Cuando llegué al Perú,
para someterme a una operación de rodilla, y luego para estudiar leyes, fui
recibido por mi familia materna con bombos y platillos. Todos, sin excepción,
celebraban a viva voz mi retorno al Perú luego de años de ausencia. Yo estaba
emocionado, muy feliz de ver las expresiones de algarabía de tíos y primos por
mi reciente llegada. Tenía 17 primaveras acuestas.
Para ilustrar un poco
más esta pequeña aventura, he de iluminar al lector que mi familia, por ambos
lados, es numerosa. De hecho tengo ‘primos hermanos’ que podrían ser mis
padres, y tíos que podrían ser mis abuelos. A lo que primos se refiere, somos
muchas generaciones, como bien dije, tengo primos que me doblan la edad y que,
así ha quedado plasmado en fotos del ayer, jugaban con mi madre a los juegos
que se jugasen en los 70’s. La generación X, es decir, aquellos primos que
nacimos en los ochenta, somos unidos, o bueno, éramos unidos. Ahora, por
razones de distancias y por orgullos lastimados, así como heridos por lenguas
bífidas, de tantos que fuimos, hemos sido reducido a un puño de primos que se
ven cada cierto tiempo para celebrar algún cumpleaños. Eso si es que no hay mejor excusa para evitar
vernos. Joder, entonces no éramos tan unidos. En fin…
Cuando toqué suelo
limeño fui hospedado en la casa de un tío mío, uno de los hermanos mayores por
parte de mi madre; él, junto con toda su familia, me abrieron las puertas de su
casa sin mayores miramientos ni requisitos ni pagas mensuales que justificaran
un empobrecimiento del bolsillo ajeno. Desde el primer instante que entré a la
casa de mis tíos, me sentí en familia. Y en verdad lo digo, reinaba un ambiente
cálido y natural. Mis tíos me colmaban de cariños y mis primos me presentaban a
sus amistades. A veces, por las noches, y casi siempre los fines de semana, mis
primos, aquellos que ya podían entrar a una disco sin mostrar identificación,
me llevaban a dar un baile a los aposentos rítmicos de turno. Entre semana,
jugaba con el menor de la familia. Ya que él, por razones de edad, no podía
entrar a un antro, nos divertíamos jugando con la consola de Nintendo. Yo vivía
un sueño, tenía todo lo que un chico pudiese desear. Extrañaba a mi familia,
sí, pero también tenía ingredientes suficientes como para echarlos de menos.
Un sábado por la noche,
otro primo nuestro, que vivía al otro lado de la ciudad, un púber en aquel
entonces, llegó a la casa de mis tíos. Con el recién llegado, más mi otro primo
aficionado a los videojuegos y yo, pasamos la noche en vela viendo películas,
comiendo porquería y media y jugando Nintendo. Esa noche mis tíos no se
hallaban en casa, por tanto el cuidado de los chicos estaba a mis hombros.
Traté de cumplir al pie de la letra las órdenes impartidas por mi tío, a quien
muy cariñosamente le llamamos ‘El Gringo’. Sí tío, yo me hago cargo. Vayan tranquilos,
fue la promesa que vertí.
La noche fue pasando
lentamente, y aunque también me gustaba manipular los mandos alámbricos de la
consola de juego, comenzaba a sentir aburrimiento junto con algo de cansancio. Uno
de mis primitos, dueño de casa por decirlo, sugirió ver la película ‘El
proyecto de la bruja de Blair’. Yo, que ya había gozado de la película, advertí
que no era apta para ellos, que quizá se espantarían y no podrían dormir. Pero
lejos de hacerme caso, mi primo desenchufó el Nintendo y conectó el VHS,
insertó la cinta de video y el film comenzó. Al cabo de veinte minutos mis
primos se hallaban con miedo profundo, sus rostros alarmados y desencajados los
delataban; se los advertí pero no me hicieron caso. Apagamos el reproductor y comenzamos
a ver programas de televisión pero nada, nada podía sacar a mis, en ese
entonces, púberos primos del miedo psicótico que se había plantado en sus
mentes. Traté de consolarlos diciéndoles que era una película de ficción, algo
que no pasó, pero ni mis ruegos los consolaba. Ya rendido y cansado, opté por
irme a dormir. Y cuando digo ‘irme a dormir’ me refiero a meterme a la cama,
pues en ese momento compartía alcoba con mi primito. Mi primito, el dueño de
casa, se le ocurrió una gran idea, una que ayudaría ahuyentar las escenas de la
película que no hace mucho acaban de ver. «Y si vemos una porno», dijo. «Mi
hermano tiene una película en su cajón», continuó. Yo, como centinela de mis
primos les dije que era mala idea, que no era necesario y que si su hermano
mayor, que era mayor que yo y que tenía (tiene) el aspecto de luchador en
retiro, se enteraba que habían esculcado sus pertenencias, se enojaría. «No se
va a molestar porque no le diremos nada. Además está de viaje, regresa mañana».
Intenté desalentaros pero fue inútil, pues el otro primito que había llegado de
visita, que tenía el aspecto de no matar moscas con esos lentes de medida
exagerada por ser casi ciego, se le quitó el miedo de la cara y, apoyándose en
la hipótesis del primero, dijo que sí, que vieran la película. Y bueno, siendo
dos contra uno, y entre esos dos uno es dueño de casa, no tuve más remedio que
aceptar.
Me eché a dormir entre
gemidos y berridos de placer que la televisión me obsequiaba gracias a la
damisela que se haya copulando con algún galán gringo híper dotado y de abdomen
desgrasado. Mis primitos estaban perplejos. Era como si estuvieran visitando
‘Waltdisney’ por primera vez. Sus ojos echaban chispas mientras que en sus
rostros se dibujan placer de ver algo para adultos, algo prohibido que ni la
mejor niñera de mundo hubiera permitido. ¡Pajeros pendejos! Al día siguiente,
domingo, me levanté para acompañar a mi tío al cementerio. Mis tíos maternos
solían reunirse en la casa de una de sus hermanas luego de visitar la tumba de
los abuelos. Allí se aprovechaba para comer y conversar. Yo estaba ya con otros
primos haciendo lo que hacen los primos reunidos, joder. Pero no estaban todos
mis primos, entre los que faltaba estaba el primito libidinoso dueño de casa
que ideó ver una porno para quitarse de la mente las imágenes del bosque donde
corrían los tres pelotudos que eran perseguidos por una bruja. Terminé de
almorzar cuando mi tía, la anfitriona de casa, me dijo que tenía una llamada,
era mi primito, el ausente.
—Aló…
—Primo, estoy en un
problemón — dijo mi primo. Su voz era suave, como no queriendo ser escuchado
por nadie. Pero a la vez sonaba angustiada, casi al borde del llanto.
—¿Qué pasó primo? —pregunté.
—Mi hermano describió
lo del video. Está furioso.
De inmediato capté lo
grave del asunto. Claro, mi primo el mayor, cuyo cuerpo es capaz de amedrentar
al más cabrón de los cabrones, estaba molesto porque la niñera de turno, o sea
yo, permitió que unos mozalbetes puñeteros vieran una película porno. «La
cagada», pensé.
—¿Cómo se enteró? —pregunté
de nuevo.
—Es que me quedé
dormido y me olvidé de sacar el video y devolverlo al cajón.
—¿Qué te dijo?
—A mi nada. Quiere
hablar contigo porque…porque —mi primo comenzó titubear, a masticar cada
palabra —porque le dije que fuiste tú quien sacó el video de su cajón y lo puso
en el VHS.
—Pero por qué le
dijiste que fui yo si yo ni hice nada.
—Es que tú eres recién
llegado, primo. A ti no te van a regañar como a mí. Por favor, di que fue tú
idea sino me van a castigar—. Fueron las súplicas de mi primito.
Le dije a mi primo que
no se preocupara. Que yo me haría responsable. Y en cierta forma lo era, pues
si bien mi primito no debió interrumpir en las pertenencias de su hermano
mayor, yo no debí dejar que ellos reprodujeran una película para adultos. «A lo
mucho me dirá que no debí dejarlos ver una película erótica», me consolé. De
regreso a la casa fui recibido por mi pequeño primo. «Primo, recuerda, fue tu
idea», fueron las primera palabras que me dijo al oído. Le guiñé el ojo en
señal de aceptación y procedí a saludar a los que se hallaban en casa. Para mi
sorpresa, mi primo mayor, no estaba. Mi tía sirvió la mesa y todos, a excepción
de luchador, tomamos una rica merienda dotada de café, pan, mantequilla, queso
y jamón. La charla fue amena y suave, mi tío ponía al día a mi tía de los
eventos en el cementerio y de lo rico que había comida en casa de su hermana.
Mi primo, que se hallaba sentado a mi derecha, ni pio decía. Sus ojos estaban
clavados en la mesa, concentrado, enfocando mirando en mantel blanco con bordes
florales que cubría la mesa redonda de la casa. Del luchador, ni sus luces.
Llegó el momento de ir
a dormir, pues al día siguiente mi primito tenía clases. Mi primo abrió su
ropero, donde se hallaba colgado el poster del gran Rivaldo con la camiseta de
Brasil. Se ponía el pijama cuando en eso irrumpió en el cuarto el luchador. Mi
primo, el mayor de todos, cuyos brazos eran el triple que los míos y que
guardaban una fuerza hercúlea de la cual no quería poner a prueba, había
llegado. Nos miró fuertemente a los dos, castigándonos ya con ese rostro duro y
frío; sus cejas formaban un solo puente lleno de pelos negros de lo fuerte que
tenía el ceño. Caminó hacia mí, y sin quitarme la mirada asesina, ordenó a su
hermano menor que saliera del cuarto. Mi primito, ni tonto que fuera, salió
raudamente de la alcoba. Me abandonó el muy cabroncillo.
—Tenemos que hablar— me
dijo severamente.
—Si tene…
—Calla— me
interrumpió—. Mejor dicho, tengo que hablar contigo. Así que tú escuchas, ok.
Asentí con la cabeza.
—Quién chucha te dijo
que puedes rebuscar en mis cosas. Quien carajos te crees para agarrar sin mi
consentimiento mis objetos privados, ¿ah? —Rugió el grandulón sujeto. Parecía
un león rugiendo, juro.
Mi primo luchador en
verdad estaba cabreado conmigo. Cuando mi primito me llamó con esa voz de
espanto para decirme que me había echado la culpa pensé que exageraba en su
temor. Pero no era así, su hermano mayor era un volcán a punto de estallar, y
yo estaba por ser víctima de su lava ardiente. No dije nada. Como hombrecito
que soy, callé. No dije la verdad, que su hermano menor fue el artífice de
todo, que mi único error fue dejarlos ver una película para adultos pero que
había una seria justificación para ello. Pero no, había empeñado mi palabra.
Soporté con hidalguía todos los epítetos endosados por mi primo luchador.
Prefería eso que verme entre sus brazos anchos y poderosos suplicando por mi
vida. Mi primo luchador terminó su elocuente cátedra sobre lo que es la
propiedad privada y de lo muy caro que se paga a aquel que ose con tocar sus
objetos de mayor valor sin su autorización. Luego del bochornoso incidente, y
claro, ya no sintiéndome cómodo, mudé de casa. Mudé esperanzado en encontrar
tranquilidad y un lugar donde poder seguir estudiando; pasé a vivir con otra de
mis tías políticas y sus dos hijos, que también son primos míos, pero la cosa
fue peor. Luego de una sería de actos inesperados, resultó que mi tía política
me tachó de pajero perpetra cortinas, pero eso, mis queridos, es otra historia.
El tiempo pasó, y como
si nada hubiese ocurrido. Mantengo una muy buena amistad con mi primo luchador
y con su hermano que, obvio, ya dejó de ser un mozalbete para convertirse es un
gigantón que se gana el pan trabajando arduamente en la empresa de mi tío. No
sé si en verdad se habrá corrido el rumor o no respecto a lo sucedido ese
sábado de verano en que unos primitos míos muertos de miedo por ver una
película de terror psicológico, decidieron aplacar sus temores con encendidas
escenas carnales. O si mi primito, que ahora es un cabrón que me lleva dos
cabezas, se armó de valor y le dijo a su hermano mayor la verdad: que él fue el
ideólogo y estratega principal de perpetrar en las cosas privadas de su hermano
y no yo. Ha decir verdad no importa, igual la fama que me han cargado propios y
extraños, no mengua en nada el hecho sucedido hace ya, muchos ayeres. Sólo
quería decirlo, punto: Yo no fui.
Lima, 25 de
julio de 2014.
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