viernes, 25 de abril de 2014

MI NOMBRE ES 'SIDNEY PHILLIPS'


 
 
 
No es que sea egoísta, pero mi vida ha sido muy dura, más que la mayoría de los mortales. Vivir sabiendo que nadie te cree, que todos dicen que miento, que lo que vi y escuché fue mera fantasía de una mente con mucha imaginación. Desde que tengo trece años mis padres me han llevado con varios psicólogos y, ante la frustración de no ‘curarme’, me han internado en respetados centros de control mental, o sea, loqueros. Me han acusado de ser un niño con claras intenciones de llamar la atención por supuestas faltas de aprecio de mis padres o, según otros, quererles arruinar la vida por el simple hecho de sentirme amenazado por la presencia de mi hermana menor, Hannah.

Pura mentira.

Yo sé lo que vi y lo que escuché. No soy loco. No soy mentiroso. Admito no haber sido un niño ‘modelo’ y que siempre fui de carácter rebelde o «remilgoso», como me amonestaba mi madre siempre que la sacaba de sus casillas. Quizá esos arrebatos de niño fastidioso eran para llamar la atención de mis procreadores, quizá era el mejor recurso que a mi edad tenía para echarle en cara a mamá que por su culpa, papá se iba de la casa y tenía amoríos con otra u otras. Pero de allí a que invente o alucine cosas, ni hablar. Lo peor de todo es que nadie, ni los psicólogos infantiles –según ellos muy expertos, que presumían sus diplomas de Harvard- hicieron por mí, es ponerse en mis zapatos. Nunca nadie lo ha hecho. Todos decían que alucinaba o que era una mera pataleta; otro dijo que era un trastorno y que tenía principios de esquizofrenia. Su chiste me costó ser internado por tres años en un centro psiquiátrico para menores donde sufrí crueles tratos: a veces me bañaban con agua helada o me ponían cables con chupones adheridos a mi frente y me propinaban descargas eléctricas para curarme. Sentía como las descargas perforaban mi piel y se anidaban en mis nervios y músculos, era como si miles de agujas te pincharan al mismo tiempo. Otras me encerraban en un cuarto tan pequeño que no podía estar de pie ni cómo para sentarme. Apestaba a vómito y orines. Todos sabían el gran temor, pánico, fobia que desarrollé a la oscuridad. Gritaba e imploraba que no apagaran las luces, que haría lo que fuera, que me bañaran con agua helada, que me dejaran sin comer pero que no apagaran la luz. Pero era inútil, mis suplicas y mis lágrimas no los conmovieron en lo absoluto. Me decían que la única forma de evitarlo era reconociendo que mentía, que todo lo había inventado, «que ha sido un pretexto para fastidiar la vida de mis padres», me aconsejaban. Pero me negué. Soy todo lo que quieran pero mentiroso, nunca. Me negaba y ellos ser reían de mí; entonces jódete, me gritaban.    

¡Malditos!

En una ocasión, y fue la única en mi vida, me armé de valor y regresé al lugar donde todo inició. Ya era un joven de 21 años pero el vecindario como si se hubiese congelado en el ayer. Todo estaba igual que la última vez que estuve allí. Hasta los mismos vecinos se hallaban en sus casas. La única diferencia, además de los años, por supuesto, era que ya no tenía de vecino a ese niñito ‘lindo’ y,  según mi madre, ejemplar. Yo era siete años mayor que él; y lo sé porque invitaron a mi hermana su cumpleaños número seis. Íbamos al mismo colegio pero, pese a que nos cruzábamos en el recreo y en ciertas actividades, nunca cruzamos palabra. No sé qué será de la vida de Andy, y tampoco me importa. Lo único resaltante es que el día en que él y su familia mudaron de casa, yo comencé con mis problemas.

Corría el año de 1995. Faltaban dos meses para navidad y el otoño estaba por irse. Pero como si fue el preámbulo de lo que me sucedería, y como si fuere una clásica historia de horror, la noche anterior al día que comenzó todo, una fuerte lluvia azotó el vecindario. Yo estaba feliz porque justo me llegó una correspondencia que había estado esperando por semanas: un cohete. A penas lo tuve en mis manos quise ponerlo en órbita pero el clima me jugó una mala pasada, y, con un golpe de trueno, dio inicio al diluvio nocturno. Ni modo. Me quedé con las ganas de prender el cohete. De pura rabia no cené ni me aseé. Con la misma ropa me eché a la cama y planché oreja.

Nunca antes había tenido problemas para dormir; de hecho esa fue la última noche que dormí como un ‘ángel’. Soñé que papá ya no se iba de casa y que estaba feliz de ello. Bajo sus brazos tenía varios obsequios para mi mamá y mi hermana. A mí me regaló una gorra de los yanquis de New York y un videojuego de peleas callejeras. Luego subimos a un auto que resultó ser un barco en forma de carruaje que era tirado por delfines. Lo raro es que no había mar ni agua, sólo tierra. Mi padre, adivinando mi sorpresa, me dijo que eran delfines mágicos. Río conmigo y me abrazó. Mi madre llevaba sobre su regazo a mi hermana Hannah y se mostraban contentas. Luego un señor, de barba poblada, nariz y cachetes colorados, que apareció de la nada nos indicaba que habíamos llegado al rancho de nuestro tío Ian, hermano de mi papá. Bajamos del curioso carruaje y nos dirigimos al establo. Había caballos de todos tamaños y colores. Nuestros padres nos miraban a lo lejos con rostro de aprobación. Mi hermana eligió un caballo color celeste pastel que prácticamente estaba listo para ser montado. Yo no sabía qué ejemplar elegir. Había un percherón de patas peludas, todo él era negro -como el  negro de las noches más oscuras que se puedan imaginar- con una larga mancha blanca sobre su pecho, como dibujada con una enorme brocha. Su nombre era ‘Portus’ y también estaba listo para ser montado. Me acerqué cuidadosamente Portus y sentí algo de nervios. Lo acaricié y le susurré algo al oído y el soltó un sonoro y exagerado relincho mientras se sacudía. Estaba por subirme cuando de pronto lo vi. Era un caballo grande y hermoso. Parecía ser también un percherón, pero a diferencia de Portus, era blanco con manchas beis en su lomo y patas. Dejé al percherón negro y fui hacia el nuevo caballo. Pero algo raro pasaba. A medida que avanzaba él se hacía más pequeño. Cuando por fin lo tuve al frente, resultó que el enorme percherón bicolor era en verdad un pony. Lejos de sentir decepción, sentí ganas de subirme a él. También lo acaricié y le decía cosas bonitas. Mi mamá me gritaba a lo lejos pero no la escuchaba con nitidez. Me llegaban aullidos y cosas indirigibles. Volteo a ver a mi papá y él ya no estaba. Mi hermana se acercó a mi mamá y las dos comenzaron hacerme señas de despedida. Yo les gritaba que no se fueran, que me faltaba subir a mi caballo. Pero ellas caminaban hacia una enorme nube dorada. Entonces cuando regreso a ver mi pequeño caballo ya no estaba. Me sorprendí y comencé a preguntar por él. No sabía qué hacer, así que comencé a decir: «¡Quiero montar el pony! ¡Quiero montar el pony! ¡Quiero montar el pony!»

Sé que lo contado no tiene sentido alguno: un auto que es una carrosa empujada por delfines, nubes de oro y un caballo enorme que resultó ser un pony que nunca monté. Pero siendo honestos: ¿cuántos sueños, en verdad, tienen sentido?

Fue un sueño feliz.

Regresé al mundo real por el ruido ensordecedor de mí reloj despertador analógico cuya campanita estaba cubierta por un brazo de muñeca (cosas de niños, supongo). Abrí los ojos rápidamente y me costó breves segundos ubicarme en espacio y tiempo. De inmediato vino a mi mente, como patada de mula, el cohete que había dejado listo para hacerlo explotar por los aires junto con su piloto estrella, un muñeco astronauta que me gané en una máquina de juegos. Lo agarré y salí raudamente de mi habitación. Al bajar las escaleras noté que mi madre estaba preparando el desayuno (waffles con jarabe de miel y mermelada); estaba de espaldas echando agua a la tetera para el café. No notó mi presencia porque no quería que se diera cuenta de mí. Cogí un una rebanada de pan suelto, y en puntitas me fui al jardín de la casa.

Al pisar el césped noté que aún seguía empapado pese al presuntuoso sol que ardía sobre el vecindario. El aire era seco y agotamiento; sentí una fuerte presión sobre mi rostro mientras que el olor a pasto mojado se clavaba en mis fosas nasales hasta llegar al corazón de los pulmones. Me asqueé. Pese a los inconvenientes climáticos mi decisión estaba tomada, nada ni nadie impediría que llevara a cabo mi misión, volar al superhéroe por los aires celestes. O al menos eso pensaba.

En la parte trasera del jardín mi padre tenía su desván. Allí guardada sus herramientas más preciadas y uno que otro cachivache inservible u obsoleto. Para mí era como mi guarida, mi lugar secreto donde podía darle rienda suelta a mis planes. Saqué varias cosas que me servirían de plataforma de lanzamiento y armé todo un operativo al estilo Nasa. Alguien estaba en la puerta de la casa ya que habían tocado el timbre, seguramente era algún testigo de Jehová o algún vendedor de suscripciones. Lo ignoré. También escuché ladrar a mi fiel perro ‘Scud’, un Bull Terry. 

Todo estaba listo para culminar lo que había estado esperando por meses; por fin haría estallar el cohete y despertaría la alarma vecinal de todo el mundo gracias al fuerte estallido que provocaría. Mi vecindario era muy callado y pacifico, raras vez pasaba algo interesante, a lo mucho una ambulancia recogiendo algún vejete cuyo tanque de oxígeno se acabó, o porque el gato de tal vecina desapareció, cosas así. Pero lo mío sería distinto. Le daría vida, color, voz al vecindario. Seguramente habría serias consecuencias tales como algún ex héroe de guerra teniendo una taquicardia pensando que baja de Normandía, de nuevo. O alguien creyendo que el tanque de gas explotó o que ocurrió un grave accidente. Pero como yo lo veo, eran gajes del oficio.

Hice un minimonólogo sobre el estado del tiempo y, al tener autorización de mí mismo, saqué uno de los fósforos y comencé el conteo regresivo. Nunca en vida pensé que ese conteo sería a su vez los segundos que marcarían mi vida para siempre. De haberlo sabido, juro en verdad que nunca hubiese hecho la cuenta regresiva. Hay veces en las que pienso que quizá todos tengan razón, que todo fue una invención, que todo fue producto de una imaginación volátil y corrompida. He llorado noches y días enteros tratando de negarme, de convencerme que no los vi, y que no lo escuché. Pero lo cierto es que los vi, y lo escuché. No fui el niño modelo que mamá quiso, no fui el hijo atleta que papá deseó. Pero mentiroso no soy.

Al verlo tirado en la tierra pensé que había llegado allí por error, que sin darme cuenta quizá lo había cogido. Que tanto era mi emoción por reventar el cohete que no me percaté de él. Ahora sé que no lo traje conmigo. Que llegó sólo ¿Cómo? No lo sé. Pero llegó sin que nadie lo trajera.

La cabeza colorada del fósforo había evolucionado a una lengüita azul con destellos amarillos; bailaba al compás del canto de los pajarillos que anidaban en los árboles. Parecía tener vida Propia. Estaba a punto de encender la mecha cuando fui interrumpido sorpresivamente por una voz que venía de una pequeña radio. «Manos arriba gusano», dijo, luego siguió: «En este pueblo ya no cabemos los dos», luego escuché algo sobre un abrevadero envenenado. De inmediato pensé que ese muñeco con gorro de vaquero y chaleco de color blanco con manchas negras estaba averiado, malogrado. Lo agarré y lo agité por los aires al tiempo que decía que estaba roto o dañado, o algo así. Lo que escuché después movió mis cimientos por siempre. Nadie me cree cuando lo digo, pero ese vaquero de nariz prolongada y figura quijotesca me respondió. No lo aluciné, no lo inventé, el juguete que vino junto con el astronauta que me saqué en una máquina me respondió. Al escucharlo mi sangre se heló, sentí cada palpitar de mi corazón como si dentro hubiera un tambor inquieto. Abrí los ojos, alarmado, pero por una extraña fuerza invisible que aún hoy en día, luego de veinte años, no logro entender, no tiré al muñeco que un día antes lo había expuesto al sol con una lupa obsequiándole una cicatriz entre cejas. Estaba horrorizado, quería gritarle a mi madre que aún se hallaba en la cocina, pero estaba atónito. Mis piernas flaqueaban y un frío látigo azotaba mi espalda. El muñeco diabólico decía que no le gustaba que los vuelen, ni que los aplasten ni que los destruya. Su voz era forzada y cavernosa. Yo no salía de mi asombro. Pensé que se trababa de una venganza elaborada por mi hermana Hannah harta de que le decapitara las cabezas a sus muñecas de trapo. Pero no, ella no podía ser la artífice de tan maquiavélica revancha.

El estómago se me puso duro como piedra y sentía como mis entrañas se retorcían de puro miedo. Como dando crédito a lo que escuchaba, y como si el vaquero fuese una persona de carne y hueso, pregunté a quién no le gustaba que los maltratara, y el juguete poseído respondió:

-A nosotros tus juguetes…

Aun hoy me da escalofríos la respuesta. El muñeco estaba hablando conmigo. Estaba respondiendo mis preguntas. De pronto escuché un ruido de tierra, volteo hacia mi derecha y una muñeca de trenzas amarillas despertaba como un muerto viviente mientras que una camioneta se sacudía la tierra de encima. Todo me daba vueltas, pensé que era un sueño, una terrible pesadilla, quería despertar de ella, quería llorar y correr donde mi mamá, abrazarla y decirle que me proteja. Luego salieron unos saldados mutilados de un charco lodoso. Todos venían hacía. Retrocedí unos pasos tratando de alejarme de ellos pero fui bloqueado por un tubo. Mi respiración era torpe, cortante, y un gran líquido de saliva ahogaba mi garganta. Unas garras de acero guidas por una cabeza de muñeca pelona trato de sujetarme pero brinqué rápidamente pudiendo zafarme de ella. Mis ojos no lo podían creer, mis muñecos estaban dominados por una extraña magia o quizá por algún demonio. Estaba acorralado y al borde de la locura. Mientras todo eso sucedía, el vaquero que aún yacía en mi mano no dejaba de hablar, de amenazarme, de decirme que de ahora en adelante los tratara bien porque si ellos lo iban a saber. Lo alcé y lo miré detenidamente tratando de hallar algún micrófono o algo que me explicara cómo es que hablaba. Pero no había nada. En el rostro del vaquero estaba dibujada una sonrisa fría y caprichosa, me atemorizó.


Pero eso no fue lo peor, no. Cuando estuvimos frente a frente, el muñeco me decía que ellos podían ver todo lo que yo hacía, y para comprobarlo giró su enorme cabeza trescientos sesenta grados, como la chica de la película «El Exorcista». Ello me marcó para toda la vida, pero nada tan fuerte como lo que a continuación pasó: luego que el comisario hiciera gala de su elasticidad, me habló, pero no sólo habló, gesticuló su acción, movió su delgada boca de plástico y me frunció el ceño diciéndome:

-Juega bonito, Sid…

Ello fue lo último que escuché. Solté al vaquero y corrí despavorido hacia mi casa. Noté que mis piernas aún flaqueaban pero estaba más gobernado por el miedo que por cualquier otra cosa, así que me dispuse a correr y a alejarme lo más posible. Al  entrar a casa me encontré con mi hermana Hannah quien llevada una muñeca de trapo de cabellos marrones. Le dije que los muñecos tenían vida, que estaban hablando. Pero lejos de creerme, me miró con desconfianza y estiró su muñeca hacia a mí como si fuera un cuchillo, la esquivé y subí raudamente las escaleras casi trastabillando con los escalones. No podía entrar a mi cuarto, cómo hacerlo si mis muñecos tenían vida y me habían amenazado. Entré al cuarto de mi papá quien se hallaba saliendo de la ducha. Corrí y lo abracé, le pedí que me protegiera, que me cuidara. Al verme pálido como un bólido me preguntó de qué o de quién debía cuidarme. Le respondí, pero me largó del cuarto diciendo que me dejará de bromas, que no estaba para tonterías.

La historia no sería diferente cuando se lo conté a mi mamá, a mis abuelos, tíos y primos. Nadie me creyó. Todos pensaban, y tal vez sigan pensando, que todo fue una mala broma o una travesura de un chiquillo quemado del cerebro. Como dije al inicio, fui internado en varios centros para personas con trastornos; mis padres terminaron divorciándose. Mi hermana vive con mi mamá, o eso creo. Papá se casó con una mujer menor que él pero lo suficiente grande para no pasar como su hija. Al ver que yo seguía empecinado con mi historia de muñecos parlanchines, y al ver que no tenía cura alguna, se hartaron de mí y decidieron continuar con sus vidas. En parte no los culpo, digo, siendo honesto, a mí mismo me cuesta trabajo creerlo a la vez que escribo lo que me ocurrió. Debo agregar que sólo esa vez, y nunca más, otro muñeco me ha dirigido la palabra. En una ocasión uno de mis terapeutas tomó un muñeco y lo quemó en mi presencia. El muñeco se deshizo y no emitió ni un sonido, se derritió ante mis ojos y el juguete no reaccionó. «Ves. Los muñecos no tienen vida. Todo fue una alucinación», me dijo el loquero.

No sé si ustedes me crean, y la verdad poco me importa. Ya no me interesa. Hoy en día vivo como un hongo en un cuarto que huele a orines y a rata muerta. Mis padres lograron declararme interdicto; no les fue difícil conseguirlo. Ahora soy un paría social incapaz de comprar un caramelo sin la venia previa de mi curador, a quien visito cada fin de mes. No trabajo y no terminé la escuela. Nunca tuve novia y tampoco me interesa. Sólo quiero que sepan la verdad, mi verdad: que fue un muñeco vaquero con una pequeña estrella distintiva, con botas marrones y con nariz de ‘Cyrano’, me arruinó mi vida. No lo he vuelto a ver más, y doy gracias por ello. Pero cuando cierro los ojos o la oscuridad de la noche llega, lo veo lanzándome esa mirada siniestra y escalofriante, al tiempo me dice que juegue bonito con mis muñecos.

Mi nombre es Sidney Phillips, y esta es mi verdad.

 


 

Travesuras de un Escribidor,

Lima, 25 de abril de 2014.

 

           

   

   

   

       

 

 

                  

 

 

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