miércoles, 13 de agosto de 2014

LOS XV DE MI HERMANA





 

Mi hermana había cumplido quince primaveras y, como toda chica crecida y criada en México, quería su fiesta de XV años. Y la tuvo. El «Circo Hermanos Vázquez» se encontraba de gira por Estados Unidos de Norteamérica, y nosotros acompañábamos la gira junto con otros tantos artistas más. Se contrató a una empresa que se encargó de todo respecto a la decoración, filmación, fotos, tragos, bocados, música, y todo detalle por mínimo que pareciera. A mi hermana se le confeccionó un vestido hermoso, blanco, con un escote moderado y muy ceñido de la cintura. Una verdadera muñequita de torta. Mis amigos, los más cercanos, y más acorde a mi edad —que por aquel entonces tenía 17 años— sirvieron de Chambelanes. Yo, por ser el hermano mayor, fui elegido como el ‘Chambelán Principal’, ese que va vestido de color distinto a los demás para marcar diferencia. Se contrató, además, a un coreógrafo para que preparara dos bailes: el Vals, y un baile moderno. «Salome», de Chayanne, fue la canción escogida. Al término de las funciones que el circo ofrecía a los parroquianos, nos quedábamos dos o tres horas ensayando los pasos de baile. Yo estaba feliz y emocionado, pues era la tercera vez que fungía de chambelán, sin embargo, las dos primeras nunca cumplí con el cometido. La primera vez que me eligieron chambelán fue para los XV de una prima lejana, pero sólo fui elegido, nunca participé como tal ni ensayé bailes ni nada de nada, ¿Por qué?, bueno, mi prima lejana cumplía sus quince y yo tenía doce, era enano, rollizo y torpe con los pies. Obvio, la festejada no quería ver opacada su fiesta al tener a un ‘hobbit’ como catrín. La segunda vez que fui elegido chambelán fue para los XV de mi prima hermana, asistí a la mayoría de los ensayos, pero ella y sus demás chambelanes vivían en otro circo, y en el que estábamos nosotros mudó a otra ciudad, y me fue imposible de seguir con los ensayos. Pero ahora no había excusas ni peros que valgan, eran los XV de mi hermana y yo sería el noble chambelán.

Todos los chambelanes fuimos a una tienda especializada al norte de Los Ángeles, en California. Nos tomaron las medidas de los sacos, de los pantalones y de todo aquello que tenía que tomarse medida para estar regios en la presentación. Faltando dos semanas para el gran día cuando sufrí un percance en la rodilla izquierda; casi no podía moverme y menos, obvio, bailar. No me quedó más remedio que decirle adiós a mi tercera (y a la fecha última) convocatoria de ser elegido chambelán. Mientras yo lamentaba semejante chasco, mi hermana estaba feliz ya que mi amigo, un argentino él, alto, delgado y pintón, tomó mi lugar. Así que como verán, con mis treinta y uno acuestas, y siendo tres veces elegido chambelán, la vida se ha encaprichado conmigo y me ha negado tal experiencia. El gran día llegó; mesas adornadas con tonos blancos y rosas, globos multicolores gravados con el nombre de mi hermana y sus quince abriles adornaban el evento. Ornamentos florales ocupaban el centro de las mesas. Los invitados, todos, vestidos con traje y corbata; las damas, guapas todas, presumían con picardía sus vestidos de cola larga. El cura, un viejo alto de cara marchita y medio doblado había llegado antes de lo pedido, así que como quien no quiere la cosa, esperó su turno al lado de la botella de vino. Para cuando le tocó dar el sermón y el brindes de honor, el presbítero se haya con sus aguas encima, así que su discurso, además de extenso y aburrido, fue inteligible gracias a lo suelta que tenía la lengua de tanto chupar: las palabras le salían raudamente, como grifo malogrado.

El ritual típico de los XV se realizó. Mi padre presentó en ‘sociedad’ a mi hermana. Su madrina de corona se acercó a ella y, en un acto de sumisión, la coronó como princesa. Mi padre, luego de las palabras de agradecimiento, se inclinó a los pies de su hija, tomó su talón e hizo el cambio de zapato. Desde ese momento y para siempre, y según las férreas costumbres mexicanas, mi hermana había pasado de niña a mujer. Mi madre, mis tías y casi toda el público femenino estaban al borde del llanto. Acto seguido papá bailó el vals con mi hermana, quien hipeaba de alegría. Luego de unos cuantos segundos se acercó el chambelán principal hacía papá, le tocó el hombro y pidió bailar con mi hermana. Es una forma educada de decirle al progenitor de la festejada: «Órale, a chingar a su madre…» Luego mi hermana bailó con todos sus chambelanes respetando religiosamente los pasos impartidos por el maestro coreógrafo. Yo, sentado, en una esquina, era fiel testigo de la algarabía que se haya en el centro de la pista. Me alegré por mi hermana, claro, pero también me haya molesto con la vida y las circunstancias. Maldecí el momento en que me lastimé la rodilla izquierda. Y es que era mi momento, la ocasión perfecta para demostrarle a la comunidad circense que había dejado de ser torpe con los pies y que tranquilamente podía ganarme la vida como bailarín exótico. Bueno, no tanto. Pero por lo menos podía dejar en claro que no era un imbécil incapaz de moverme al ritmo de música. Pensé que para mí sería una noche más en la que me tocaría ver cómo los demás se divertían, y yo, como casi siempre, solamente como espectador. Pero no fue así. La noche, a cambio de mi imposibilidad de bailar, me compensó con algo que no había previsto y menos planeado. Algo que jamás de los jamases se me hubiese imagino. Dice el dicho que cuando una ventana se cierra una puerta se abre. Y eso es lo que pasó.

La fiesta de los XV de mi hermana transcurrió como toda fiesta de quince transcurre, entre bailes y tragos. Una vez que todos los chambelanes hubieron valseado con mi hermana fue el turno para los invitados. Uno por uno, sin importar edad, tamaño y belleza, esto último lo más carente, formaron cola para danzar con la festejada; algunos ya entrados en alcohol pisaban los pies de la quinceañera, pero mi hermana, cual princesa diurna, supo salir airosa ante los dolorosos pisotones, siempre mostrando una sonrisa complaciente, pérfida, sin alma, pero eficaz. Al otro lado de la esquina yo, rezagado, abandonado, distanciado, viendo a mis amigos e invitados disfrutar de la pachanga. La fiesta duró alrededor de cinco horas. Ya en la agonía del festejo pequeños grupitos comenzaron a formarse, los mozos o meseros iniciaron la recolecta de los enseres que se habían contratado. De fondo, casi imperceptible e innecesario, arrullaba una canción trágica de algún grupo norteño. Mi madre con mi hermano menor, o el que era el menor ese momento, se fueron a dormir, papá se quedó con lo que quedaba de invitados, la mayoría de ellos amigos y compañeros del propio circo. Mi hermana estaba con sus amigas y con su séquito de chambelanes. Papá, viendo que no me había integrado a ningún grupito social, me ordenó vigilar que los meseros tuvieran cuidado con el embalaje de los adornos y enseres. Fue entonces cuando sucedió. Una silueta delgada, vestida de negra y curvas generosas se acercó a mí. No hacía falta adivinar quién era, lo sabía. Era una amiga de la familia, esposa de un caballero que por años se desempeñó como artista de circo pero que ahora, lejos de la pista, formaba parte de la administración del circo Vásquez. Me llamó por mi nombre. Me pidió amablemente que la ayudara a llevar a su retoño a su casa rodante, o como lo llamamos nosotros los cirqueros, al ‘Tráiler’. «Es que mi esposo está algo tomado», fue su excusa. Y no dijo ‘mi esposo’, sino el nombre de éste, pero el nombre del susodicho es lo de menos en esta historia. Alcé la mirada y vi que el cónyuge de melena larga y negra se hallaba en el mismo círculo que en el de papá. Era sabido por todo el circo que el esposo de la solicitante no era ebrio, pero que gustaba del trago de vez en cuando. Le dije que con mucho gusto la ayudaría. Fuimos hasta donde reposaba su rubicundo hijo; estaba postrado en una improvisada cama hecha por dos sillas, y como frazada tenía el saco de su madre. Lo cargué y lo acomodé sobre mi regazo, y, sin más ni más, seguí los pasos la apetecible mujer.

Ella no era de circo, de hecho no tenía linaje circense. La menuda mujer fue una vez al circo, vio trabajar al que hoy es su esposo, lo vio mostrando sus habilidades en la pista y de inmediato quedó flechada. Lo buscó al término del show e inició una conversación con él. Se hicieron novios, luego esposos y, como toda fémina que se enamora de un cirquero, se unió al extraordinario mundo del circo siguiendo a su marido abandonando sus estudios universitarios. Poco a poco fue integrándose a los actos del show. Primero salió a la pista a adornar, sirviendo de edecán a su esposo mientras este presumía su acto al público asistente; entonces  ella, quebrado su caprichosa figura y exagerando una sonrisa llena de dientes, alcanzaba los instrumentos que su esposo utilizaba. Luego, gracias a las virtudes corporales con que Dios la dotó, fue llamada para formar parte del ‘staff’ de bailarinas del «Circo Hermanos Vázquez» que, en honor a la verdad, no era tan exigente como lo es hoy. Luego de trece años de casada y once como bailarina, se hallaba de guía conmigo, llevándome hacía su carromato como animal de carga soportando a su primogénito sobre mi pecho en una noche fría y oscura como los ojos de un lobo luego de que la celebración de los XV años de mi hermana hubo terminado.

Entramos a su modesto remolque. Dentro, todo era lóbrego y álgido. Mis ojos no alcanzaban a ver más allá de mis brazos, los cuales comenzaban a sentir cansancio de soportar trece kilos dormidos. La bailarina me tomó del codo y, en una perfecta memoria de quien conoce su casa como la palma de su mano, me llevó hasta la cama del menor. Me dijo que lo acostara, y así lo hice. De a pocos mis ojos se fueron acostumbrando a la negrura que reinaba en la casa rodante. Sentí los tacos de la mujer alejándose de mí. Sin pedírmelo, y por sentido común, cogí una frazada y se la puse al niño, quien sólo atinó a acurrucarse entre sus brazos, buscando calor entre sí. A mi espalda se encendió una luz, venía de la sala del tráiler. Fui hasta allá tratando de hacer el menor ruido posible. Al llegar a la sala no vi a la edecán por ningún lado. Entonces, sintiendo que ya había cumplido con mi deber, dije en voz queda, pero lo suficientemente fuerte para ser escuchado, que me marchaba. Abrí la puerta del refugio artístico y cuando estaba por pisar el primer escalón una voz suave, casi melodiosa, me decía que esperara, que no me vaya. Volteé pero no vi a nadie. Era obvio que la advertencia venía de la menuda mujer, de quién más sino. Me quedé parado, esperando, con un frío y algo incómodo. Nunca me ha gustado estar en casa ajena, y menos si estoy sólo con la esposa de alguien. Una luz en la que no había reparado se deslizaba por el espacio delgado que separaba la puerta del baño con el piso del tráiler. Una sombra bailaba de aquí para allá. La luz se apagó al tiempo que la puerta de servicio se abría pausadamente. Una figura femenina apareció ante mis ojos. Era la misma persona que me había pedido el favor de cargar a su hijo hasta su remolque, pero en esta ocasión, la dama de cintura delgada y pechos medianos se hallaba completamente desnuda.

Yo estaba helado; no sabía qué hacer ni qué decir. Ni siquiera me atrevía a bajar la mirada para echar un vistazo a sus encantos, pues un pudor súbito me lo impedía. Estuvo de pie por unos segundos, luego se acercó a mí con tímidos pasos de gata. Al andar derrochaba sensualidad; sus modestas pero atractivas caderas se bamboleaban con cada paso, se hamacaban de un lado al otro, danzando como danza el agua cuando es agitada. Su mirada era desafiante, me fusilaba, me atravesaba con lisura desbordante. Sentía un ardor creciente en mi estómago, pese a ello, seguía inmóvil. «Me tienes miedo», dijo en tono burlón. ¿Tenía miedo? Sí, tal vez, pero no de ella, aunque no voy a negar que sorprendía el cuadro que tenía frente a mis ojos, tenía miedo de que en cualquier momento su marido irrumpiera por la puerta, viera a su mujer en traje de eva y a mí apreciando el desabrigo de su esposa. ¿Cómo explicarlo? Ni modo que fuera un liberal espontaneo, una de esas personas que disfrutan y gozan ver a su mujer en manos de otro, haciendo lo que por ley y costumbre le toca al marido. No, no lo era. O al menos yo lo ignoraba.

Su mirada llena de impudicias no dejaba de retarme. Como leona en acción, me tenía al asecho. A fuera, el ambiente era reinado por una noche estremecedoramente fría. Podía escuchar los pasos de los invitados regresando a sus aposentos rodantes que colindaban con el habitáculo en el que me hallaba. O quizá no había nadie regresando de la pachanga quinceañera, tal vez todo era producto de una mente intranquila y nerviosa. Quizá no era para tanto, total, lo único que había pasado es que la esposa de un amigo de la familia se había desnudado ante mí y me miraba como si yo fuera un trozo de carne recién azada. «Tranquilo», me dijo, y, adivinando mis temores, agregó, «Mi esposo demorará en regresar. Lo conozco. Cuando agarra trago no hay quien lo pare». Se acercó totalmente a mí, sentí cómo sus pechos se unían a traje de catrín que llevaba puesto. Los dedos de mis manos comenzaron acariciarse entre sí queriendo calentarse en un acto de gentileza ante el cuerpo falto de ropa que la noche, a cambio de no ser chambelán de mi hermana, me estaba obsequiando. No puedo negar, pues sería hipócrita de mi parte, que deseaba tocarla, zambullirme en esa piel blanca con pecas perfectamente alineadas, tomarla entre mis brazos y, por fin, estrenarme como hombre. Digo, tenía diecisiete años, ¡Por todos los cielos! Qué joven a mi edad, o a esa edad, no mantuvo en sus más retorcidos y húmedos anhelos poder estar con una mujer mayor; yo sí, y ese era el momento. Pero no era tan fácil como despojarse de la ropa y entrar en acción, no, no lo era.

Sus delgados dedos recorrían senderos nunca antes explorados; en mi pecho sentía el latido de mi corazón como caballo en pleno galope, el recurrido de mi sangre incremente con mayor candor a cada tacto que ella me brindaba. Me sentía como lava ardiente, «Sé que me deseas», susurró. Y acariciando mi oído con sus labios colorados me dijo «Te he visto, te veo todos los días cómo te me quedas mirando cuando salgo a la pista». La declaración me dejó boquiabierto. Sin estarlo, me sentí desnudo. Habían descubierto mi pequeño secreto, secreto que era conocido por mis más allegados amigos. Cierto era que cuando las chicas del «ballet Hermanos Vázquez» se lucían en la pista del circo mostrando con limitada destreza las coreografías repetitivas, ahí, fiel, leal, incondicional, admirador eterno, como gárgola empedernida, estaba yo. Pero no era a la mujer desnuda que se hallaba frente a mí a quien apreciaba, no, era a otra, una cuya belleza sinigual me cautivó desde el primer momento en que la vi, una mujer cuyo esplendor y hermosura lánguida no obedecía, en lo absoluto, a su tosco nombre. Pero era casada, tenía en su haber dos hijos y, por si fuera poco, era esposa de otro amigo de la familia.

Su cuerpo pequeño, quebradizo pero basto, estaba mi merced. Era como un regalo de navidad adelantado, lo único que tenía que hacer era disfrutarlo. Aun así, un ligero sentimiento de culpabilidad infantil me hincaba el cerebro. Cómo jugarle mal a un amigo de la familia, a una persona que me cargó en sus brazos cuando aún me alimentaba de la teta de mi madre, alguien que incluso, según me cuentan, conoció a mis padres muchos antes de que yo naciera, o como él, con su dejo porteño y elegante, decía: «Eh, te conozco desde antes que estuvieras en el huevo de tu papá» Sin embargo una cosa era cierta, yo no había nacido para ser Santo, ni para ser un beato encerrado en cuatro paredes, y un bulto prominente, duro, recio, que se asomaba por mi pantalón, así me lo confirmaba. Ella rompió el protocolo usual, tomó la iniciativa y se apoderó de mis labios. Los besaba ferozmente delicioso, jugueteaba y piñizcaba como lo hace un cachorrito que recién aprende a masticar. Al inicio no respondía sus besos, pero tampoco quería que pensara que era un pobre imbécil que, además de mocoso, era inculto en cuanto a los placeres sexuales. Así que yo, hombre al fin y al cabo, nacido bajo el sello natural del pecado carnal, me entregué sin limitaciones a los deseos pecaminosos que la dama exigía.    

Nuestros cuerpos atrincherados, entregados en un encuentro bélico, forcejeaban sin tregua, sin piedad. Ella, con la pericia de años aprendidos, recorría mí ser con caricias endemoniadas. Yo, joven y falto de técnica, decidí sumergirme en sus pechos blandos, bebiendo de ellos el néctar ajeno, aquel que fue prohibido por Dios al decir «No desearás a la mujer de tu prójimo» Pero yo no andaba en falta, yo no la busqué ni busqué la situación, ella me sedujo con esos ojos ligeramente rasgados; ella inquietó ese ser inerme, precoz e indefenso que se hallaba abandonado en una esquina, siendo una mosca más, un invitado sin gracia. Yo no pecaba, Dios no contempló esa sanción para el varón, y donde no distingue Dios, no distingue el hombre.

La casa rodante, aquella cuyas granjas de colores pasteles hacía la distinción de otros, se había convertido en nuestra cueva adulterina, una madriguera que, al cabo de minutos alzados, se había convertido en una sinfonía de quejidos asmáticos, de cuerpos lúbricos encontrándose por primera vez bajo un cielo encapotado. Nuestros cuerpos se habían unido en uno sólo, poniendo a prueba la resistencia de la casa rodante. Yo era un volcán de frenesí, que ardía en deseo de quemar sus adentros con lava novel.          

 Esa noche —donde dos sujetos se habían embriagado en una atmosfera pecaminosa, donde el infortunio tocó mi hombro y me dijo que no sería chambelán de la quinceañera —algo mágico pasó. Esa noche fría me reveló que no sólo mi hermana había pasado de niña a mujer.  

Lima, 13 de agosto de 2014.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario