En
el circo, muchos de mis amigos alardeaban de lo que ‘hacían’ con sus conquistas
de momento. Yo en cambio era prudente, no decía ni contaba nada. Bueno, tampoco
tenía nada que contar; y qué podía saber un mozalbete de cortos trece años de
los placeres infinitos de la sexualidad. Única diversión consistía en ver ‘Dragón
Ball Z’, ‘Los Súper campeones’ y ‘Los Caballeros del Zodiaco’ y, por supuesto,
sobrevivir a los interminables apodos que me endosaban de free. Sin embargo todo cambió cuando me gustó una chica que recién
había llegado al circo. Era de piel canela y cabellos frondosos. No muy alta,
era dueña de una figura agradecida y flexible. Era la contorsionista del
espectáculo.
Cuando
la vi por primera vez, me impactó. Entró por mis ojos como entra un cuadro
renacentista en el mirar del experto. Era mayor que yo; no mucho, pero sí lo
suficiente como para pasar por alto un cotejo mío. Y no sólo eso, era una mujer
muy atractiva y coqueta. Y yo, yo era un niño cachetón, caderón y carente de
atractivo. Joder. Siendo que mi potencial no era la seducción física, tuve que
recurrir a la estrategia infalible de los entrados en carne: hacerme el mejor
amigo de ‘la chica de elástico’.
Me
resultó.
Nos
hicimos una y mugre. Íbamos a todos lados; ella me contaba sus cosas de mujer y
yo me limitaba a escucharla. Me convertí en su confidente, es su ‘diario’. Todo
lo que me decía entraba por un oído y se archivaba en algún lugar de mi
cerebro.
Todo
era lindo, pero el problema es que ella por mí, ni una migaja de
atracción.
Pero
como si el destino jugase a ser cruel conmigo y mis fallidos intentos por robar
el corazón de ‘La Mujer de Goma’, como la anunciaban en la pista de circo,
entró en escena un gallardo varón de ojos azules, cuerpón, y, para mi
desgracia, muy atractivo. Era el malabarista del circo. Tenía fama de pillín,
de galán de pueblo. Y no era para menos, pues al término de cada función
siempre había alguna pueblerina con ardientes deseos de conocerle.
Fue
sólo cuestión de tiempo para que la ‘elastigirl’
y ‘manos rápidas’ sintieran atracción
mutua.
Una
mañana que parecía ser cualquiera en mi rutina circense, mi amiga me consultó por
el joven buen mozo del malabarista. «No te parece de lo más lindo», me dijo,
con cierto brillo de ilusión en sus ojos. No contesté. Me limité a enarquear
mis gruesas cejas y a enchuecar mi jeta. No lo expuse, ni siquiera mostré un
ápice de angustia, pero por dentro enardecía de coraje. Un imbécil de cabellos
rubios y abdomen plano me estaba por comer el mandado, carajo. Todo mi plan,
mis horas alejado de mis series favoritas, mis regaños por no llegar a tiempo a
comer, todo, absolutamente todo, se vendría abajo.
Una
noche de tertulia, donde la luna se mostraba en esplendida figura, nos juntamos
todos los jóvenes del circo. No había ningún motivo en particular para la
reunión, era una simple junta de amigos. Ese día, que no era laborable, no vi
mi amiga. Fui a verla a su casa rodante pero su mamá la excusó y me dijo que
había salido desde temprano y que quizá demoraba en llegar. No me dio más
explicaciones ni detalles de su repentina salida. Me sentí ofendido; ella no
salía a ningún lado sin mí, ni siquiera me había dicho que iba a salir. Lo tomé
como una total falta de respeto y compromiso; me había traicionado. En la
reunión de amigos tampoco asistió el malabarista, pero no le presté mayor
importancia. Lo ignoré como se ignora un bicho raro, como se ignora al joven que
sube al bus a pedir caridad o se ignora a la viejita que le urge asiento y te
haces el dormido.
Al
día siguiente todo volvió a la normalidad. Los trabajadores del circo
comenzaron sus labores cotidianas desde muy entrada la mañana. Era miércoles,
día del debut, por tanto todo debía estar a pedir de boca. Vi a mi amiga casi
al mediodía, se hallaba en el ‘backstage’
armando lo que viene siendo su plataforma de trabajo: una mesa de cristal de un
metro de alto por tres ancho, con patas de araña bañadas en plata. Allí era
donde ella mostraba las habilidades corporales que tenía, donde ponía a prueba
la física, donde recogía unas rosa con sus labios, pero arqueando su espalda
hacia atrás. Me saludó muy risueña, con unos ojos de niña bien y con una
sonrisa que abarcaba todo su delicado y fino rostro. Le devolví el saludo, pero
mi respuesta fue corta y fría, como el viento de esa mañana en Tlalnepantla.
Ella no se tomó el tiempo para analizar lo gélido de mi proceder, me tomó del
brazo y me arrinconó en una esquina. «Ven, ven, ven, que tengo que decirte algo
importante», me dijo. Aunque trataba de sonar tranquila, no podía evitar el
revuelo que las mariposas le causaban a su elástica panza.
«Ayer
pasé uno de los mejores días de mi vida», me expuso. Miró a su al redor para
comprobar que nadie más oyera lo que me iba a contar. Se acomodó un mechón de
pelo atrás de su oreja izquierda, y con una voz delgada y placentera, agregó:
«Me fui a Chapultepec con él…; y pasamos todo el día juntos (por dentro sentía
como mis tripas se peleaban). No sabes. Es lindo, muy atento y servicial (es un
pendejo y cabrón, quise agregar). Fuimos a los juegos y luego entramos a la
casa del terror. Wow…allí me dio la mano y me abrazó cuando de la nada apareció
La Llorona —yo la escuchaba con suma atención, pero mi corazón de encogía; sus
palabras, aunque llenas de amor estaban, desgarraban mi ser—. Luego fuimos al
lago y allí, entre los árboles, me sujetó de la cintura (me imaginaba al ‘manos rápidas’ tocando la reducida
cintura de mi amiga con sus toscas garras. Una corriente de frío subió por mi
espalda) y me besó». Cuando terminó de narrarme su escena de amor tenía un
suspiro atorado en su pecho mientras se mordía los labios. Estaba enamorada.
Esa
noche, luego de terminado el show, nos volvimos a reunir todos los amigos del
circo. De nuevo faltó ‘elastigirl’ y
el galán de Chapultepec y héroe de la casa del terror. Entre los asistentes yo
era el único que sabía lo que había pasado entre ella y ‘manos rápidas’. Ella misma me había dicho que por el momento nadie
se enteraría, «es un secreto, y sólo lo sabes tú». Pero yo tenía trece años y
me hallaba cabreado; cómo era posible que mi amiga no se diera cuenta de lo que
yo sentía por ella. Ardido y completamente fuera de mí, expuse los detalles que
‘La Mujer de Goma’ confesó. Esa noche su ‘pequeño secreto’ pasó a formar parte
de la comidilla circense.
Por
supuesto que el ambiente circense no es ajeno a los placeres del chismorreo. Al
igual que en toda gran familia, son gustosos del cotilleo, y si es ajeno, pues
mejor. Al día siguiente me levanté muy temprano para ir a comprar el pan. De
regreso me encontré con mi amiga. A diferencia del día anterior, sus ojos
estaban llenos de lágrimas, ya no tenía más esa sonrisa primaveral que presumía
cuando me contaba sus detalles. Fingí demencia (aunque por dentro un espinazo
me decía de qué se trataba el asunto), me acerqué y le pregunté qué sucedía. Me
miró con cierta distancia, clavó sus redondos ojos marrones sobre mí, y bramó:
«Cómo
fuiste capaz de delatarme. Confié en ti porque eras (ERAS, esa palabra resonó
en mi cerebro) mi mejor amigo. Te conté algo que para mí era muy importante, y
qué haces tú, lo divulgas como si fuera un chisme barato. Por tu culpa mi papá
está enfadado conmigo. Me ha castigado y me ha prohibido verme con él. Me has
traicionado. Y nunca te lo perdonaré».
Sus
palabras, para mi sorpresa, no estaban cargadas de odio ni de resentimiento,
sino de decepción y angustia. Por una inmadurez mía, por una niñería mía,
perdió la oportunidad de vivir un amor juvenil, de aquellos que nacen debajo de
la carpa y luces de circo. Me sentí muy mal por ella. Mi estupidez me costó una
amiga. Han pasado ya dieciocho años desde esa metida de pata, y aunque ‘elastigirl’ y yo seguimos siendo
amigos, nunca olvidaré la lección que me dio esa mañana de sol dorado que se
postró sobre nosotros, pero que para ella era un sol carente de calor.
Se
marchó toda cabizbaja. Quería ir tras ella y pedirle perdón. Decirle que fui un
verdadero estúpido, que no quería esto para ella. Que nunca deseé que su padre
la resondrara por mi culpa. Pero sus palabras habían sido contundentes y tan
fuertes como un derechazo de boxeador. Me quedé allí, parado, noqueado, con la
bolsa de pan llena de gotas de vapor. La vi alejarse de mí. No volteó sino para
decirme algo, una cosa que quedó grabada en mi pecho y conciencia desde
entonces.
«A
la próxima…, sé más hombrecito»
Desde
entonces ando por la vida con esa consigna. He guardado los secretos de
aquellos que han confiado en mí para ser su baúl de recuerdos. Desde entonces
no ha salido de mi boca o he escrito nada que ‘ellos’ me hayan autorizado a
hacerlo.
Así
fue cuando, a la edad de trece años, una mujer de habilidades elásticas me enseñó
que un hombre no es aquel que anda presumiendo sus supuestas conquistas
carnales, sino aquel que sabe guardar un secreto.
Lima,
21 de mayo de 2014.
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