miércoles, 28 de mayo de 2014

KITT, NUESTRO AUTO FANTÁSTICO


 

 

Hace unos días mi pequeña sobrina me preguntó por qué había escogido la carrera de leyes como profesión. Una pequeña de apenas nueve años de edad, de carita angelical y cabellos largos como lianas, me puso la piel de gallina con la interrogante. Al principio vacilé y conjugué miles de respuestas (todas, quizá, acertadas), pero que ninguna hubiera obedecido a la verdad; al menos en primera instancia.

Se me ocurrió responderle: porque me gusta actuar con arreglo a ley; respetando las normas judiciales y sociales que moldean nuestra vida. Pero hubiese puesto a mi sobrina en la luna con términos poco comprensibles para su edad. Luego, tratando de responderle, pensé en decirle la verdad: Que no sabía el por qué.

Pero tampoco le dije eso.

Atiné a mirar a un punto medio, reflexioné la repuesta varias veces en la cabeza sin poder cuajar una que sea lo suficientemente sólida y además dulce para que una nena que aún se divierte cantando ‘La gallina Turuleca’ se vaya tranquilita a la cama. Estaba por abrir la boca y responderle cuando fui atajado por ella.

—Yo sé. Es porque te gusta usar corbata— dijo con una enorme sonrisa cristalina, al tiempo que sus disimulados pómulos eran asaltados por un color rosa confeti.

«Estás en lo cierto», le dije. Me dio un beso en la mejilla y se fue a hacerle compañía a su abuela, que se hallaba disfrutando cierta novela brasileña.

Pero le mentí a la nena. Cierto es que tengo debilidad por las corbatas y demás accesorios propios de los jurisconsultos, pero ello no era el verdadero motivo del porqué estudié leyes. Tampoco lo es (del todo) que me gusta dirigirme en la vida respetando los mandatos de otros simplemente porque así creen en ellos que debemos vivir. ¡Sino qué chiste! Pues a veces ‘la verdadera pimienta de la vida se halla en quebrantar las reglas’.

Me fui a la cama con la pregunta de mi sobrina flotando en mí alrededor. ¡Vaya que le peque me puso en jaque! Al poner la fría sábana sobre mis piernas tuve de inmediato la imagen de lo que me había hecho estudiar leyes y no literatura: Un auto color azul acero cuyo hocico emulaba una lancha acuática.

Fue el primer auto que nuestra familia, a base de punche, esfuerzo y ciertos sacrificios, compró en México.

Yo tenía apenas siete años. Pero recuerdo claramente cuando papá llegó al cuarto de hotel con una enorme sonrisa dibujada en su rostro. Entró, juntó a mi mamá, a mi hermana y a mí y dijo con luz renaciente en sus ojo: ‘¡Familia, ya tenemos auto!’ Hubo abrazos y felicitaciones. Por fin la familia dejaría de trasladarse en bus a los demás pueblos donde el circo presentaría su show.

Al bajar a la puerta del hotel, un auto azul acero de cuatro puertas y asientos de cuero aguardaba por nosotros. No era nuevo, pero como si lo fuera. Aún tengo esa fragancia de pino campestre mentida en mi nariz: era el aroma que acaricia el auto, nuestro auto. Mi hermana y yo nos acomodamos en la parte trasera, nos pusimos los cinturones de seguridad, papá encendió el auto —este rugió con furia romántica— y puso en marcha el móvil mientras nos preguntaba: «¡¿Quieren ir al centro por un helado?!»

«¡Sí!», fue la respuesta sonora y uniforme que recibió papá.

Mamá prendió la radio y un cantante interpretaba una melodiosa canción de amor, o quizá de desamor, donde ‘doce rosas’ eran las protagonistas.

«Kitt», como lo habíamos bautizado, en honor a ‘Kitt, el auto fantástico’, se volvió nuestro orgullo, nuestro consentido, nuestro bebé de cuatro llantas. Además de movilizarnos de un lado al otro, Kitt era como un parque de diversiones para mí y mi hermana. En la parte trasera poníamos a prueba nuestra creatividad de inventar juegos que se limitaran al espacio del auto. En verdad que un sueño ese auto.

Pero como todos sabemos la cruda realidad, los sueños son sólo eso: «fantasías del hombre que el propio hombre se encarga de destrozar».

El ‘Circo de Capulina’ llegó a la ciudad de Querétaro. Mamá era la encargada de buscar alojamiento en los hoteles cercanos al circo mientras papá, que era trapecista, se quedaba en el circo a poner su herramienta de trabajo. No recuerdo la fecha exacta, pero recuerdo que era un día muy soleado pero que caprichosamente corría viento helado. Mamá consiguió cuarto en un hotel de cuatro estrellas no muy lejos del circo. Tenía piscina, jacuzzi, frigo bar y, lo más importante y vital para unos mocosos, con cable para poder disfrutar «Cartoon Network»

Papá llegó al hotel en Kitt. Subió al cuarto y le dijo a mamá que tendría que llevar a un compañero de circo a la central de buses; pues tenía que viajar a la Ciudad de México ya mismo y como no tenía quien lo lleve, se lo pidió de favor. Papá se echó un duchazo en menos de lo que canta el gallo, se arregló y salió como ‘alma de Judas’ del cuarto. No llevó chamarra ni chompa que lo protegiera del gélido viento. Mamá se puso a ordenar la habitación mientras que mi hermana veía ‘Don Gato y su Pandilla’. Yo, que era un glotón de primera, bajé a la recepción donde se hallaba la máquina dispensadora de productos chatarreros en los que se encontraban una de mis galletas favoritas: Polvorones. Inserté las monedas que la máquina me pedía y tecleé el código que me permitiría endulzar mi paladar y ensuciar mis dedos con ese polvito azucarado que tanto me fascinaba.

El paquete cayó a los pies de la dispensadora. Lo cogí y lo abrí. Su olor hizo que mi boca se llenara de agua. Las saboreé sin siquiera tocarlas. Eran cuatro rodajas llenas de calorías que calentarían mi fría tarde mientras disfrutaba de mi canal favorito.

Pulsé el botón del ascensor cuando un joven gritó mi nombre a lo lejos; se trataba del amigo de papá, al que llevaría a la central de buses. Al voltear lo veo con cara llena de preocupaciones, con ojos saltones y los labios secos. «¿Tú mamá…, tú mamá dónde está?», preguntó muy alterado y con un cansancio notorio. «En el cuarto 407», respondí. No esperó que el ascensor llegara al piso. Atajó su camino por las escaleras y desapareció.

Cuando llegué a la habitación mamá se hallaba rebuscando los cajones del cuarto, los pantalones de papá, las casacas (chamarras), todo. El joven, que era un domador de focas, aguardaba en la puerta de la habitación con una cara no muy distinta con la que me topé hacia minutos. «Hijo, has visto la licencia de papá», me preguntó con una voz cortada y temerosa. Le respondí que no, que no había visto la licencia de papá. Le pregunté qué pasaba. «Han detenido a papá y sólo llevaba su pasaporte pero no su licencia. Parece ser que la ha olvidado en una de sus chaquetas. Pero no sé dónde», explicó mamá. «Nos detuvieron a ocho cuadras del hotel. Según el policía es de rutina. Puro cuento. Le vieron la placa del auto que dice ‘DF’ (Distrito Federal) y le pidieron que se esquinara, luego los papeles del auto, luego su licencia, y es allí donde se dio cuenta que no llevaba la licencia consigo. Le explicamos que somos del circo, que sí tiene la licencia, que seguro está en una chamarra, que nos esperen. El problema es que el Policía se dio cuenta que tu papá no es mexicano, y ya sabes cómo son con los extranjeros. Me han dado quince minutos para regresar con la licencia, sino, decomisan el auto», agregó, entre jadeos e hipos producto de la fatiga de subir cuatro pisos, el domador de focas.

Cuando por fin dimos con la licencia, ya era muy tarde. Papá la había olvidado en el circo, en el bolsillo del mameluco que usaba para poner su herramienta. El domador perdió el bus, y nosotros el auto. Acompañé a mamá a la Delegación (Comisaria) y, luego de hablar con varios barrigones de mostachos apretados, pasamos a hablar con el ‘más más’ de los Oficiales. Era un sujeto alto y fornido con ínfulas de ‘perdona vidas’. Nos explicó que, lo hecho papá, era un delito Estatal y Federal, una violación de transito que se castiga con la pena privativa de la libertad. «Y el hecho se agrava cuando el infracto es extranjero, señora», precisó el ‘más más’ abriendo sus ojos pequeños y negros como canicas. Nos llenó de palabrería inteligible. Que teníamos que seguir un trámite, y una serie de actos con términos tan ambiguos que sólo atinamos a vernos mi madre y yo con una enorme expresión de ‘¿What?’ en la cara.

El circo estuvo únicamente tres días en Querétaro (viernes, sábado y domingo). «Y los fines de semana no atendemos estos asuntitos», chirrió el Oficial. Era la primera vez que nos veíamos metido en temas legales, nos sentíamos entrampados, acorraladas. Una tristeza fría nos cobijó todas las noches que estuvimos en esa ciudad sin poder hacer nada por Kitt.

El día lunes el circo se mudada a la ciudad de Guadalajara. Nos entró un estado de pánico. Nos teníamos que ir sí o sí de Querétaro ese mismo lunes, pues el viaje era largo. Ni modo, nos fuimos en bus. Antes de ello volvimos a la Comisaría y hablamos con el ‘más más’. Le explicamos lo delicada de nuestra situación y le indicamos que, en diez días, que era la fecha en que el circo estaría en Celaya, cerca de Querétaro, volveríamos por Kitt. «No se preocupen; aquí se lo cuidamos». Y nos fuimos, intranquilos, pero ansiosos de que el tiempo volara.

A la fecha, regresamos por Kitt. Fuimos al depósito vehicular, que estaba a la espalda de la Delegación, pero no vimos por ningún lado a nuestro auto. Preocupados, fuimos cual rayo a hablar con el ‘más más’. No estaba. Andaba en una diligencia y no tenía hora exacta de regreso, nos ilustró un subalterno, un joven de buenos modales. Raro en los Oficiales. En frente de la Comisaría se hallaba una taquería. Aprovechando la hora pasamos a almorzar. No fue hasta que hicimos los pedidos culinarios cuando vimos que un auto azul acero con hocico de lancha acuática aparcó en la Delegación. Era Kitt. Pero qué hacía conduciéndolo un señor de canas plateadas y vestido de vaqueros con camisa safari si él no era el dueño.

Dejamos los tacos a medio probar, pagamos la cuenta y fuimos corriendo hasta el impostor conductor. «Señor. Disculpe usted, pero ese es nuestro auto», lo atajó mamá. Pero el don nos miró como a bichos raros. Nos escaneó de pies a cabeza. «No sé de qué hablan», refirió el indeseable sujeto. «El auto es mío. Me lo gané en una rifa». Lo dicho por el canoso nos cayó como un balde con agua fría. Nuestro Kitt ahora era dueño de un ser con panza de burro y bigote bicolor, quien además apestaba a tabaco. Se limitó a decir que cualquier queja, habláramos con el ‘más más’. Lo acompañamos cual sombra hasta entrar a la Delegación; allí le pedimos al joven servicial que nos atendió hacía unas horas, que en el acto se comunicara (por radio) con el ‘más más’. Éste, al saber que nos hallábamos el Camisería junto con el intruso conductor, llegó en menos de diez minutos. Al vernos abrió los ojos como plato y se apoderó de él un temblor al hablar.

Mamá lo increpó e ilustró con las manos qué tan indignada estaba. El señor de vaqueros y panza de asno nos miraba distante y sin muestras de incomodidad. El ‘más más’ nos invitó a su oficina, una mugre mazmorra de paredes peladas que además apestaba a rancio. «Tome asiento». «Así estoy bien», gruño mamá, con las manos en equis.

«Sucede, doña, y es que no sé cómo decírselo, que hubo un detalle que omití decirle el día que vino —tomó una bocanada de aire, miró a los costados, y continuó:— Pasa que cada año se sortean los vehículos que son capturados y no reclamados legalmente por sus dueños. Yo no formo parte del comité que realiza esas gestiones —trató de disculparse haciendo aniñada su voz cavernosa—, pero cuando me enteré que su auto ya había sido sorteado, fue demasiado tarde. Lo siento»

Hubo un silencio largo y frío que de rato en rato era curtido por el chirrido irritante  del ventilador que prendía en una de las esquinas hongueadas y polvorientas de ese lúgubre lugar. 

Mamá lo fulminaba con su mirada. Yo sentía impotencia de no poder hacer nada. ¡Qué tanto podría haber hecho un escuincle regordete como yo en ese momento! Mamá señaló al sujeto detrás del escritorio y le indicó con furia desmedida que todo eso era una porquería, que no estaba dispuesta a recibir disculpas ni lastimas de nadie, que quería el auto ya. «O pondré una denuncia por corrupción contra todos ustedes», amenazó.

El Oficial se puse de pie, estiró su trompa seca, y dijo con cierto tufillo a rabia:

«Señora. El auto ha sido trasferido con todas las de la ley, y contra ello, yo, no puedo hacer nada. Y en cuanto a su denuncia. Bueno, no puedo evitar tal cosa. Está en su derecho. Sin embargo me temo que me veré obligado a desarchivar el expedientillo que se le abrió a su esposo por manejar sin licencia de conducir, arrestarlo, y ponerlo a disposición del Ministerio Público. ¡Ah! Y oficiar a Migraciones, ya que si su esposo resulta culpable, será deportado con toda su familia», escupió el ‘más más’ con una media sonrisa burlona en su jeta rechoncha.

Mamá me tomó fuertemente del brazo y, escupiendo flamas como la boca del inferno, salimos raudamente del lugar.

Tiempo después nos enteramos que al señor que le habían adjudicado a Kitt, era suegro del ‘más más´ de la Comisaria. Que efectivamente existía el sorteo de los autos incautados, pero que ello sucedía luego de cinco años de no lograr recuperar el auto los respectivos dueños. Luego, también, nos enteramos que el Oficial que atajó a papá ese día que no portaba la licencia, únicamente debió levantarle una papeleta con infracción (grave infracción, según las Reglas de Transito) mas no así capturar el vehículo.

Han pasado más de veintitrés desde entonces, y aún recuerdo con alegría (y se me humedecen los ojos, juro) ese día en el que papá entró al cuarto de hotel presumiendo nuestra primera conquista en tierra azteca. Llevo en mi corazón esos viajes largos que mi hermana y yo disfrutábamos en la parte trasera de Kitt jugando a las adivinanzas o ‘manitas calientes’. Clavada está en mi memoria a esos oficiales oportunistas que se burlaron de nosotros por ignorar lo que todo hombre —nacional o extranjero— debe saber  respecto de sus derechos civiles.  

Salimos de la Delegación con una pena tremenda sobre nuestro ser. Kitt nos miraba y nos decía ‘adiós’. Mamá con lágrimas en los ojos me dijo que volveríamos por nuestro auto fantástico.

Jamás regresó a nosotros.

Lima, 28 de mayo de 2014.

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