Haz
fama y échate a dormir
Hace
un poco más de diez años, cuando aún no había ingresado a la Universidad, ni
planeaba casarme y tener hijos, me hospedé en la casa de uno de mis tíos. Fue
el segundo hogar en el que estuve antes de mudarme a la calle Cádiz, en Pueblo
Libre. En ese entonces tenía 17 años, maravillosos 17 años. Vine a Lima a
operarme el cartílago de la rodilla izquierda; y, aprovechando el pánico, le dije a
mis padres que deseaba quedarme, concluir mis estudios y seguir una carrera
profesional. Contrario a mis temores de enloquecer por romper la tradición familiar, me apoyaron.
Cuando
me mudé a la segunda casa, que también está en Pueblo Libre, pensé que todo
sería chévere, lo fue. De cierta forma. Al inicio mis primos compartían su
cuarto conmigo. La pasábamos bien aunque algo apretados; por ello se decidió
acomodar el cuarto del servicio que estaba en la azotea: un cuarto pequeño de
3x3 y paredes blancas. No tenía internet, no tenía tele (menos cable, obviamente), no tenía un frigobar y tampoco tenía baño. Únicamente tenía una ventana que daba a los pies de
mi cama. Pero yo estaba feliz allí, de cierta forma era independiente, tenía la
azotea a mi disposición y el aire fresco era mi mejor inspiración.
Iba
a un colegio "no escolarizado" que se encontraba en el distrito de San Miguel, cerca de la casa
familiar en la calle Arica. Todas las mañanas salía temprano para pasar primero
por la casa en San Miguel, allí mi tía Rosa me espera con un rico desayuno: dos
huevos fritos con su pancito francés y su café humeante acompañado, por supuesto, de la
agradable compañía de mi tía y mi prima “patito”. Luego del desayuno, me
dirigía a estudiar. Sacaba buenas notas, casi en todas las materias sacaba 18,
salvo matemáticas (14) y ciencias naturales (13) ¿Seres bióticos y abióticos?
El no tener tele en el angosto cuarto era muy positivo. No había distracción
alguna y me enfocaba en hacer la terea. Leer, comer chocosoda, leer, dibujar,
comer club social, leer y dormir, era mi itinerario.
¡Qué
vida!
Pero
no todo es bueno. No todo dura. Luego de varias semanas de estudio, con
resultados óptimos, mi cuerpo me pedía un respiro. Y es que en verdad de
desvelaba leyendo historia y literatura del Perú, me encantaba. Sin embargo el
cansancio y las horas de sueño me pasaron factura. No bajaron mis notas, no. Pero
pese a mi recio peso (de aquel entonces), parecía un alma en pena, de andar
pausado, y fatiga al hablar, era como si llevara plomo en mis pies y una papa caliente en la boca; mis ojos estaban rojos, y además
presentaba ojeras que no eran propias de mi sello personal. Todo ello concluyo
en una sola cosa: Me drogaba.
Así
es, bueno, afirmó lo que se decía de mí. Pero era completamente falso. Nunca en mi
vida he probado un porro, mota, wiro o sustancias toxicas y/o alucinógenas. Sin embargo, para
cierto sector familiar, ésa era la respuesta más lógica que había ante mi estado anímico. Me drogaba.
No importaban mis buenas notas, no. Al carajo con ellas. OJO ROJO = DROGADICTO.
Y así fue como aprendí "LÓGICA".
Nota
curiosa: de la cocina hacia la azotea, había una empinada y estrecha escalera
que conectaba al primer piso con la puerta falsa del segundo piso y que
permitía el acceso directo a la azotea, a dos pasos de la puerta de mi acogedor
cuarto. Un día, no recuerdo la fecha exacta, asaltaron una casa vecina: los hampones
ingresaron por la azotea de ésa casa, y la vaciaron. El tema se divulgó como pólvora entre los
vecinos y, obvio, no tardó en llegar a oídos de mi tía, quien por seguridad "familiar" decidió
poner dos puertas antichoros, las más sofisticadas que el mercado podía ofrecer. Una en la cocina, que bloqueaba el acceso a la
escalera, y la otra puerta en el segundo piso, la cual bloqueaba el acceso al
segundo piso. Así, los malandrines, si entraban POR LA AZOTEA, no podrían vaciar
la casa ni hacerle daños a nadie. A eso se le llama inteligencia.
¡Oh! Un momento, yo vivía en la azotea.
¿WTF...?
¡Oh! Un momento, yo vivía en la azotea.
¿WTF...?
En
el cuarto, pese a su reducido tamaño, era mi lugar preferido, tenía gran
comodidad (por raro que parezca), y como lo dije al inicio, tenía
independencia. Los inconvenientes se presentaban cuando me daba hambre o sed,
el acceso a la cocina estaba bloqueado por la puerta anti truhanes. Otro gran
problema eran las necesidades fisiológicas, el baño más cercano estaba en el
segundo piso, que también estaba bloqueado por la segunda puerta anti malos.
Ahí aprendí el gran uso que se le puede dar a sendas botellas vacías.
Ahí aprendí el gran uso que se le puede dar a sendas botellas vacías.
Una
noche, llegando de la casa de la tía Rosa, en San Miguel, pasé por una pollería y
pedí cuarto pollo a la brasa “Mister.
Por favor, parte pecho…” Llegué a mi cuarto, abrí mi álbum de fotos familiar, y, recordando
con melancolía, me dispuse a despellejar y a devorar mi pollito. No hubo más remedio que
comer con las manos, que dicho sea, es la mejor manera de comer un cuartito de
pollo, las papás, calientes y saladitas, también con las manos; y no lo hacía
por grosero, no tenía utensilios de cocina, recuerden que ellos estaban en el
primer piso. Terminé mi pollito y mis manos estaban llenas de grasa “No me dieron servilletas, carajo”. No
tenía con que limpiarme, sabía, por harta e incansable experiencia, que la grasa del pollo es difícil de sacar, por eso
no use mi ropa ni mis toallas “¿Con qué
me limpiare…con qué mi limpiaré? Caminé de punta a punta con la mirada
clavada en el piso tratando de encontrar con qué limpiarme. Alcé la mirada y me
topé con la cortina “blanca” que adornaba la venta de mi cuarto. “Bueno. Me limpio y ya mañana, a primera
hora, te lavo” Sin embargo pasaron los días y nunca limpié la pequeña
cortina “blanca” ahora con manchas de grasa y olor a pollito. Se me pasó por
alto, no le di importancia, la ignoré, y lo dejé de lado.
Llegó
el momento mudarme. ¿Lugar?, la casa de mis tíos ubicada en la calle Cádiz, en
Pueblo Libre. Del cuartito pequeño empaqué todo lo mío. Dejé únicamente la cama
y el colchón, no eran míos, sino prestados por los dueños de casa. Gracias. Me invadió
la nostalgia al marcharme del pequeño cuarto, había sido un buen sitio, me
cobijó y, cual centinela, cuidó de mis sueños. Nada me había pasado, nada había dejado.
Pasó
el tiempo y me acomodé rápido al nuevo cuarto. Esta vez tenía un compañero de
habitación, mi primo ojiazul. Terminé el colegio "no escolarizado"; ingresé a la PRE de la UIGV, ingresé a la
facultad de Derecho y Ciencias Políticas, hice nuevas amistades, vinieron
nuevas experiencias, nuevas ilusiones y nuevos desafíos.
"Sobrino, no quiero incomodarte con
lo que te voy a decir, pero creo que es preciso y necesario que lo sepas, y
entre más pronto mejor. Recuerdas el cuarto pequeño que ocupabas en la azotea
de tus tíos. Bueno, ha pasado algo curioso. Algo que se ha regado como leche en
el piso. Me da vergüenza contigo, caray. Recuerdas la cortina blanca, esa que
estaba en la ventana. Sucede que tu tía la encontró luego de que tú la dejaste;
la encontró sucia y eso no le agrado. Y es que dice que allí has limpiado tus..., este, tus...bueno,
que te has pajeado y allí has adornado tus líquidos…"
Rojo
como tomate estaban mis cachetes, quería que me comiera la tierra. No porque
era verdad, sino que pese a ello sentía una enorme vergüenza. Por supuesto que
también me invadía la cólera. Cómo era posible que me acusaran de tan baja
perpetración. Ensucié la cortina, sí, pero nunca con mis secreciones. Digo, santo no
soy, y no pretendo serlo. La masturbación formaba parta de mi vida de
adolescente, como la de la mayoría, pero de allí a que me limpiara en las
cortinas, jamás. Pensé en reprocharle a mi tía tamaña acusación, pero mi tía
Rosa me hizo recapacitar en el tema, y me señaló que era algo sin importancia,
que ella y mi madre me creían ("Carajo, ya había llegado a oídos de mis padres.
Qué roche"). Que no valía la pena ganarse un problema por algo que no tiene
sentido, que bastaba con saber que era falso, me consolaba Rosita. Pero habían mancillado mi honor
(de nuevo) y por segunda vez, recuerden que por tener los ojos rojos, era un
drogado más.
El
tiempo pasó; volví a ver a mi tía y del tema nunca lo hablamos, nunca la
increpé tampoco. Creo que hubiese sido más bochornoso para ella, que para mí,
el tratar un tema tan delicado como la masturbación y sus consecuencias.
Así que por el bien de los demás y el propio, decidí enterrar la acusación de
pajero depravado con tendencias bizarras, para siempre. Sin embargo tengo la
fortuna de tener primos tan buena onda, tan chéveres conmigo, que cada cierto
tiempo, en una reunión social o familiar, me dicen “El pajero viola cortinas”. Muy creativo, a decir verdad. No me
ofende, en lo absoluto. Me río con ellos y me presto a la ocasión. Pero no
dejar de ser algo falso, algo que se creó a mi espalda. Me hubiese gustado
mucho que antes de andar con la boca suelta me lo hubieran consultado “Sobrino, ¿te has hecho la paja y has usado
la cortina como trapo?” Lo hubiese negado, y todo bien, aquí nunca pasó
nada. Pero no, a la gente le gusta hablar de uno, y si pueden hablar mal,
mejor. Es como una adicción, algo que te atrapa, te enreda, se mete por las venas
y envenena tu corazón. Así es la sociedad en general. Si tienes un buen puesto
de trabajo no es mérito, es padrinazgo. Si te compras un auto, seguro con dinero
mal habido. Si tienes dinero, en algo turbio estás. Si te va mal en la vida,
eres un pobre diablo. En fin, ejemplos sobran. Yo lo único que recuerdo es: haber
llegado a ese cuarto pequeño, sacar el álbum de fotos familiar, comer mi pollito, limpiarme las manos llenas de grasa en la cortina, y echarme
a dormir.