miércoles, 27 de febrero de 2013

Haz fama y échate a dormir


Haz fama y échate a dormir

 

Hace un poco más de diez años, cuando aún no había ingresado a la Universidad, ni planeaba casarme y tener hijos, me hospedé en la casa de uno de mis tíos. Fue el segundo hogar en el que estuve antes de mudarme a la calle Cádiz, en Pueblo Libre. En ese entonces tenía 17 años, maravillosos 17 años. Vine a Lima a operarme el cartílago de la rodilla izquierda; y, aprovechando el pánico, le dije a mis padres que deseaba quedarme, concluir mis estudios y seguir una carrera profesional. Contrario a mis temores de enloquecer por romper la tradición familiar, me apoyaron.

Cuando me mudé a la segunda casa, que también está en Pueblo Libre, pensé que todo sería chévere, lo fue. De cierta forma. Al inicio mis primos compartían su cuarto conmigo. La pasábamos bien aunque algo apretados; por ello se decidió acomodar el cuarto del servicio que estaba en la azotea: un cuarto pequeño de 3x3 y paredes blancas. No tenía internet, no tenía tele (menos cable, obviamente), no tenía un frigobar y tampoco tenía baño. Únicamente tenía una ventana que daba a los pies de mi cama. Pero yo estaba feliz allí, de cierta forma era independiente, tenía la azotea a mi disposición y el aire fresco era mi mejor inspiración.

Iba a un colegio "no escolarizado" que se encontraba en el distrito de San Miguel, cerca de la casa familiar en la calle Arica. Todas las mañanas salía temprano para pasar primero por la casa en San Miguel, allí mi tía Rosa me espera con un rico desayuno: dos huevos fritos con su pancito francés y su café humeante acompañado, por supuesto, de la agradable compañía de mi tía y mi prima “patito”. Luego del desayuno, me dirigía a estudiar. Sacaba buenas notas, casi en todas las materias sacaba 18, salvo matemáticas (14) y ciencias naturales (13) ¿Seres bióticos y abióticos? El no tener tele en el angosto cuarto era muy positivo. No había distracción alguna y me enfocaba en hacer la terea. Leer, comer chocosoda, leer, dibujar, comer club social, leer y dormir, era mi itinerario. 

¡Qué vida!      

Pero no todo es bueno. No todo dura. Luego de varias semanas de estudio, con resultados óptimos, mi cuerpo me pedía un respiro. Y es que en verdad de desvelaba leyendo historia y literatura del Perú, me encantaba. Sin embargo el cansancio y las horas de sueño me pasaron factura. No bajaron mis notas, no. Pero pese a mi recio peso (de aquel entonces), parecía un alma en pena, de andar pausado, y fatiga al hablar, era como si llevara plomo en mis pies y una papa caliente en la boca; mis ojos estaban rojos, y además presentaba ojeras que no eran propias de mi sello personal. Todo ello concluyo en una sola cosa: Me drogaba.
Así es, bueno, afirmó lo que se decía de mí. Pero era completamente falso. Nunca en mi vida he probado un porro, mota, wiro o sustancias toxicas y/o alucinógenas. Sin embargo, para cierto sector familiar, ésa era la respuesta más lógica que había ante mi estado anímico. Me drogaba. No importaban mis buenas notas, no. Al carajo con ellas. OJO ROJO = DROGADICTO.
Y así fue como aprendí "LÓGICA".
 
Nota curiosa: de la cocina hacia la azotea, había una empinada y estrecha escalera que conectaba al primer piso con la puerta falsa del segundo piso y que permitía el acceso directo a la azotea, a dos pasos de la puerta de mi acogedor cuarto. Un día, no recuerdo la fecha exacta, asaltaron una casa vecina: los hampones ingresaron por la azotea de ésa casa, y la vaciaron. El tema se divulgó como pólvora entre los vecinos y, obvio, no tardó en llegar a oídos de mi tía, quien por seguridad "familiar" decidió poner dos puertas antichoros, las más sofisticadas que el mercado podía ofrecer. Una en la cocina, que bloqueaba el acceso a la escalera, y la otra puerta en el segundo piso, la cual bloqueaba el acceso al segundo piso. Así, los malandrines, si entraban POR LA AZOTEA, no podrían vaciar la casa ni hacerle daños a nadie. A eso se le llama inteligencia.

¡Oh! Un momento, yo vivía en la azotea.   


¿WTF...?
En el cuarto, pese a su reducido tamaño, era mi lugar preferido, tenía gran comodidad (por raro que parezca), y como lo dije al inicio, tenía independencia. Los inconvenientes se presentaban cuando me daba hambre o sed, el acceso a la cocina estaba bloqueado por la puerta anti truhanes. Otro gran problema eran las necesidades fisiológicas, el baño más cercano estaba en el segundo piso, que también estaba bloqueado por la segunda puerta anti malos.

Ahí aprendí el gran uso que se le puede dar a sendas botellas vacías.

Una noche, llegando de la casa de la tía Rosa, en San Miguel, pasé por una pollería y pedí cuarto pollo a la brasa “Mister. Por favor, parte pecho…” Llegué a mi cuarto, abrí mi álbum de fotos familiar, y, recordando con melancolía, me dispuse a despellejar y a devorar mi pollito. No hubo más remedio que comer con las manos, que dicho sea, es la mejor manera de comer un cuartito de pollo, las papás, calientes y saladitas, también con las manos; y no lo hacía por grosero, no tenía utensilios de cocina, recuerden que ellos estaban en el primer piso. Terminé mi pollito y mis manos estaban llenas de grasa “No me dieron servilletas, carajo”. No tenía con que limpiarme, sabía, por harta e incansable experiencia, que la grasa del pollo es difícil de sacar, por eso no use mi ropa ni mis toallas “¿Con qué me limpiare…con qué mi limpiaré? Caminé de punta a punta con la mirada clavada en el piso tratando de encontrar con qué limpiarme. Alcé la mirada y me topé con la cortina “blanca” que adornaba la venta de mi cuarto. “Bueno. Me limpio y ya mañana, a primera hora, te lavo” Sin embargo pasaron los días y nunca limpié la pequeña cortina “blanca” ahora con manchas de grasa y olor a pollito. Se me pasó por alto, no le di importancia, la ignoré, y lo dejé de lado.

Llegó el momento mudarme. ¿Lugar?, la casa de mis tíos ubicada en la calle Cádiz, en Pueblo Libre. Del cuartito pequeño empaqué todo lo mío. Dejé únicamente la cama y el colchón, no eran míos, sino prestados por los dueños de casa. Gracias. Me invadió la nostalgia al marcharme del pequeño cuarto, había sido un buen sitio, me cobijó y, cual centinela, cuidó de mis sueños. Nada me había pasado, nada había dejado.

Pasó el tiempo y me acomodé rápido al nuevo cuarto. Esta vez tenía un compañero de habitación, mi primo ojiazul. Terminé el colegio "no escolarizado";  ingresé a la PRE de la UIGV, ingresé a la facultad de Derecho y Ciencias Políticas, hice nuevas amistades, vinieron nuevas experiencias, nuevas ilusiones y nuevos desafíos.

"Sobrino, no quiero incomodarte con lo que te voy a decir, pero creo que es preciso y necesario que lo sepas, y entre más pronto mejor. Recuerdas el cuarto pequeño que ocupabas en la azotea de tus tíos. Bueno, ha pasado algo curioso. Algo que se ha regado como leche en el piso. Me da vergüenza contigo, caray. Recuerdas la cortina blanca, esa que estaba en la ventana. Sucede que tu tía la encontró luego de que tú la dejaste; la encontró sucia y eso no le agrado. Y es que dice que allí has limpiado tus..., este, tus...bueno, que te has pajeado y allí has adornado tus líquidos…"
Sentenció mi querida tía Rosa.

Rojo como tomate estaban mis cachetes, quería que me comiera la tierra. No porque era verdad, sino que pese a ello sentía una enorme vergüenza. Por supuesto que también me invadía la cólera. Cómo era posible que me acusaran de tan baja perpetración. Ensucié la cortina, sí, pero nunca con mis secreciones. Digo, santo no soy, y no pretendo serlo. La masturbación formaba parta de mi vida de adolescente, como la de la mayoría, pero de allí a que me limpiara en las cortinas, jamás. Pensé en reprocharle a mi tía tamaña acusación, pero mi tía Rosa me hizo recapacitar en el tema, y me señaló que era algo sin importancia, que ella y mi madre me creían ("Carajo, ya había llegado a oídos de mis padres. Qué roche"). Que no valía la pena ganarse un problema por algo que no tiene sentido, que bastaba con saber que era falso, me consolaba Rosita. Pero habían mancillado mi honor (de nuevo) y por segunda vez, recuerden que por tener los ojos rojos, era un drogado más.

El tiempo pasó; volví a ver a mi tía y del tema nunca lo hablamos, nunca la increpé tampoco. Creo que hubiese sido más bochornoso para ella, que para mí, el tratar un tema tan delicado como la masturbación y sus consecuencias. Así que por el bien de los demás y el propio, decidí enterrar la acusación de pajero depravado con tendencias bizarras, para siempre. Sin embargo tengo la fortuna de tener primos tan buena onda, tan chéveres conmigo, que cada cierto tiempo, en una reunión social o familiar, me dicen “El pajero viola cortinas”. Muy creativo, a decir verdad. No me ofende, en lo absoluto. Me río con ellos y me presto a la ocasión. Pero no dejar de ser algo falso, algo que se creó a mi espalda. Me hubiese gustado mucho que antes de andar con la boca suelta me lo hubieran consultado “Sobrino, ¿te has hecho la paja y has usado la cortina como trapo?” Lo hubiese negado, y todo bien, aquí nunca pasó nada. Pero no, a la gente le gusta hablar de uno, y si pueden hablar mal, mejor. Es como una adicción, algo que te atrapa, te enreda, se mete por las venas y envenena tu corazón. Así es la sociedad en general. Si tienes un buen puesto de trabajo no es mérito, es padrinazgo. Si te compras un auto, seguro con dinero mal habido. Si tienes dinero, en algo turbio estás. Si te va mal en la vida, eres un pobre diablo. En fin, ejemplos sobran. Yo lo único que recuerdo es: haber llegado a ese cuarto pequeño, sacar el álbum de fotos familiar, comer mi pollito, limpiarme las manos llenas de grasa en la cortina, y echarme a dormir.      

 

  
                                                                                                   Lima, 27 de febrero de 2013.
 

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