No
es que sea egoísta, pero mi vida ha sido muy dura, más que la mayoría de los
mortales. Vivir sabiendo que nadie te cree, que todos dicen que miento, que lo
que vi y escuché fue mera fantasía de una mente con mucha imaginación. Desde
que tengo trece años mis padres me han llevado con varios psicólogos y, ante la
frustración de no ‘curarme’, me han internado en respetados centros de control
mental, o sea, loqueros. Me han acusado de ser un niño con claras intenciones
de llamar la atención por supuestas faltas de aprecio de mis padres o, según
otros, quererles arruinar la vida por el simple hecho de sentirme amenazado por
la presencia de mi hermana menor, Hannah.
Pura
mentira.
Yo
sé lo que vi y lo que escuché. No soy loco. No soy mentiroso. Admito no haber sido
un niño ‘modelo’ y que siempre fui de carácter rebelde o «remilgoso», como me
amonestaba mi madre siempre que la sacaba de sus casillas. Quizá esos arrebatos
de niño fastidioso eran para llamar la atención de mis procreadores, quizá era
el mejor recurso que a mi edad tenía para echarle en cara a mamá que por su
culpa, papá se iba de la casa y tenía amoríos con otra u otras. Pero de allí a
que invente o alucine cosas, ni hablar. Lo peor de todo es que nadie, ni los
psicólogos infantiles –según ellos muy expertos, que presumían sus diplomas de
Harvard- hicieron por mí, es ponerse en mis zapatos. Nunca nadie lo ha hecho.
Todos decían que alucinaba o que era una mera pataleta; otro dijo que era un
trastorno y que tenía principios de esquizofrenia. Su chiste me costó ser
internado por tres años en un centro psiquiátrico para menores donde sufrí
crueles tratos: a veces me bañaban con agua helada o me ponían cables con
chupones adheridos a mi frente y me propinaban descargas eléctricas para
curarme. Sentía como las descargas perforaban mi piel y se anidaban en mis
nervios y músculos, era como si miles de agujas te pincharan al mismo tiempo.
Otras me encerraban en un cuarto tan pequeño que no podía estar de pie ni cómo
para sentarme. Apestaba a vómito y orines. Todos sabían el gran temor, pánico,
fobia que desarrollé a la oscuridad. Gritaba e imploraba que no apagaran las
luces, que haría lo que fuera, que me bañaran con agua helada, que me dejaran
sin comer pero que no apagaran la luz. Pero era inútil, mis suplicas y mis
lágrimas no los conmovieron en lo absoluto. Me decían que la única forma de
evitarlo era reconociendo que mentía, que todo lo había inventado, «que ha sido
un pretexto para fastidiar la vida de mis padres», me aconsejaban. Pero me
negué. Soy todo lo que quieran pero mentiroso, nunca. Me negaba y ellos ser
reían de mí; entonces jódete, me gritaban.
¡Malditos!
En
una ocasión, y fue la única en mi vida, me armé de valor y regresé al lugar
donde todo inició. Ya era un joven de 21 años pero el vecindario como si se
hubiese congelado en el ayer. Todo estaba igual que la última vez que estuve
allí. Hasta los mismos vecinos se hallaban en sus casas. La única diferencia,
además de los años, por supuesto, era que ya no tenía de vecino a ese niñito
‘lindo’ y, según mi madre, ejemplar. Yo
era siete años mayor que él; y lo sé porque invitaron a mi hermana su
cumpleaños número seis. Íbamos al mismo colegio pero, pese a que nos cruzábamos
en el recreo y en ciertas actividades, nunca cruzamos palabra. No sé qué será
de la vida de Andy, y tampoco me importa. Lo único resaltante es que el día en
que él y su familia mudaron de casa, yo comencé con mis problemas.
Corría
el año de 1995. Faltaban dos meses para navidad y el otoño estaba por irse.
Pero como si fue el preámbulo de lo que me sucedería, y como si fuere una
clásica historia de horror, la noche anterior al día que comenzó todo, una
fuerte lluvia azotó el vecindario. Yo estaba feliz porque justo me llegó una
correspondencia que había estado esperando por semanas: un cohete. A penas lo
tuve en mis manos quise ponerlo en órbita pero el clima me jugó una mala
pasada, y, con un golpe de trueno, dio inicio al diluvio nocturno. Ni modo. Me
quedé con las ganas de prender el cohete. De pura rabia no cené ni me aseé. Con
la misma ropa me eché a la cama y planché oreja.
Nunca
antes había tenido problemas para dormir; de hecho esa fue la última noche que
dormí como un ‘ángel’. Soñé que papá ya no se iba de casa y que estaba feliz de
ello. Bajo sus brazos tenía varios obsequios para mi mamá y mi hermana. A mí me
regaló una gorra de los yanquis de New York y un videojuego de peleas
callejeras. Luego subimos a un auto que resultó ser un barco en forma de
carruaje que era tirado por delfines. Lo raro es que no había mar ni agua, sólo
tierra. Mi padre, adivinando mi sorpresa, me dijo que eran delfines mágicos.
Río conmigo y me abrazó. Mi madre llevaba sobre su regazo a mi hermana Hannah y
se mostraban contentas. Luego un señor, de barba poblada, nariz y cachetes
colorados, que apareció de la nada nos indicaba que habíamos llegado al rancho
de nuestro tío Ian, hermano de mi papá. Bajamos del curioso carruaje y nos
dirigimos al establo. Había caballos de todos tamaños y colores. Nuestros
padres nos miraban a lo lejos con rostro de aprobación. Mi hermana eligió un
caballo color celeste pastel que prácticamente estaba listo para ser montado.
Yo no sabía qué ejemplar elegir. Había un percherón de patas peludas, todo él
era negro -como el negro de las noches
más oscuras que se puedan imaginar- con una larga mancha blanca sobre su pecho,
como dibujada con una enorme brocha. Su nombre era ‘Portus’ y también estaba
listo para ser montado. Me acerqué cuidadosamente Portus y sentí algo de
nervios. Lo acaricié y le susurré algo al oído y el soltó un sonoro y exagerado
relincho mientras se sacudía. Estaba por subirme cuando de pronto lo vi. Era un
caballo grande y hermoso. Parecía ser también un percherón, pero a diferencia
de Portus, era blanco con manchas beis en su lomo y patas. Dejé al percherón
negro y fui hacia el nuevo caballo. Pero algo raro pasaba. A medida que
avanzaba él se hacía más pequeño. Cuando por fin lo tuve al frente, resultó que
el enorme percherón bicolor era en verdad un pony. Lejos de sentir decepción,
sentí ganas de subirme a él. También lo acaricié y le decía cosas bonitas. Mi
mamá me gritaba a lo lejos pero no la escuchaba con nitidez. Me llegaban
aullidos y cosas indirigibles. Volteo a ver a mi papá y él ya no estaba. Mi
hermana se acercó a mi mamá y las dos comenzaron hacerme señas de despedida. Yo
les gritaba que no se fueran, que me faltaba subir a mi caballo. Pero ellas
caminaban hacia una enorme nube dorada. Entonces cuando regreso a ver mi
pequeño caballo ya no estaba. Me sorprendí y comencé a preguntar por él. No
sabía qué hacer, así que comencé a decir: «¡Quiero montar el pony! ¡Quiero
montar el pony! ¡Quiero montar el pony!»
Sé
que lo contado no tiene sentido alguno: un auto que es una carrosa empujada por
delfines, nubes de oro y un caballo enorme que resultó ser un pony que nunca
monté. Pero siendo honestos: ¿cuántos sueños, en verdad, tienen sentido?
Fue
un sueño feliz.
Regresé
al mundo real por el ruido ensordecedor de mí reloj despertador analógico cuya
campanita estaba cubierta por un brazo de muñeca (cosas de niños, supongo).
Abrí los ojos rápidamente y me costó breves segundos ubicarme en espacio y
tiempo. De inmediato vino a mi mente, como patada de mula, el cohete que había
dejado listo para hacerlo explotar por los aires junto con su piloto estrella,
un muñeco astronauta que me gané en una máquina de juegos. Lo agarré y salí
raudamente de mi habitación. Al bajar las escaleras noté que mi madre estaba
preparando el desayuno (waffles con jarabe de miel y mermelada); estaba de
espaldas echando agua a la tetera para el café. No notó mi presencia porque no
quería que se diera cuenta de mí. Cogí un una rebanada de pan suelto, y en
puntitas me fui al jardín de la casa.
Al
pisar el césped noté que aún seguía empapado pese al presuntuoso sol que ardía
sobre el vecindario. El aire era seco y agotamiento; sentí una fuerte presión
sobre mi rostro mientras que el olor a pasto mojado se clavaba en mis fosas
nasales hasta llegar al corazón de los pulmones. Me asqueé. Pese a los
inconvenientes climáticos mi decisión estaba tomada, nada ni nadie impediría
que llevara a cabo mi misión, volar al superhéroe por los aires celestes. O al
menos eso pensaba.
En
la parte trasera del jardín mi padre tenía su desván. Allí guardada sus
herramientas más preciadas y uno que otro cachivache inservible u obsoleto.
Para mí era como mi guarida, mi lugar secreto donde podía darle rienda suelta a
mis planes. Saqué varias cosas que me servirían de plataforma de lanzamiento y
armé todo un operativo al estilo Nasa.
Alguien estaba en la puerta de la casa ya que habían tocado el timbre,
seguramente era algún testigo de Jehová o algún vendedor de suscripciones. Lo
ignoré. También escuché ladrar a mi fiel perro ‘Scud’, un Bull Terry.
Todo
estaba listo para culminar lo que había estado esperando por meses; por fin
haría estallar el cohete y despertaría la alarma vecinal de todo el mundo
gracias al fuerte estallido que provocaría. Mi vecindario era muy callado y
pacifico, raras vez pasaba algo interesante, a lo mucho una ambulancia
recogiendo algún vejete cuyo tanque de oxígeno se acabó, o porque el gato de
tal vecina desapareció, cosas así. Pero lo mío sería distinto. Le daría vida,
color, voz al vecindario. Seguramente habría serias consecuencias tales como
algún ex héroe de guerra teniendo una taquicardia pensando que baja de
Normandía, de nuevo. O alguien creyendo que el tanque de gas explotó o que
ocurrió un grave accidente. Pero como yo lo veo, eran gajes del oficio.
Hice
un minimonólogo sobre el estado del tiempo y, al tener autorización de mí mismo,
saqué uno de los fósforos y comencé el conteo regresivo. Nunca en vida pensé
que ese conteo sería a su vez los segundos que marcarían mi vida para siempre.
De haberlo sabido, juro en verdad que nunca hubiese hecho la cuenta regresiva.
Hay veces en las que pienso que quizá todos tengan razón, que todo fue una
invención, que todo fue producto de una imaginación volátil y corrompida. He
llorado noches y días enteros tratando de negarme, de convencerme que no los
vi, y que no lo escuché. Pero lo cierto es que los vi, y lo escuché. No fui el
niño modelo que mamá quiso, no fui el hijo atleta que papá deseó. Pero
mentiroso no soy.
Al
verlo tirado en la tierra pensé que había llegado allí por error, que sin darme
cuenta quizá lo había cogido. Que tanto era mi emoción por reventar el cohete
que no me percaté de él. Ahora sé que no lo traje conmigo. Que llegó sólo
¿Cómo? No lo sé. Pero llegó sin que nadie lo trajera.
La
cabeza colorada del fósforo había evolucionado a una lengüita azul con
destellos amarillos; bailaba al compás del canto de los pajarillos que anidaban
en los árboles. Parecía tener vida Propia. Estaba a punto de encender la mecha
cuando fui interrumpido sorpresivamente por una voz que venía de una pequeña
radio. «Manos arriba gusano», dijo,
luego siguió: «En este pueblo ya no
cabemos los dos», luego escuché algo sobre un abrevadero envenenado. De
inmediato pensé que ese muñeco con gorro de vaquero y chaleco de color blanco
con manchas negras estaba averiado, malogrado. Lo agarré y lo agité por los
aires al tiempo que decía que estaba roto o dañado, o algo así. Lo que escuché
después movió mis cimientos por siempre. Nadie me cree cuando lo digo, pero ese
vaquero de nariz prolongada y figura quijotesca me respondió. No lo aluciné, no
lo inventé, el juguete que vino junto con el astronauta que me saqué en una
máquina me respondió. Al escucharlo mi sangre se heló, sentí cada palpitar de
mi corazón como si dentro hubiera un tambor inquieto. Abrí los ojos, alarmado,
pero por una extraña fuerza invisible que aún hoy en día, luego de veinte años,
no logro entender, no tiré al muñeco que un día antes lo había expuesto al sol
con una lupa obsequiándole una cicatriz entre cejas. Estaba horrorizado, quería
gritarle a mi madre que aún se hallaba en la cocina, pero estaba atónito. Mis
piernas flaqueaban y un frío látigo azotaba mi espalda. El muñeco diabólico
decía que no le gustaba que los vuelen, ni que los aplasten ni que los
destruya. Su voz era forzada y cavernosa. Yo no salía de mi asombro. Pensé que
se trababa de una venganza elaborada por mi hermana Hannah harta de que le
decapitara las cabezas a sus muñecas de trapo. Pero no, ella no podía ser la
artífice de tan maquiavélica revancha.
El
estómago se me puso duro como piedra y sentía como mis entrañas se retorcían de
puro miedo. Como dando crédito a lo que escuchaba, y como si el vaquero fuese
una persona de carne y hueso, pregunté a quién no le gustaba que los maltratara,
y el juguete poseído respondió:
-A
nosotros tus juguetes…
Aun
hoy me da escalofríos la respuesta. El muñeco estaba hablando conmigo. Estaba
respondiendo mis preguntas. De pronto escuché un ruido de tierra, volteo hacia
mi derecha y una muñeca de trenzas amarillas despertaba como un muerto viviente
mientras que una camioneta se sacudía la tierra de encima. Todo me daba
vueltas, pensé que era un sueño, una terrible pesadilla, quería despertar de
ella, quería llorar y correr donde mi mamá, abrazarla y decirle que me proteja.
Luego salieron unos saldados mutilados de un charco lodoso. Todos venían hacía.
Retrocedí unos pasos tratando de alejarme de ellos pero fui bloqueado por un
tubo. Mi respiración era torpe, cortante, y un gran líquido de saliva ahogaba
mi garganta. Unas garras de acero guidas por una cabeza de muñeca pelona trato
de sujetarme pero brinqué rápidamente pudiendo zafarme de ella. Mis ojos no lo
podían creer, mis muñecos estaban dominados por una extraña magia o quizá por
algún demonio. Estaba acorralado y al borde de la locura. Mientras todo eso
sucedía, el vaquero que aún yacía en mi mano no dejaba de hablar, de
amenazarme, de decirme que de ahora en adelante los tratara bien porque si
ellos lo iban a saber. Lo alcé y lo miré detenidamente tratando de hallar algún
micrófono o algo que me explicara cómo es que hablaba. Pero no había nada. En
el rostro del vaquero estaba dibujada una sonrisa fría y caprichosa, me
atemorizó.
Pero
eso no fue lo peor, no. Cuando estuvimos frente a frente, el muñeco me decía
que ellos podían ver todo lo que yo hacía, y para comprobarlo giró su enorme
cabeza trescientos sesenta grados, como la chica de la película «El Exorcista».
Ello me marcó para toda la vida, pero nada tan fuerte como lo que a
continuación pasó: luego que el comisario hiciera gala de su elasticidad, me
habló, pero no sólo habló, gesticuló su acción, movió su delgada boca de
plástico y me frunció el ceño diciéndome:
-Juega
bonito, Sid…
Ello
fue lo último que escuché. Solté al vaquero y corrí despavorido hacia mi casa.
Noté que mis piernas aún flaqueaban pero estaba más gobernado por el miedo que
por cualquier otra cosa, así que me dispuse a correr y a alejarme lo más
posible. Al entrar a casa me encontré
con mi hermana Hannah quien llevada una muñeca de trapo de cabellos marrones.
Le dije que los muñecos tenían vida, que estaban hablando. Pero lejos de creerme,
me miró con desconfianza y estiró su muñeca hacia a mí como si fuera un
cuchillo, la esquivé y subí raudamente las escaleras casi trastabillando con
los escalones. No podía entrar a mi cuarto, cómo hacerlo si mis muñecos tenían
vida y me habían amenazado. Entré al cuarto de mi papá quien se hallaba
saliendo de la ducha. Corrí y lo abracé, le pedí que me protegiera, que me
cuidara. Al verme pálido como un bólido me preguntó de qué o de quién debía
cuidarme. Le respondí, pero me largó del cuarto diciendo que me dejará de
bromas, que no estaba para tonterías.
La
historia no sería diferente cuando se lo conté a mi mamá, a mis abuelos, tíos y
primos. Nadie me creyó. Todos pensaban, y tal vez sigan pensando, que todo fue
una mala broma o una travesura de un chiquillo quemado del cerebro. Como dije
al inicio, fui internado en varios centros para personas con trastornos; mis
padres terminaron divorciándose. Mi hermana vive con mi mamá, o eso creo. Papá
se casó con una mujer menor que él pero lo suficiente grande para no pasar como
su hija. Al ver que yo seguía empecinado con mi historia de muñecos
parlanchines, y al ver que no tenía cura alguna, se hartaron de mí y decidieron
continuar con sus vidas. En parte no los culpo, digo, siendo honesto, a mí
mismo me cuesta trabajo creerlo a la vez que escribo lo que me ocurrió. Debo
agregar que sólo esa vez, y nunca más, otro muñeco me ha dirigido la palabra.
En una ocasión uno de mis terapeutas tomó un muñeco y lo quemó en mi presencia.
El muñeco se deshizo y no emitió ni un sonido, se derritió ante mis ojos y el
juguete no reaccionó. «Ves. Los muñecos no tienen vida. Todo fue una
alucinación», me dijo el loquero.
No
sé si ustedes me crean, y la verdad poco me importa. Ya no me interesa. Hoy en
día vivo como un hongo en un cuarto que huele a orines y a rata muerta. Mis
padres lograron declararme interdicto; no les fue difícil conseguirlo. Ahora
soy un paría social incapaz de comprar un caramelo sin la venia previa de mi
curador, a quien visito cada fin de mes. No trabajo y no terminé la escuela.
Nunca tuve novia y tampoco me interesa. Sólo quiero que sepan la verdad, mi
verdad: que fue un muñeco vaquero con una pequeña estrella distintiva, con
botas marrones y con nariz de ‘Cyrano’, me arruinó mi vida. No lo he vuelto a
ver más, y doy gracias por ello. Pero cuando cierro los ojos o la oscuridad de
la noche llega, lo veo lanzándome esa mirada siniestra y escalofriante, al
tiempo me dice que juegue bonito con mis muñecos.
Mi
nombre es Sidney Phillips, y esta es mi verdad.
Travesuras de un Escribidor,
Lima,
25 de abril de 2014.