Hace unos días mi
pequeña sobrina me preguntó por qué había escogido la carrera de leyes como profesión.
Una pequeña de apenas nueve años de edad, de carita angelical y cabellos largos
como lianas, me puso la piel de gallina con la interrogante. Al principio
vacilé y conjugué miles de respuestas (todas, quizá, acertadas), pero que
ninguna hubiera obedecido a la verdad; al menos en primera instancia.
Se me ocurrió
responderle: porque me gusta actuar con arreglo a ley; respetando las normas
judiciales y sociales que moldean nuestra vida. Pero hubiese puesto a mi
sobrina en la luna con términos poco comprensibles para su edad. Luego,
tratando de responderle, pensé en decirle la verdad: Que no sabía el por qué.
Pero tampoco le dije
eso.
Atiné a mirar a un
punto medio, reflexioné la repuesta varias veces en la cabeza sin poder cuajar
una que sea lo suficientemente sólida y además dulce para que una nena que aún
se divierte cantando ‘La gallina
Turuleca’ se vaya tranquilita a la cama. Estaba por abrir la boca y
responderle cuando fui atajado por ella.
—Yo sé. Es porque te
gusta usar corbata— dijo con una enorme sonrisa cristalina, al tiempo que sus
disimulados pómulos eran asaltados por un color rosa confeti.
«Estás en lo cierto»,
le dije. Me dio un beso en la mejilla y se fue a hacerle compañía a su abuela,
que se hallaba disfrutando cierta novela brasileña.
Pero le mentí a la nena.
Cierto es que tengo debilidad por las corbatas y demás accesorios propios de
los jurisconsultos, pero ello no era el verdadero motivo del porqué estudié
leyes. Tampoco lo es (del todo) que me gusta dirigirme en la vida respetando
los mandatos de otros simplemente porque así creen en ellos que debemos vivir. ¡Sino qué chiste! Pues a veces ‘la
verdadera pimienta de la vida se halla en quebrantar las reglas’.
Me fui a la cama con la
pregunta de mi sobrina flotando en mí alrededor. ¡Vaya que le peque me puso en
jaque! Al poner la fría sábana sobre mis piernas tuve de inmediato la imagen de
lo que me había hecho estudiar leyes y no literatura: Un auto color azul acero cuyo
hocico emulaba una lancha acuática.
Fue el primer auto que
nuestra familia, a base de punche, esfuerzo y ciertos sacrificios, compró en
México.
Yo tenía apenas siete
años. Pero recuerdo claramente cuando papá llegó al cuarto de hotel con una
enorme sonrisa dibujada en su rostro. Entró, juntó a mi mamá, a mi hermana y a
mí y dijo con luz renaciente en sus ojo: ‘¡Familia, ya tenemos auto!’ Hubo
abrazos y felicitaciones. Por fin la familia dejaría de trasladarse en bus a
los demás pueblos donde el circo presentaría su show.
Al bajar a la puerta
del hotel, un auto azul acero de cuatro puertas y asientos de cuero aguardaba
por nosotros. No era nuevo, pero como si lo fuera. Aún tengo esa fragancia de
pino campestre mentida en mi nariz: era el aroma que acaricia el auto, nuestro
auto. Mi hermana y yo nos acomodamos en la parte trasera, nos pusimos los
cinturones de seguridad, papá encendió el auto —este rugió con furia romántica—
y puso en marcha el móvil mientras nos preguntaba: «¡¿Quieren ir al centro por
un helado?!»
«¡Sí!», fue la
respuesta sonora y uniforme que recibió papá.
Mamá prendió la radio y
un cantante interpretaba una melodiosa canción de amor, o quizá de desamor,
donde ‘doce rosas’ eran las protagonistas.
«Kitt», como lo
habíamos bautizado, en honor a ‘Kitt, el
auto fantástico’, se volvió nuestro orgullo, nuestro consentido, nuestro
bebé de cuatro llantas. Además de movilizarnos de un lado al otro, Kitt era
como un parque de diversiones para mí y mi hermana. En la parte trasera
poníamos a prueba nuestra creatividad de inventar juegos que se limitaran al
espacio del auto. En verdad que un sueño ese auto.
Pero como todos sabemos
la cruda realidad, los sueños son sólo eso: «fantasías del hombre que el propio
hombre se encarga de destrozar».
El ‘Circo de Capulina’
llegó a la ciudad de Querétaro. Mamá era la encargada de buscar alojamiento en
los hoteles cercanos al circo mientras papá, que era trapecista, se quedaba en
el circo a poner su herramienta de trabajo. No recuerdo la fecha exacta, pero
recuerdo que era un día muy soleado pero que caprichosamente corría viento
helado. Mamá consiguió cuarto en un hotel de cuatro estrellas no muy lejos del
circo. Tenía piscina, jacuzzi, frigo bar y, lo más importante y vital para unos
mocosos, con cable para poder disfrutar «Cartoon Network»
Papá llegó al hotel en
Kitt. Subió al cuarto y le dijo a mamá que tendría que llevar a un compañero de
circo a la central de buses; pues tenía que viajar a la Ciudad de México ya
mismo y como no tenía quien lo lleve, se lo pidió de favor. Papá se echó un
duchazo en menos de lo que canta el gallo, se arregló y salió como ‘alma de Judas’ del cuarto. No llevó
chamarra ni chompa que lo protegiera del gélido viento. Mamá se puso a ordenar
la habitación mientras que mi hermana veía ‘Don Gato y su Pandilla’. Yo, que era
un glotón de primera, bajé a la recepción donde se hallaba la máquina
dispensadora de productos chatarreros en los que se encontraban una de mis
galletas favoritas: Polvorones.
Inserté las monedas que la máquina me pedía y tecleé el código que me
permitiría endulzar mi paladar y ensuciar mis dedos con ese polvito azucarado
que tanto me fascinaba.
El paquete cayó a los
pies de la dispensadora. Lo cogí y lo abrí. Su olor hizo que mi boca se llenara
de agua. Las saboreé sin siquiera tocarlas. Eran cuatro rodajas llenas de
calorías que calentarían mi fría tarde mientras disfrutaba de mi canal
favorito.
Pulsé el botón del
ascensor cuando un joven gritó mi nombre a lo lejos; se trataba del amigo de
papá, al que llevaría a la central de buses. Al voltear lo veo con cara llena
de preocupaciones, con ojos saltones y los labios secos. «¿Tú mamá…, tú mamá
dónde está?», preguntó muy alterado y con un cansancio notorio. «En el cuarto
407», respondí. No esperó que el ascensor llegara al piso. Atajó su camino por
las escaleras y desapareció.
Cuando llegué a la habitación
mamá se hallaba rebuscando los cajones del cuarto, los pantalones de papá, las
casacas (chamarras), todo. El joven, que era un domador de focas, aguardaba en
la puerta de la habitación con una cara no muy distinta con la que me topé
hacia minutos. «Hijo, has visto la licencia de papá», me preguntó con una voz
cortada y temerosa. Le respondí que no, que no había visto la licencia de papá.
Le pregunté qué pasaba. «Han detenido a papá y sólo llevaba su pasaporte pero
no su licencia. Parece ser que la ha olvidado en una de sus chaquetas. Pero no
sé dónde», explicó mamá. «Nos detuvieron a ocho cuadras del hotel. Según el policía
es de rutina. Puro cuento. Le vieron la placa del auto que dice ‘DF’ (Distrito
Federal) y le pidieron que se esquinara, luego los papeles del auto, luego su
licencia, y es allí donde se dio cuenta que no llevaba la licencia consigo. Le
explicamos que somos del circo, que sí tiene la licencia, que seguro está en
una chamarra, que nos esperen. El problema es que el Policía se dio cuenta que
tu papá no es mexicano, y ya sabes cómo son con los extranjeros. Me han dado
quince minutos para regresar con la licencia, sino, decomisan el auto», agregó,
entre jadeos e hipos producto de la fatiga de subir cuatro pisos, el domador de
focas.
Cuando por fin dimos
con la licencia, ya era muy tarde. Papá la había olvidado en el circo, en el
bolsillo del mameluco que usaba para poner su herramienta. El domador perdió el
bus, y nosotros el auto. Acompañé a mamá a la Delegación (Comisaria) y, luego
de hablar con varios barrigones de mostachos apretados, pasamos a hablar con el
‘más más’ de los Oficiales. Era un
sujeto alto y fornido con ínfulas de ‘perdona vidas’. Nos explicó que, lo hecho
papá, era un delito Estatal y Federal, una violación de transito que se castiga
con la pena privativa de la libertad. «Y el hecho se agrava cuando el infracto
es extranjero, señora», precisó el ‘más
más’ abriendo sus ojos pequeños y negros como canicas. Nos llenó de
palabrería inteligible. Que teníamos que seguir un trámite, y una serie de
actos con términos tan ambiguos que sólo atinamos a vernos mi madre y yo con
una enorme expresión de ‘¿What?’ en la cara.
El circo estuvo
únicamente tres días en Querétaro (viernes, sábado y domingo). «Y los fines de semana no atendemos estos
asuntitos», chirrió el Oficial. Era la primera vez que nos veíamos metido
en temas legales, nos sentíamos entrampados, acorraladas. Una tristeza fría nos
cobijó todas las noches que estuvimos en esa ciudad sin poder hacer nada por
Kitt.
El día lunes el circo
se mudada a la ciudad de Guadalajara. Nos entró un estado de pánico. Nos
teníamos que ir sí o sí de Querétaro ese mismo lunes, pues el viaje era largo.
Ni modo, nos fuimos en bus. Antes de ello volvimos a la Comisaría y hablamos
con el ‘más más’. Le explicamos lo
delicada de nuestra situación y le indicamos que, en diez días, que era la
fecha en que el circo estaría en Celaya, cerca de Querétaro, volveríamos por Kitt.
«No se preocupen; aquí se lo cuidamos».
Y nos fuimos, intranquilos, pero ansiosos de que el tiempo volara.
A la fecha, regresamos
por Kitt. Fuimos al depósito vehicular, que estaba a la espalda de la
Delegación, pero no vimos por ningún lado a nuestro auto. Preocupados, fuimos
cual rayo a hablar con el ‘más más’.
No estaba. Andaba en una diligencia y no tenía hora exacta de regreso, nos
ilustró un subalterno, un joven de buenos modales. Raro en los Oficiales. En
frente de la Comisaría se hallaba una taquería. Aprovechando la hora pasamos a
almorzar. No fue hasta que hicimos los pedidos culinarios cuando vimos que un
auto azul acero con hocico de lancha acuática aparcó en la Delegación. Era
Kitt. Pero qué hacía conduciéndolo un señor de canas plateadas y vestido de vaqueros
con camisa safari si él no era el dueño.
Dejamos los tacos a
medio probar, pagamos la cuenta y fuimos corriendo hasta el impostor conductor.
«Señor. Disculpe usted, pero ese es
nuestro auto», lo atajó mamá. Pero el don nos miró como a bichos raros. Nos
escaneó de pies a cabeza. «No sé de qué
hablan», refirió el indeseable sujeto. «El
auto es mío. Me lo gané en una rifa». Lo dicho por el canoso nos cayó como
un balde con agua fría. Nuestro Kitt ahora era dueño de un ser con panza de
burro y bigote bicolor, quien además apestaba a tabaco. Se limitó a decir que
cualquier queja, habláramos con el ‘más
más’. Lo acompañamos cual sombra hasta entrar a la Delegación; allí le pedimos
al joven servicial que nos atendió hacía unas horas, que en el acto se
comunicara (por radio) con el ‘más más’.
Éste, al saber que nos hallábamos el Camisería junto con el intruso conductor,
llegó en menos de diez minutos. Al vernos abrió los ojos como plato y se
apoderó de él un temblor al hablar.
Mamá lo increpó e ilustró
con las manos qué tan indignada estaba. El señor de vaqueros y panza de asno
nos miraba distante y sin muestras de incomodidad. El ‘más más’ nos invitó a su oficina, una mugre mazmorra de paredes
peladas que además apestaba a rancio. «Tome
asiento». «Así estoy bien», gruño mamá, con las manos en equis.
«Sucede, doña, y es que
no sé cómo decírselo, que hubo un detalle que omití decirle el día que vino
—tomó una bocanada de aire, miró a los costados, y continuó:— Pasa que cada año
se sortean los vehículos que son capturados y no reclamados legalmente por sus
dueños. Yo no formo parte del comité que realiza esas gestiones —trató de
disculparse haciendo aniñada su voz cavernosa—, pero cuando me enteré que su
auto ya había sido sorteado, fue demasiado tarde. Lo siento»
Hubo un silencio largo
y frío que de rato en rato era curtido por el chirrido irritante del ventilador que prendía en una de las
esquinas hongueadas y polvorientas de ese lúgubre lugar.
Mamá lo fulminaba con
su mirada. Yo sentía impotencia de no poder hacer nada. ¡Qué tanto podría haber
hecho un escuincle regordete como yo en ese momento! Mamá señaló al sujeto
detrás del escritorio y le indicó con furia desmedida que todo eso era una
porquería, que no estaba dispuesta a recibir disculpas ni lastimas de nadie,
que quería el auto ya. «O pondré una denuncia por corrupción contra todos
ustedes», amenazó.
El Oficial se puse de
pie, estiró su trompa seca, y dijo con cierto tufillo a rabia:
«Señora. El auto ha
sido trasferido con todas las de la ley, y contra ello, yo, no puedo hacer
nada. Y en cuanto a su denuncia. Bueno, no puedo evitar tal cosa. Está en su
derecho. Sin embargo me temo que me veré obligado a desarchivar el
expedientillo que se le abrió a su esposo por manejar sin licencia de conducir,
arrestarlo, y ponerlo a disposición del Ministerio Público. ¡Ah! Y oficiar a
Migraciones, ya que si su esposo resulta culpable, será deportado con toda su
familia», escupió el ‘más más’ con
una media sonrisa burlona en su jeta rechoncha.
Mamá me tomó
fuertemente del brazo y, escupiendo flamas como la boca del inferno, salimos
raudamente del lugar.
Tiempo después nos
enteramos que al señor que le habían adjudicado a Kitt, era suegro del ‘más más´ de la Comisaria. Que
efectivamente existía el sorteo de los autos incautados, pero que ello sucedía
luego de cinco años de no lograr recuperar el auto los respectivos dueños.
Luego, también, nos enteramos que el Oficial que atajó a papá ese día que no
portaba la licencia, únicamente debió levantarle una papeleta con infracción
(grave infracción, según las Reglas de Transito) mas no así capturar el
vehículo.
Han pasado más de veintitrés
desde entonces, y aún recuerdo con alegría (y se me humedecen los ojos, juro)
ese día en el que papá entró al cuarto de hotel presumiendo nuestra primera
conquista en tierra azteca. Llevo en mi corazón esos viajes largos que mi
hermana y yo disfrutábamos en la parte trasera de Kitt jugando a las
adivinanzas o ‘manitas calientes’. Clavada está en mi memoria a esos oficiales
oportunistas que se burlaron de nosotros por ignorar lo que todo hombre
—nacional o extranjero— debe saber
respecto de sus derechos civiles.
Salimos de la
Delegación con una pena tremenda sobre nuestro ser. Kitt nos miraba y nos decía
‘adiós’. Mamá con lágrimas en los ojos me dijo que volveríamos por nuestro auto
fantástico.
Jamás regresó a
nosotros.
Lima, 28 de mayo
de 2014.