exótico. Bueno, no tanto. Pero por lo menos podía dejar en claro que no era un imbécil incapaz de moverme al ritmo de música. Pensé que para mí sería una noche más en la que me tocaría ver cómo los demás se divertían, y yo, como casi siempre, solamente como espectador. Pero no fue así. La noche, a cambio de mi imposibilidad de bailar, me compensó con algo que no había previsto y menos planeado. Algo que jamás de los jamases se me hubiese imagino. Dice el dicho que cuando una ventana se cierra una puerta se abre. Y eso es lo que pasó.

La fiesta de los XV de mi hermana transcurrió como toda fiesta de quince transcurre, entre bailes y tragos. Una vez que todos los chambelanes hubieron valseado con mi hermana fue el turno para los invitados. Uno por uno, sin importar edad, tamaño y belleza, esto último lo más carente, formaron cola para danzar con la festejada; algunos ya entrados en alcohol pisaban los pies de la quinceañera, pero mi hermana, cual princesa diurna, supo salir airosa ante los dolorosos pisotones, siempre mostrando una sonrisa complaciente, pérfida, sin alma, pero eficaz. Al otro lado de la esquina yo, rezagado, abandonado, distanciado, viendo a mis amigos e invitados disfrutar de la pachanga. La fiesta duró alrededor de cinco horas. Ya en la agonía del festejo pequeños grupitos comenzaron a formarse, los mozos o meseros iniciaron la recolecta de los enseres que se habían contratado. De fondo, casi imperceptible e innecesario, arrullaba una canción trágica de algún grupo norteño. Mi madre con mi hermano menor, o el que era el menor ese momento, se fueron a dormir, papá se quedó con lo que quedaba de invitados, la mayoría de ellos amigos y compañeros del propio circo. Mi hermana estaba con sus amigas y con su séquito de chambelanes. Papá, viendo que no me había integrado a ningún grupito social, me ordenó vigilar que los meseros tuvieran cuidado con el embalaje de los adornos y enseres. Fue entonces cuando sucedió. Una silueta delgada, vestida de negra y curvas generosas se acercó a mí. No hacía falta adivinar quién era, lo sabía. Era una amiga de la familia, esposa de un caballero que por años se desempeñó como artista de circo pero que ahora, lejos de la pista, formaba parte de la administración del circo Vásquez. Me llamó por mi nombre. Me pidió amablemente que la ayudara a llevar a su retoño a su casa rodante, o como lo llamamos nosotros los cirqueros, al ‘Tráiler’. «Es que mi esposo está algo tomado», fue su excusa. Y no dijo ‘mi esposo’, sino el nombre de éste, pero el nombre del susodicho es lo de menos en esta historia. Alcé la mirada y vi que el cónyuge de melena larga y negra se hallaba en el mismo círculo que en el de papá. Era sabido por todo el circo que el esposo de la solicitante no era ebrio, pero que gustaba del trago de vez en cuando. Le dije que con mucho gusto la ayudaría. Fuimos hasta donde reposaba su rubicundo hijo; estaba postrado en una improvisada cama hecha por dos sillas, y como frazada tenía el saco de su madre. Lo cargué y lo acomodé sobre mi regazo, y, sin más ni más, seguí los pasos la apetecible mujer.

Ella no era de circo, de hecho no tenía linaje circense. La menuda mujer fue una vez al circo, vio trabajar al que hoy es su esposo, lo vio mostrando sus habilidades en la pista y de inmediato quedó flechada. Lo buscó al término del show e inició una conversación con él. Se hicieron novios, luego esposos y, como toda fémina que se enamora de un cirquero, se unió al extraordinario mundo del circo siguiendo a su marido abandonando sus estudios universitarios. Poco a poco fue integrándose a los actos del show. Primero salió a la pista a adornar, sirviendo de edecán a su esposo mientras este presumía su acto al público asistente; entonces  ella, quebrado su caprichosa figura y exagerando una sonrisa llena de dientes, alcanzaba los instrumentos que su esposo utilizaba. Luego, gracias a las virtudes corporales con que Dios la dotó, fue llamada para formar parte del ‘staff’ de bailarinas del «Circo Hermanos Vázquez» que, en honor a la verdad, no era tan exigente como lo es hoy. Luego de trece años de casada y once como bailarina, se hallaba de guía conmigo, llevándome hacía su carromato como animal de carga soportando a su primogénito sobre mi pecho en una noche fría y oscura como los ojos de un lobo luego de que la celebración de los XV años de mi hermana hubo terminado.

Entramos a su modesto remolque. Dentro, todo era lóbrego y álgido. Mis ojos no alcanzaban a ver más allá de mis brazos, los cuales comenzaban a sentir cansancio de soportar trece kilos dormidos. La bailarina me tomó del codo y, en una perfecta memoria de quien conoce su casa como la palma de su mano, me llevó hasta la cama del menor. Me dijo que lo acostara, y así lo hice. De a pocos mis ojos se fueron acostumbrando a la negrura que reinaba en la casa rodante. Sentí los tacos de la mujer alejándose de mí. Sin pedírmelo, y por sentido común, cogí una frazada y se la puse al niño, quien sólo atinó a acurrucarse entre sus brazos, buscando calor entre sí. A mi espalda se encendió una luz, venía de la sala del tráiler. Fui hasta allá tratando de hacer el menor ruido posible. Al llegar a la sala no vi a la edecán por ningún lado. Entonces, sintiendo que ya había cumplido con mi deber, dije en voz queda, pero lo suficientemente fuerte para ser escuchado, que me marchaba. Abrí la puerta del refugio artístico y cuando estaba por pisar el primer escalón una voz suave, casi melodiosa, me decía que esperara, que no me vaya. Volteé pero no vi a nadie. Era obvio que la advertencia venía de la menuda mujer, de quién más sino. Me quedé parado, esperando, con un frío y algo incómodo. Nunca me ha gustado estar en casa ajena, y menos si estoy sólo con la esposa de alguien. Una luz en la que no había reparado se deslizaba por el espacio delgado que separaba la puerta del baño con el piso del tráiler. Una sombra bailaba de aquí para allá. La luz se apagó al tiempo que la puerta de servicio se abría pausadamente. Una figura femenina apareció ante mis ojos. Era la misma persona que me había pedido el favor de cargar a su hijo hasta su remolque, pero en esta ocasión, la dama de cintura delgada y pechos medianos se hallaba completamente desnuda.

Yo estaba helado; no sabía qué hacer ni qué decir. Ni siquiera me atrevía a bajar la mirada para echar un vistazo a sus encantos, pues un pudor súbito me lo impedía. Estuvo de pie por unos segundos, luego se acercó a mí con tímidos pasos de gata. Al andar derrochaba sensualidad; sus modestas pero atractivas caderas se bamboleaban con cada paso, se hamacaban de un lado al otro, danzando como danza el agua cuando es agitada. Su mirada era desafiante, me fusilaba, me atravesaba con lisura desbordante. Sentía un ardor creciente en mi estómago, pese a ello, seguía inmóvil. «Me tienes miedo», dijo en tono burlón. ¿Tenía miedo? Sí, tal vez, pero no de ella, aunque no voy a negar que sorprendía el cuadro que tenía frente a mis ojos, tenía miedo de que en cualquier momento su marido irrumpiera por la puerta, viera a su mujer en traje de eva y a mí apreciando el desabrigo de su esposa. ¿Cómo explicarlo? Ni modo que fuera un liberal espontaneo, una de esas personas que disfrutan y gozan ver a su mujer en manos de otro, haciendo lo que por ley y costumbre le toca al marido. No, no lo era. O al menos yo lo ignoraba.

Su mirada llena de impudicias no dejaba de retarme. Como leona en acción, me tenía al asecho. A fuera, el ambiente era reinado por una noche estremecedoramente fría. Podía escuchar los pasos de los invitados regresando a sus aposentos rodantes que colindaban con el habitáculo en el que me hallaba. O quizá no había nadie regresando de la pachanga quinceañera, tal vez todo era producto de una mente intranquila y nerviosa. Quizá no era para tanto, total, lo único que había pasado es que la esposa de un amigo de la familia se había desnudado ante mí y me miraba como si yo fuera un trozo de carne recién azada. «Tranquilo», me dijo, y, adivinando mis temores, agregó, «Mi esposo demorará en regresar. Lo conozco. Cuando agarra trago no hay quien lo pare». Se acercó totalmente a mí, sentí cómo sus pechos se unían a traje de catrín que llevaba puesto. Los dedos de mis manos comenzaron acariciarse entre sí queriendo calentarse en un acto de gentileza ante el cuerpo falto de ropa que la noche, a cambio de no ser chambelán de mi hermana, me estaba obsequiando. No puedo negar, pues sería hipócrita de mi parte, que deseaba tocarla, zambullirme en esa piel blanca con pecas perfectamente alineadas, tomarla entre mis brazos y, por fin, estrenarme como hombre. Digo, tenía diecisiete años, ¡Por todos los cielos! Qué joven a mi edad, o a esa edad, no mantuvo en sus más retorcidos y húmedos anhelos poder estar con una mujer mayor; yo sí, y ese era el momento. Pero no era tan fácil como despojarse de la ropa y entrar en acción, no, no lo era.

Sus delgados dedos recorrían senderos nunca antes explorados; en mi pecho sentía el latido de mi corazón como caballo en pleno galope, el recurrido de mi sangre incremente con mayor candor a cada tacto que ella me brindaba. Me sentía como lava ardiente, «Sé que me deseas», susurró. Y acariciando mi oído con sus labios colorados me dijo «Te he visto, te veo todos los días cómo te me quedas mirando cuando salgo a la pista». La declaración me dejó boquiabierto. Sin estarlo, me sentí desnudo. Habían descubierto mi pequeño secreto, secreto que era conocido por mis más allegados amigos. Cierto era que cuando las chicas del «ballet Hermanos Vázquez» se lucían en la pista del circo mostrando con limitada destreza las coreografías repetitivas, ahí, fiel, leal, incondicional, admirador eterno, como gárgola empedernida, estaba yo. Pero no era a la mujer desnuda que se hallaba frente a mí a quien apreciaba, no, era a otra, una cuya belleza sinigual me cautivó desde el primer momento en que la vi, una mujer cuyo esplendor y hermosura lánguida no obedecía, en lo absoluto, a su tosco nombre. Pero era casada, tenía en su haber dos hijos y, por si fuera poco, era esposa de otro amigo de la familia.

Su cuerpo pequeño, quebradizo pero basto, estaba mi merced. Era como un regalo de navidad adelantado, lo único que tenía que hacer era disfrutarlo. Aun así, un ligero sentimiento de culpabilidad infantil me hincaba el cerebro. Cómo jugarle mal a un amigo de la familia, a una persona que me cargó en sus brazos cuando aún me alimentaba de la teta de mi madre, alguien que incluso, según me cuentan, conoció a mis padres muchos antes de que yo naciera, o como él, con su dejo porteño y elegante, decía: «Eh, te conozco desde antes que estuvieras en el huevo de tu papá» Sin embargo una cosa era cierta, yo no había nacido para ser Santo, ni para ser un beato encerrado en cuatro paredes, y un bulto prominente, duro, recio, que se asomaba por mi pantalón, así me lo confirmaba. Ella rompió el protocolo usual, tomó la iniciativa y se apoderó de mis labios. Los besaba ferozmente delicioso, jugueteaba y piñizcaba como lo hace un cachorrito que recién aprende a masticar. Al inicio no respondía sus besos, pero tampoco quería que pensara que era un pobre imbécil que, además de mocoso, era inculto en cuanto a los placeres sexuales. Así que yo, hombre al fin y al cabo, nacido bajo el sello natural del pecado carnal, me entregué sin limitaciones a los deseos pecaminosos que la dama exigía.    

Nuestros cuerpos atrincherados, entregados en un encuentro bélico, forcejeaban sin tregua, sin piedad. Ella, con la pericia de años aprendidos, recorría mí ser con caricias endemoniadas. Yo, joven y falto de técnica, decidí sumergirme en sus pechos blandos, bebiendo de ellos el néctar ajeno, aquel que fue prohibido por Dios al decir «No desearás a la mujer de tu prójimo» Pero yo no andaba en falta, yo no la busqué ni busqué la situación, ella me sedujo con esos ojos ligeramente rasgados; ella inquietó ese ser inerme, precoz e indefenso que se hallaba abandonado en una esquina, siendo una mosca más, un invitado sin gracia. Yo no pecaba, Dios no contempló esa sanción para el varón, y donde no distingue Dios, no distingue el hombre.

La casa rodante, aquella cuyas granjas de colores pasteles hacía la distinción de otros, se había convertido en nuestra cueva adulterina, una madriguera que, al cabo de minutos alzados, se había convertido en una sinfonía de quejidos asmáticos, de cuerpos lúbricos encontrándose por primera vez bajo un cielo encapotado. Nuestros cuerpos se habían unido en uno sólo, poniendo a prueba la resistencia de la casa rodante. Yo era un volcán de frenesí, que ardía en deseo de quemar sus adentros con lava novel.          

 Esa noche —donde dos sujetos se habían embriagado en una atmosfera pecaminosa, donde el infortunio tocó mi hombro y me dijo que no sería chambelán de la quinceañera —algo mágico pasó. Esa noche fría me reveló que no sólo mi hermana había pasado de niña a mujer.  

Lima, 13 de agosto de 2014.

 

viernes, 25 de julio de 2014

CONFESIÓN #04. YO NO FUI








Cuando llegué al Perú, para someterme a una operación de rodilla, y luego para estudiar leyes, fui recibido por mi familia materna con bombos y platillos. Todos, sin excepción, celebraban a viva voz mi retorno al Perú luego de años de ausencia. Yo estaba emocionado, muy feliz de ver las expresiones de algarabía de tíos y primos por mi reciente llegada. Tenía 17 primaveras acuestas.

Para ilustrar un poco más esta pequeña aventura, he de iluminar al lector que mi familia, por ambos lados, es numerosa. De hecho tengo ‘primos hermanos’ que podrían ser mis padres, y tíos que podrían ser mis abuelos. A lo que primos se refiere, somos muchas generaciones, como bien dije, tengo primos que me doblan la edad y que, así ha quedado plasmado en fotos del ayer, jugaban con mi madre a los juegos que se jugasen en los 70’s. La generación X, es decir, aquellos primos que nacimos en los ochenta, somos unidos, o bueno, éramos unidos. Ahora, por razones de distancias y por orgullos lastimados, así como heridos por lenguas bífidas, de tantos que fuimos, hemos sido reducido a un puño de primos que se ven cada cierto tiempo para celebrar algún cumpleaños.  Eso si es que no hay mejor excusa para evitar vernos. Joder, entonces no éramos tan unidos. En fin…

Cuando toqué suelo limeño fui hospedado en la casa de un tío mío, uno de los hermanos mayores por parte de mi madre; él, junto con toda su familia, me abrieron las puertas de su casa sin mayores miramientos ni requisitos ni pagas mensuales que justificaran un empobrecimiento del bolsillo ajeno. Desde el primer instante que entré a la casa de mis tíos, me sentí en familia. Y en verdad lo digo, reinaba un ambiente cálido y natural. Mis tíos me colmaban de cariños y mis primos me presentaban a sus amistades. A veces, por las noches, y casi siempre los fines de semana, mis primos, aquellos que ya podían entrar a una disco sin mostrar identificación, me llevaban a dar un baile a los aposentos rítmicos de turno. Entre semana, jugaba con el menor de la familia. Ya que él, por razones de edad, no podía entrar a un antro, nos divertíamos jugando con la consola de Nintendo. Yo vivía un sueño, tenía todo lo que un chico pudiese desear. Extrañaba a mi familia, sí, pero también tenía ingredientes suficientes como para echarlos de menos.

Un sábado por la noche, otro primo nuestro, que vivía al otro lado de la ciudad, un púber en aquel entonces, llegó a la casa de mis tíos. Con el recién llegado, más mi otro primo aficionado a los videojuegos y yo, pasamos la noche en vela viendo películas, comiendo porquería y media y jugando Nintendo. Esa noche mis tíos no se hallaban en casa, por tanto el cuidado de los chicos estaba a mis hombros. Traté de cumplir al pie de la letra las órdenes impartidas por mi tío, a quien muy cariñosamente le llamamos ‘El Gringo’. Sí tío, yo me hago cargo. Vayan tranquilos, fue la promesa que vertí.

La noche fue pasando lentamente, y aunque también me gustaba manipular los mandos alámbricos de la consola de juego, comenzaba a sentir aburrimiento junto con algo de cansancio. Uno de mis primitos, dueño de casa por decirlo, sugirió ver la película ‘El proyecto de la bruja de Blair’. Yo, que ya había gozado de la película, advertí que no era apta para ellos, que quizá se espantarían y no podrían dormir. Pero lejos de hacerme caso, mi primo desenchufó el Nintendo y conectó el VHS, insertó la cinta de video y el film comenzó. Al cabo de veinte minutos mis primos se hallaban con miedo profundo, sus rostros alarmados y desencajados los delataban; se los advertí pero no me hicieron caso. Apagamos el reproductor y comenzamos a ver programas de televisión pero nada, nada podía sacar a mis, en ese entonces, púberos primos del miedo psicótico que se había plantado en sus mentes. Traté de consolarlos diciéndoles que era una película de ficción, algo que no pasó, pero ni mis ruegos los consolaba. Ya rendido y cansado, opté por irme a dormir. Y cuando digo ‘irme a dormir’ me refiero a meterme a la cama, pues en ese momento compartía alcoba con mi primito. Mi primito, el dueño de casa, se le ocurrió una gran idea, una que ayudaría ahuyentar las escenas de la película que no hace mucho acaban de ver. «Y si vemos una porno», dijo. «Mi hermano tiene una película en su cajón», continuó. Yo, como centinela de mis primos les dije que era mala idea, que no era necesario y que si su hermano mayor, que era mayor que yo y que tenía (tiene) el aspecto de luchador en retiro, se enteraba que habían esculcado sus pertenencias, se enojaría. «No se va a molestar porque no le diremos nada. Además está de viaje, regresa mañana». Intenté desalentaros pero fue inútil, pues el otro primito que había llegado de visita, que tenía el aspecto de no matar moscas con esos lentes de medida exagerada por ser casi ciego, se le quitó el miedo de la cara y, apoyándose en la hipótesis del primero, dijo que sí, que vieran la película. Y bueno, siendo dos contra uno, y entre esos dos uno es dueño de casa, no tuve más remedio que aceptar.

Me eché a dormir entre gemidos y berridos de placer que la televisión me obsequiaba gracias a la damisela que se haya copulando con algún galán gringo híper dotado y de abdomen desgrasado. Mis primitos estaban perplejos. Era como si estuvieran visitando ‘Waltdisney’ por primera vez. Sus ojos echaban chispas mientras que en sus rostros se dibujan placer de ver algo para adultos, algo prohibido que ni la mejor niñera de mundo hubiera permitido. ¡Pajeros pendejos! Al día siguiente, domingo, me levanté para acompañar a mi tío al cementerio. Mis tíos maternos solían reunirse en la casa de una de sus hermanas luego de visitar la tumba de los abuelos. Allí se aprovechaba para comer y conversar. Yo estaba ya con otros primos haciendo lo que hacen los primos reunidos, joder. Pero no estaban todos mis primos, entre los que faltaba estaba el primito libidinoso dueño de casa que ideó ver una porno para quitarse de la mente las imágenes del bosque donde corrían los tres pelotudos que eran perseguidos por una bruja. Terminé de almorzar cuando mi tía, la anfitriona de casa, me dijo que tenía una llamada, era mi primito, el ausente.

—Aló…

—Primo, estoy en un problemón — dijo mi primo. Su voz era suave, como no queriendo ser escuchado por nadie. Pero a la vez sonaba angustiada, casi al borde del llanto.

—¿Qué pasó primo? —pregunté.

—Mi hermano describió lo del video. Está furioso.

De inmediato capté lo grave del asunto. Claro, mi primo el mayor, cuyo cuerpo es capaz de amedrentar al más cabrón de los cabrones, estaba molesto porque la niñera de turno, o sea yo, permitió que unos mozalbetes puñeteros vieran una película porno. «La cagada», pensé.

—¿Cómo se enteró? —pregunté de nuevo.

—Es que me quedé dormido y me olvidé de sacar el video y devolverlo al cajón.

—¿Qué te dijo?

—A mi nada. Quiere hablar contigo porque…porque —mi primo comenzó titubear, a masticar cada palabra —porque le dije que fuiste tú quien sacó el video de su cajón y lo puso en el VHS.

—Pero por qué le dijiste que fui yo si yo ni hice nada.

—Es que tú eres recién llegado, primo. A ti no te van a regañar como a mí. Por favor, di que fue tú idea sino me van a castigar—. Fueron las súplicas de mi primito.

Le dije a mi primo que no se preocupara. Que yo me haría responsable. Y en cierta forma lo era, pues si bien mi primito no debió interrumpir en las pertenencias de su hermano mayor, yo no debí dejar que ellos reprodujeran una película para adultos. «A lo mucho me dirá que no debí dejarlos ver una película erótica», me consolé. De regreso a la casa fui recibido por mi pequeño primo. «Primo, recuerda, fue tu idea», fueron las primera palabras que me dijo al oído. Le guiñé el ojo en señal de aceptación y procedí a saludar a los que se hallaban en casa. Para mi sorpresa, mi primo mayor, no estaba. Mi tía sirvió la mesa y todos, a excepción de luchador, tomamos una rica merienda dotada de café, pan, mantequilla, queso y jamón. La charla fue amena y suave, mi tío ponía al día a mi tía de los eventos en el cementerio y de lo rico que había comida en casa de su hermana. Mi primo, que se hallaba sentado a mi derecha, ni pio decía. Sus ojos estaban clavados en la mesa, concentrado, enfocando mirando en mantel blanco con bordes florales que cubría la mesa redonda de la casa. Del luchador, ni sus luces.

Llegó el momento de ir a dormir, pues al día siguiente mi primito tenía clases. Mi primo abrió su ropero, donde se hallaba colgado el poster del gran Rivaldo con la camiseta de Brasil. Se ponía el pijama cuando en eso irrumpió en el cuarto el luchador. Mi primo, el mayor de todos, cuyos brazos eran el triple que los míos y que guardaban una fuerza hercúlea de la cual no quería poner a prueba, había llegado. Nos miró fuertemente a los dos, castigándonos ya con ese rostro duro y frío; sus cejas formaban un solo puente lleno de pelos negros de lo fuerte que tenía el ceño. Caminó hacia mí, y sin quitarme la mirada asesina, ordenó a su hermano menor que saliera del cuarto. Mi primito, ni tonto que fuera, salió raudamente de la alcoba. Me abandonó el muy cabroncillo.

—Tenemos que hablar— me dijo severamente.

—Si tene…

—Calla— me interrumpió—. Mejor dicho, tengo que hablar contigo. Así que tú escuchas, ok.

Asentí con la cabeza.

—Quién chucha te dijo que puedes rebuscar en mis cosas. Quien carajos te crees para agarrar sin mi consentimiento mis objetos privados, ¿ah? —Rugió el grandulón sujeto. Parecía un león rugiendo, juro.

Mi primo luchador en verdad estaba cabreado conmigo. Cuando mi primito me llamó con esa voz de espanto para decirme que me había echado la culpa pensé que exageraba en su temor. Pero no era así, su hermano mayor era un volcán a punto de estallar, y yo estaba por ser víctima de su lava ardiente. No dije nada. Como hombrecito que soy, callé. No dije la verdad, que su hermano menor fue el artífice de todo, que mi único error fue dejarlos ver una película para adultos pero que había una seria justificación para ello. Pero no, había empeñado mi palabra. Soporté con hidalguía todos los epítetos endosados por mi primo luchador. Prefería eso que verme entre sus brazos anchos y poderosos suplicando por mi vida. Mi primo luchador terminó su elocuente cátedra sobre lo que es la propiedad privada y de lo muy caro que se paga a aquel que ose con tocar sus objetos de mayor valor sin su autorización. Luego del bochornoso incidente, y claro, ya no sintiéndome cómodo, mudé de casa. Mudé esperanzado en encontrar tranquilidad y un lugar donde poder seguir estudiando; pasé a vivir con otra de mis tías políticas y sus dos hijos, que también son primos míos, pero la cosa fue peor. Luego de una sería de actos inesperados, resultó que mi tía política me tachó de pajero perpetra cortinas, pero eso, mis queridos, es otra historia.

El tiempo pasó, y como si nada hubiese ocurrido. Mantengo una muy buena amistad con mi primo luchador y con su hermano que, obvio, ya dejó de ser un mozalbete para convertirse es un gigantón que se gana el pan trabajando arduamente en la empresa de mi tío. No sé si en verdad se habrá corrido el rumor o no respecto a lo sucedido ese sábado de verano en que unos primitos míos muertos de miedo por ver una película de terror psicológico, decidieron aplacar sus temores con encendidas escenas carnales. O si mi primito, que ahora es un cabrón que me lleva dos cabezas, se armó de valor y le dijo a su hermano mayor la verdad: que él fue el ideólogo y estratega principal de perpetrar en las cosas privadas de su hermano y no yo. Ha decir verdad no importa, igual la fama que me han cargado propios y extraños, no mengua en nada el hecho sucedido hace ya, muchos ayeres. Sólo quería decirlo, punto: Yo no fui.

Lima, 25 de julio de 2014.

miércoles, 16 de julio de 2014

Ayer





AYER

«Hoy en un sueño te encontré, como un loco te besé y estrenamos nuestro amor…»

Hace años nuestros labios se conocieron y dejaste grabados en ellos tu nombre para toda mi vida. Te sigo soñando, sabiendo, aún, que mía ya no eres.

«Hoy lejos de la realidad conocí la eternidad en un abrazo tuyo…»

Allí, donde tú eres mi reina y yo tu rey, donde el tiempo no existe y el candor de tu cuerpo es mi reino, nos entrelazamos, nos fundimos bajo el fuego vivo que nuestros cuerpos ávidos  y sedientos reclaman. Nos unimos en un mismo ser.  

«Cómo me duele saber que esto es algo que sólo soñé; nos desgarramos de placer…»

El despertar de un nuevo día me avisa que todo fue producto de mi imaginación, que mi corazón pensó en ti, que mis latidos rugieron por alguien que ya no está a mi lado. Que besé con fuerza volcánica tus labios, que mis manos recorrieron un cuerpo ausente pero que obsequia vida a mi existir. La luz del amanecer me trae de vuelta a la realidad. Una realidad que no quiero vivir. Trato de aferrarme a tu imagen, a tu olor, pero el tiempo cruel hace su trabajo. Me destroza.

«Como una promesa quedó, nos juramos lealtad sin testigos; comprometimos el alma…»

La carpa de colores fue nuestro fiel guardián; cómplice de un amor juvenil, casi prohibido a los ojos ajenos. 

«Hoy me doy cuenta que te amé, que mi vida la dejé en un sueño que soñé ayer»

Ayer, al igual que hoy, me doy cuenta en que en verdad amé, que todo puse a tus pies, que volvería pasar este infierno de no tenerte por poder rosar tus labios una y otra vez. Pero todo duele, tu ausencia, tu distancia, tus labios y tu cuerpo cuando me entero que todo fue un sueño, un cruel sueño que me encanta soñar porque sé que ahí, donde el tiempo no manda, mía eres, por toda la eternidad.

 

 Lima, 16 de julio de 2014.

 

martes, 8 de julio de 2014

Y POR SUPUESTO, TODOS FELICES





Una de las cosas más bellas para el ser morboso y fútil es ver como los ‘grandes’ caen derrotados, y son humillados, mejor. Cuando vi el 3-0 a favor de los alemanes supe de inmediato que la ‘red social’ estaría llena de comentarios sobre, lo que es quizá, el peor juego de Brasil. Y no me equivoqué.

Hay, y doy mi vida en ello, quienes harán una fogata esta noche para celebrar,  NO LA VICTORIA ALEMANA, sino la triste derrota de Brasil ¿Es lo mismo? No, no lo es. Lo peor de todo es que esas chungas, gritos y alaridos llenos de una excitación retorcida vendrán de gente latinoamericana; gente que, cobijándose sobre los tristes y pútridos valores de la ‘PASIÓN POR EL BALONPIE’, gozarán con el llanto y la congoja que todo un pueblo, Brasil.

Hoy Brasil ofreció uno de sus peores partidos, y lo peor de todo, para ellos, claro está, es que recibieron una paliza bávara (NO BÁRBARA, OJO) en tiempos donde la tecnología impedirá que lo acontecido hoy sea olvidado por todo el mundo. Otras veces Brasil había sido goleado, pero de ello sólo queda el amarillo y borroso recuerdo que unos periódicos (si es lo que lo hay) pueden ilustrar. Hoy no, hoy hay internet; hay youtube, está el Facebook, y los Smartphone, herramientas, todas ellas, que serán utilizadas para recordar una y otra vez, como si se tratara de un juego maquiavélico,  que Brasil fue esclavizado por el exquisito juego alemán. Algunos dicen que por la ausencia de ‘Neymar’ Brasil no jugó bien; es cierto que un jugador influye en el equipo (SINO MIREN LO QUE HACE MESSI EN LA ARGENTINA), pero el lesionado Neymar no iba a parar el poderío teutón así estuviera al ciento por ciento.

No siendo especialista en la materia, pero si un fiel seguidor del buen fútbol, aunque malo practicándolo (MALÍSIMO, diría yo), me atrevo a decir que lo que pasó con Brasil obedece a dos cosas:

1).- La terca posición del DT carioca de no convocar a jugadores de alto nivel y riqueza futbolística; me refiero por supuesto, a las grandes ausencias como ‘Kaka’, ‘Ronaldinho’ y ‘Robinho’; quienes además de ser tremendos jugadores, tiene la experiencia de haberse curtido la piel en mundiales pasados. La inexperiencia le pasó factura hoy a Brasil. Pero claro, siendo que una de las atracciones principales de Brasil es Neymar y sus exóticos cambios e ‘looks’, no podía convocar a otros tantos grandes que le quitarían flashes y portadas al gran Neymar. Obvio, todo un producto del vendito Marketing.

Y,

2.- El no pasar una eliminatoria. Así es. Brasil por ser anfitrión no participó en las eliminatorias, es decir, no se chocó con Argentina, Uruguay, Chile, Venezuela, Paraguay, Colombia, Ecuador, Bolivia, y, bueno, Perú. Y eso, también le pasó factura. Está comprobado que una de las eliminatorias más exigentes y fuertes es la sudamericana. Por tanto, mientras Perú se enfrentaba a la Argentina, Brasil se medía con algún equipo de no mucha trayectoria en un encuentro ‘amistoso’. Hoy, esa falta de pericia, de encuentro arduo y duro, pasó factura.

Hoy apoyé a Brasil, cada gol dolió como un látigo, pero no sería justo decir que Alemania ganó de suerte o porque Neymar no estaba en la cancha. Sería mezquino dar tal afirmación. Los que gozan de la humillación del hoy caído, ojo, que mañana hay otro encuentro, y quizá, y muy a mi pesar, la historia se repita.

 

Lima, 08 de julio de 2014.

     

miércoles, 18 de junio de 2014

Poemario # 01





Qué ganas de pegarte con el látigo de mi indiferencia, y decirte cuánto te odio, por la ausencia de agallas por no decirte cuánto te amo.

Qué ganas de no haberte conocido para seguir soñándote.

Qué ganas de no verte para desearte más.

Qué ganas de no tener para anhelarte.

Qué ganas de no haberte encontrado para seguir buscándote.

Qué ganas de no haberte soñado para seguir construyéndote y darle rienda suelta a ese sentimiento, el cual deseamos y odiamos a la vez; deseamos por querer, y odiamos por cobardes.

Qué ganas de que te largues para retenerte, y hacerte el amor.

 

 

Lima, 26 de marzo de 2005.

 

Pensar en ti seria como un minuto en el infierno, preguntándome qué hiciste, qué haces, qué harás; si me extrañas, si me piensas, si me quieres, si amas, o peor aún, si estás con otra persona. Pensar en ti sería joderme la mente con preguntas sin respuestas; pensar en ti sería quemarme con las llamas del Hades de mis propios celos.

Pero pensar en ti sería como un minuto el cielo; saber que existes, que estás allí, aunque sea en mi mente, y que en ella nos amamos, nos queremos, nos deseamos. Pensar en ti es volar sin alas, caer y volver a levantarse. Pues pensar en ti quizá se lo mejor que tengo, aunque ya no te tenga.

 

Lima, 30 de marzo de 2005.

 

El amor…aquel sentimiento que nos hace reír, hozar, llorar, crecer, aprender, a tener y perder, pero el amor no hace ver lo débil, cobardes e independientes que llegamos a ser; pues nos aferramos tanto a una persona que al término de una relación solos nos queda el recuerdo, el cruel recuerdo de las cosas tan bellas que pasaron juntas.

El amor…tan cruel y frío como el invierno,

El amor…tan hermoso y cálido como la primavera,

El amor…malgama de sentimientos puros como impuros.

Si no hubiese conocido el amor en ti…no te extrañaría, no me cayeran las lágrimas al pensar en ti, no te anhelaría y desearía que vengas, que me busques, que me encuentres, y que me digas Te amo y que siempre será así.

Pero te conocí…y doy gracias por todo lo bello y lo bueno que fue nuestro amor; gracias por todo, y a ti también…

22 de mayo de 2005.



Perderte, es como perder la ilusión, la alegría, la vida…

Perderte, es como dormir sin soñar, como llorar sin lágrimas. Sería como un futuro incierto, y así de cierto, como que perderte sería perderme yo mismo.

Perderte sería como jurar sin lealtad, como prometer sin cumplir.

Como amar sin amor.

Sin fecha.

 

A veces no te amo, sólo te odio y no sabes el deseo de no haberte conocido nunca, pues era muy feliz sin ti, sin tus besos negados y sin tu exclamación fingida y barata de un supuesto paso por el paraíso.

Era tan feliz sin tu cuerpo, cuerpo que me es irresistible. Nadie como tú para hacerme café. Pero cuando entras a ese mundo lleno de misterios y engaños, me hartas, como cuando haces -según tú- cosas que no afectan, pero pura mierda, solo al ojo duele y tú como si nada, como si lo que hicieras o dijeras fuera perfecto y más aún con tu puta frase de mierda ‘Ya párala, ¿no?’

Te odio y en esos momentos solo quisiera bofetearte, pero ni eso me mereces. Dices que soy egoísta, pura mierda, pues date cuenta de las cosas, ya no me das un beso, te lo robo. Ya no te abrazo, te estorbo. Ya no te acaricio, te toco. Ya no te deseo, es lujuria. Ya no te hago el amor, solo sexo…

¿Amor?, ¿lo hay? O sólo es el temor de estar con alguien por no estar solos, o la simple, burda y patética idea costumbre de ambos…

Cuando te pones así, te aborrezco, y más cuando muestras esa estúpida pose de indiferencia, de ‘realeza’, como su uno te debiera reverencia, hasta por ese beso que se te cae y lo recojo, como ese fingir por un supuesto shock de ese orgasmo; orgasmo tan fingido como el amor que sientes por mí.

No sólo se siente con la piel, también con el corazón, y él no engaña, como lo haces tú, por sólo cumplir.

A veces no te amo, sólo te odio, pero más me odio yo, por odiarte por amor.

A veces no te amo, solo te amo

30 de junio de 2005.

 

 
 
 

 

 

 

 

miércoles, 11 de junio de 2014

115 KG






 

«Hola, mi nombre es lo de menos, tengo treinta y uno de años, soy abogado de profesión, casado, y tengo una enfermedad incurable. Padezco de obesidad»   

Si estuviera en un grupo al estilo ‘AA’ (alcohólicos anónimos) quizá esa hubiese sido mi presentación, mi saludo de bienvenida. Y debería haber agregado: «Y llevo siete años de sin comer chatarra».

No siempre fui el gordito de la familia. No siempre tuve caderas de vedete ni nalgas del tamaño de un poni. Miro fotos del ayer y veo a un niño dotado de salud, no veo a un niño rollizo con cara de papa y papada descomunal –cosa última que nunca tuve, felizmente-. Me veo normal hasta que cumplí nueve años. De pronto comencé a subir de peso, noté que mis pantalones no me cerraban, lo que era peor, a veces ni subían. Comencé a usar tallas que no eran para mi edad, dejé de usar jeans, pues no me gustaba cómo se me veían y no me sentía del todo cómodo conmigo; pero lejos de hacerle frente a mi gordura, me cobijaba en los dulces tentáculos de la comida chatarra.

Buena parte de mi existencia viví con sobrepeso, pero tampoco nunca me había sentido mal por ello. Incómodo sí, pero nada más. Cuando buscábamos una respuesta a mi volumen corporal, siempre se decía que era porque lo había heredado: «Viene de familia» comentaban. Y cierto es que un sector de mi familia son de huesos anchos y piernas bien despachadas, pero una cosa es tener huesos duros y otra cosa es ser gordo.

Yo mismo desconozco el hecho que me llevó a subir de peso de manera alarmante. Lo cierto que es disfrutaba de comer pizzas, tacos de longaniza, hamburguesas doble con queso y sus papitas fritas y, si había espacio, que siempre lo hubo, mi buena dotación de ‘Milkshake’. Como les dije, gran parte viví con sobrepeso. Gracias a ello, fui el centro de atracción de mis ‘amigos’, aquellos que se divertían a expensas de mi peso y talla.

‘Rotoplas’, ‘Siete ombligos’, ‘Ñoño’, ‘Seboso’, ‘Culón’, etcéteras, eran los apodos que mis cuates, mis chocheras, me endosaban todos los días. En mi época era conocido (en México) como «Carrilla» o «Chacota» (en Perú), hoy se le conoce como «Bullying». Así es. Como todo gordito ‘buena onda’, fui víctima del bullying. Yo no le prestaba mucha atención; a decir verdad pocas veces me incomodaban esos sobrenombres. Pero sí hubo veces en que me lastimaban esos cariños retorcidos, y más cuando venían de la persona que admiraba.

Dejé de usar jeans para usar los gloriosos y muy cómodos ‘pantalones cargo’. Fue como encontrar agua en pleno desierto árido. Fueron mi salvación por más de una década. Tenía más de una veintena de ejemplares de distintos colores. Hoy ni uno cuelga en mi ropero.

Cuando cumplí 16 años y regresé a USA, me sentí normal de nuevo. Ver por la calle a mastodontes andar en dos piernas y luego verme en un espejo, me hacía sentir anoréxico (que no lo estaba, claro es). Pese a tener un peso no agradable, no fue obstáculo para poder enamorarme o enamorar alguna fémina. Todo lo contrario. He de decir, con cierto orgullo, que mi peso no fue ningún obstáculo para atraer a mujeres guapas y requeteguapas. Pero por supuesto que me sentía intimidado cuando salíamos por la calle y veíamos al clásico ‘mamilas’ con ropita a lo ‘Slimfit’ con jean hechos a su medida. O cuando íbamos a la playa, no faltaban los ‘Surfees’ con sus pectorales cuadrados y sus abdómenes desprovistos de grasa que presumían unos ‘six packs’ de miedo. Nunca me quitaba el polo.

Si bien no tenía problemas visibles de salud, salvo mi ostentoso trasero de hipopótamo en reposo, nunca me sentí cómodo del todo. Como buen amante de la tela, gustaba de los ternos y las camisas. Me compraba ternos de tres y dos botones. Nunca me quedaban como al sujeto que los modelaba en la portada. Es como cuando vas a la peluquería, miras el catalogo y pides un corte de pelo. En verdad no quieres ése corte de pelo. Quieres verte como el cabrón que lo tiene (Guapo, nariz fina, mandíbula fuerte, orejas parejas, labios de encanto y mirada de niño bien portado. ¡CHALE!). Cada vez que me ponía el pantalón, rezaba porque este subiera. Y cada vez que me ponía el saco, suplicaba que este cerrara. Al verme al espejo veía una botella de culo ancho invertida. ¡Un asco total! Pero eso sí, bien elegante.

A los 17 comencé a vivir sólo. Me dedicaba a estudiar leyes y hacer la tareíta. Mi morada era un cuarto amplio pero vacío de cosas saludables. No tenía refrigeradora y menos una cocina. Mis desayunos eran dos sándwich con jamón y queso más mermelada de fresa encima. Y obvio, mi buena taza de café. Por la tarde, a la hora de almuerzo, mi menú podía ser una pizza de ocho rebanadas, una hamburguesa doble con queso, o medio pollo a la brasa con sus papitas. La cena iba desde repetir el menú de la tarde, hasta comer únicamente ‘Doritos Nachos’ con su gaseosa bien helada. Eso sí, gaseosa light. Digo, había que descuidar la figura.

A mediados del 2007 una tía mía, preocupada por mi peso, me invitó ir al nutricionista. En verdad estaba preocupada por mi talla. Fuimos y el doctor me pesó en su báscula. Tomó apuntes y se sentó tras el escritorio. Mi tía aguardaba la respuesta de manera ansiosa. Yo no.

«115 kilos», dijo el doctor en tono preocupante.

Abrí mis ojos como platos mientras un riachuelo de agua helada surcaba mi espalda. El doctor comenzó una charla sobre los hábitos alimenticios y la sana comida. Me explicó lo siguiente, pues sus palabras se gravaron en mi mente:

«Tienes 115 kilos. Mides 1.71 cm. Deberías pesar 68 kilos, máximo 73 kilos. No lo parece, pues tu volumen no refleja lo que realmente pesas. De hecho no sientes las consecuencias de tu peso porque eres joven. Pero tienes la presión arterial por las nubes. Y en cualquier momento puedes sufrir un paro al corazón por la grasa que rodeada a este órgano (ilustró la imagen con su puño y la palma de su mano). Amigo, tienes obesidad mórbida», sentenció sin endulzar las malas noticias el nutricionista.

Luego de un amargo y sepulcral silencio, le pregunté qué podía hacer al respecto. «Hay dos opciones», dijo. O seguir acumulando peso, o cambiar tu estilo de vida.

Me incliné por lo segundo.

Ordené mi vida alimenticia e hice un juramento conmigo mismo. Me despedí de las comidas rápidas y las porquerías que venden en las tiendas. Le dije adiós a todo lo que me gustaba. Y no me arrepiento.

Los primeros 28 días bajé diez kilos. Mi rostro, mis brazos, mis caderas, mi panza, mis piernas y mis nalgas adelgazaron de inmediato. Ahora pesaba 105 kilos. Pero no era suficiente. Al mes siguiente bajé 8 kg más. Ahora pesaba 98. Tuve que cambiar de ropa de manera alarmante. El sastre de mi cuadra se volvió mi mejor amigo y yo su mejor cliente. Le llevaba pantalón tras pantalón para que le metiera por aquí y por allá. Lo mismo con las camisas. Yo feliz.

Pero seguía sin ser suficiente. Mi meta era los 70 kg que debía pesar según mi altura. Al mes siguiente bajé únicamente 7 kg. La cosa se ponía difícil. Mi organismo ya no respondía con la misma rapidez que las primeras veces. Pero no doblegaría. Dos meses y medios después perdí 11 kg. Pero no era suficiente. Me faltaba bajar otros 9 kg. Pero no los pude bajar. Al menos no de inmediato.

Pero caray, había logrado bajar 36 kg en casi seis meses. Era otra persona distinta a la que inició el tratamiento. Mis amigos se sorprendían al verme, yo me sentía más cómodo que nunca. Luego de casi 17 años volvía a usar un jean en mi vida. Y si bien no me quedaba como al modelo que los presumía, al menos me cerraba. Y eso, era ganancia.

Pero no fue fácil bajar de peso. El nutricionista me dio una dieta balanceada y unas píldoras para controlar la ansiedad. Me dijo claramente que sufro de un trastorno alimenticio, «Y eso no se cura. Se controla», precisó.

Tengo más de cuatro años sin probar una hamburguesa. Hoy no me haría daño comer una, pero no me llama la atención. Tengo más de tres años sin probar una rebana de pizza, tampoco me haría daño, pero no me apetece. Tomó 5 litros de agua diaria. Como tres veces al día. Respeto mis horarios de comida. Ya no hago lo que hacía antes: «Si no tomé desayuno, entonces tengo derecho a almorzar doble. Si no almorcé, entonces tengo derecho a cenar doble». Ahora si por A o B motivo me quedé sin almorzar, ni modo, como una manzana y listo.

Cuando con mi esposa vamos a una cena familiar o algún encuentro y hay comida de por medio, comida que sé me hará mal, me disculpo y declino el plato. «¡Ah la dieta!», dicen, me enchuecan la mirada y siguen su rumbo. Sé que es feo y puede verse como falta de cortesía el no aceptar un plato en una reunión familiar. Pero ‘ellos’ no saben en verdad cuánto tuve que sacrificar y cuánto tengo que seguir sacrificando. Yo no tengo una dieta mágica; yo no vivo de dietas. Yo tengo un nuevo orden alimenticio en mi vida. Simplemente le di frente a la enfermedad que tengo, y no la he vencido, la he controlado.

Cuando amigos y familiares vieron la cantidad de peso que bajé, comenzaron dos cosas. Una, a preguntarme por la dieta mágica. «Pásame tu dieta». Dos, las críticas. «Estás muy delgado. Pareces enfermo»        

En cuanto a la primera: todos me preguntaban sobre la dieta (y a decir verdad, lo siguen haciendo). Otros me preguntaban si me había sometido a alguna operación. Los que me conocieron de robusto se alegraron por mí y mi nueva figura. Los que recién me conocen ni cuenta se dan que era obesito. Y es que debo agradecer que pese a que era un tamalón andante, nunca tuve papada y mis brazos nunca fueron gelatinosos. ¡La libré! 

En cuanto a la segunda: casi toda mi familia, a excepciones de padres y hermanos, la cosa estuvo dividida. Hubo quienes aplaudieron la tenacidad y la decisión de bajar de peso. Pero hubo otro sector filial que lejos de festejar conmigo, lanzaron sus lanzas contra mi nuevo peso. No siendo nutricionistas ni especialistas en la materia, criticaban abiertamente mi actual figura al grado de señalar que estaba enfermo. Lo curioso de todo ello es que daban por cierto que sí estaba enfermo. Tan fue así que en una ocasión llamaron a mi madre, que radica en USA, para contarle que ‘toda la familia’ estaba preocupada «Es que no se ve sano», le dijeron. Alarmaron a mi pobre progenitora.

Es raro. Si daban por cierto que padecía de algún mal, o de algo que me haya consumido la grasa… ¿por qué no se preocuparon por mí directamente, es decir, por qué no se tomaron la molestia de indagar sobre mi salud? Lo chistoso del caso, es que la mayoría que me lanzaba esos adjetivos eran (y son) personas que difícilmente pasarían un examen físico con soltura, y con holgura.

¡Vaya que se mira la paja en el ojo ajeno!

Con ello aprendí que no a todos puedes tenerlos contentos. Hay quienes te criticarán por ser gordo y hay quienes te darán con palo por ser flaco. Lo importante en verdad es que uno mismo se sienta bien.

Bajé de peso por un tema de salud. Y bueno, también porque a los primeros que se los carga la chingada en un desastre natural es a los gorditos, o a los primeros que se saborean los muertos vivientes son a los orondos sujetos,  sino, miren las películas de Zombis. Al primero en engullirse siempre es al entrado en carnes. Me siento bien y me gusto cómo me veo. No soy el papacito del vecindario, ni tengo el abdomen de ‘Gerard Butler’ que tanto encanta a mi cuñada, pero me agrado. La verdad, no hay nada más rico que ir a una tienda de ropa, probarte un jean, que este suba, y  que cierre. Como si te hubiese estado esperando desde que salió de la fábrica.

El camino no ha sido fácil, y aún hoy en día, tras siete años de arduo trabajo, tampoco lo es. No como comida chatarra, pero no significa que no se me antoje; tengo mis debilidades, y son precisamente esas debilidades las que debo tener lejos de mí.

Hoy en día soy una persona que camina a gusto por la calle. La ropa que me gusta es la ropa que me queda. Entreno todos los días en el gym (de 6am a 7am), por las noches hago cardio y quince minutos de abdominales. Corro 5 kilómetros en 30 minutos —para alguien que ha sido operado de la rodilla dos veces, es como ser Usain Bolt—. Mido 1.71 y peso 70 kilos. Hay personas que me piden consejos para bajar de peso y me ruegan por la dieta milagrosa.

Señores, no hay dieta milagrosa. Quieres tener una buena vejez, entonces jubílate desde joven. Hay quienes me tachan de aburrido porque no fumo, no tomo, ni me juergueo como ellos. Cuando lleguemos a viejos (si es que el Todopoderoso lo permite) veremos, entonces, el resultado.

Ahora, si tanto insisten con la dieta…

La mejor dieta para bajar de peso es: LA DISCIPLINA, ACOMPAÑADA DE UNA GRAN FUERZA DE VOLUNTAD.

«Mi nombre muchos ya lo saben. Tengo treinta y uno de años, soy abogado de profesión, casado, y tengo una enfermedad incurable. Padezco de obesidad. La he controlado. Y soy feliz»

 

Lima, 11 de junio de 2014.   

miércoles, 4 de junio de 2014

LA ACTRIZ ASUSTADA, Y EL PAJERO DEL ‘METRO’






Hace unos días un degenerado no tuvo mejor idea que bajarse el cierre y masturbarse a espaldas de señorita que se hallaba en el ‘Metro’ de la ciudad de Lima. La muchacha al darse cuenta de tamaño incidente, decide valientemente hacerle frente al enfermo sujeto. En un determinado paradero de la estación, ambos bajan del transporte público y, gracias a las cámaras de seguridad, se aprecia cómo una chica notoriamente afectada le para el macho al pájaro y le planta dos bofetadas. La gente, que camina como si el reloj los devorase, no se sensibiliza con la menuda mujer y, lejos de prestarle ayuda, siguen su empresa.

¡Indignante!

La acosada mujer no es auxiliada por nadie y el tipo, al ver que nadie más lo increpa, sale como si nada hubiese pasado y sigue con su vida ‘normal’.

Sin embargo la cosa no quedó allí. La mujer en cuestión es una actriz de perfil bajo pero más actriz que muchas de las que adornan nuestra televisión basura; se trata de Magaly Solier, actriz principal de la película peruana ‘La teta asustada’.

Magaly, no conforme con obsequiarle dos soplamocos bien puestos al primitivo acosador, decide ir a la Central de Radio de ‘RPP’; uno de los noticieros radiales (y televisivos) más sintonizados en el Perú. La actriz brinda su manifestación visiblemente afectada. Con lágrimas en los ojos y con la voz quebrada, cuenta a detalle la pesadilla matutina que le tocó vivir. Todos en el set, indignados. Y no era para menos: verla toda fina, delicada, quebradiza, hierbe en la sangre en sólo hecho de imaginarse la porquería que la pobre vivió.

Como era de esperarse, y como es costumbre en nuestro medio comunicador, la noticia sacudió las fibras más delicadas de todos los ciudadanos limeños. Personajes de televisión, de la  política, de las fuerzas policiales, etcétera, brindaron su apoyo a la afectada actriz y repudiaron el acto bajo del enfermo sujeto. También, todos, se pusieron la capa de ‘Superman’ y salieron a las redes sociales para consolar a la desdichada actriz y llenar de insultos y epítetos rojos al cochino y depravado hombre que se masturbó en el Metropolitano.

Lima conmocionó.

Con ayuda de un software ostentoso, la policía pudo identificar —en curioso tiempo record, debo agregar— al puñetero que hasta hace un rato era anónimo. Dieron con su nombre, edad, estatura, domicilio y hasta con la primera carta que le escribió a ‘Papá Noel’ (Sorry, exageré). Al tiempo que daban con el descarriado sujeto, la actriz se encontraba en la Comisaria del sector asentado la denuncia correspondiente. Los flashes, cámaras y reportes asediaban el lugar. ¡Obvio! La actriz que protagonizó la película (‘La teta asustada’) que nos llevó a ser nominados al «Oscar» había sido víctima de un enfermo sexual que no dudó ni un segundo en bajarse el cierre y autocomplacerse a expensas de la actriz.

¡ESTO ES NOTICIA!

Luego, el portavoz de la comisaria, un sujeto con cara de puñete, bigote espeso, corte militar y con panza de orangután viejo, enfatiza y asegura a la población que lo ocurrido con quedará impune, que caerá sobe el individuo todo el peso de la ley. «Y a las damas se les recomienda no callar cuando son víctimas de acoso sexual. Denuncien que la policía está para protegerlas», sentenció el barrigón que presumía varias insignias multicolores en su traje de oficial.

¡BRAVO, LA POLICÍA SÍ QUE ES NUESTRA AMIGA!

O al menos eso te enseñan en el colegio.

Pero dato curioso, y que fuera proporcionado por las fuerzas del orden, el sucio sujeto había sido denunciados tiempo atrás por el mismo hecho: acoso sexual. ¿La agraviada? Una mujer común y corriente, de perfil bajo y (seguramente) sin ningún apellido europeo o con contactos en las altas esferas políticas y televisivas. ¿Entonces, dónde está la policía? ¿Por qué la denuncia no fue derivada al Ministerio Público? Y si fue derivada a la Fiscalía…¿Por qué está libre el chaquetín urbano?

Suena a chiste cuando la policía te dice que debes denunciar la agresión o cualquier acto de violencia ya que ellos estarán ahí para protegerte. Así como la chica anónima denunció al mismo sujeto que hace unos días acosó a la nombrada actriz, hay miles de mujeres (y hasta varones) que pasan por lo mismo, pero que su caso no revestí mayor importancia porque son unos NN, y como son unos ‘donnadie’, pues no atraen la atención que la policía desea. Entonces al no tener la atención que buscan, no actúan como deben hacerlo porque nadie se los aplaudirá.

 ¡VAYA AMIGA POLICÍA QUE TENEMOS!

Por supuesto que es reprochable lo hecho por el enfermo, es una pena que Magaly Solier, así como cualquier mujer, haya pasado por un acontecimiento tan bajo y ruin, como es la de ser acosadas sexualmente. Pero es más reprochable todavía que vivamos en una sociedad miserable donde nadie te brinda la mano, pues NADIE ayudó a la actriz cuando ella se enfrentó a su agresor, todos pasaron de largo. Pero es asqueroso, aún más, que cierto barrigón salga a la televisión y te invite a denunciar las agresiones propinadas, cuando ellos mismos son lo que permiten que esos ‘agresores’ estén libres como si nada hubiese pasado. Tener una policía inoperante, incompetente, que sólo espera que algún hijo de Ministro, Congresista o algún renombrado actor o actriz haya sido ultrajado para recién actuar, es una porquería tan o igual de repudiable como el pajero que atacó a la actriz Magaly Solier.
 

¡APESTA!


   Lima, 04 de junio de 2014.