miércoles, 21 de mayo de 2014

CONFESIÓN # 05. A LOS TRECE ME HICE HOMBRE


 

 

En el circo, muchos de mis amigos alardeaban de lo que ‘hacían’ con sus conquistas de momento. Yo en cambio era prudente, no decía ni contaba nada. Bueno, tampoco tenía nada que contar; y qué podía saber un mozalbete de cortos trece años de los placeres infinitos de la sexualidad. Única diversión consistía en ver ‘Dragón Ball Z’, ‘Los Súper campeones’ y ‘Los Caballeros del Zodiaco’ y, por supuesto, sobrevivir a los interminables apodos que me endosaban de free. Sin embargo todo cambió cuando me gustó una chica que recién había llegado al circo. Era de piel canela y cabellos frondosos. No muy alta, era dueña de una figura agradecida y flexible. Era la contorsionista del espectáculo.

Cuando la vi por primera vez, me impactó. Entró por mis ojos como entra un cuadro renacentista en el mirar del experto. Era mayor que yo; no mucho, pero sí lo suficiente como para pasar por alto un cotejo mío. Y no sólo eso, era una mujer muy atractiva y coqueta. Y yo, yo era un niño cachetón, caderón y carente de atractivo. Joder. Siendo que mi potencial no era la seducción física, tuve que recurrir a la estrategia infalible de los entrados en carne: hacerme el mejor amigo de ‘la chica de elástico’.

Me resultó.

Nos hicimos una y mugre. Íbamos a todos lados; ella me contaba sus cosas de mujer y yo me limitaba a escucharla. Me convertí en su confidente, es su ‘diario’. Todo lo que me decía entraba por un oído y se archivaba en algún lugar de mi cerebro.  

Todo era lindo, pero el problema es que ella por mí, ni una migaja de atracción.    

Pero como si el destino jugase a ser cruel conmigo y mis fallidos intentos por robar el corazón de ‘La Mujer de Goma’, como la anunciaban en la pista de circo, entró en escena un gallardo varón de ojos azules, cuerpón, y, para mi desgracia, muy atractivo. Era el malabarista del circo. Tenía fama de pillín, de galán de pueblo. Y no era para menos, pues al término de cada función siempre había alguna pueblerina con ardientes deseos de conocerle.

Fue sólo cuestión de tiempo para que la ‘elastigirl’ y ‘manos rápidas’ sintieran atracción mutua.

Una mañana que parecía ser cualquiera en mi rutina circense, mi amiga me consultó por el joven buen mozo del malabarista. «No te parece de lo más lindo», me dijo, con cierto brillo de ilusión en sus ojos. No contesté. Me limité a enarquear mis gruesas cejas y a enchuecar mi jeta. No lo expuse, ni siquiera mostré un ápice de angustia, pero por dentro enardecía de coraje. Un imbécil de cabellos rubios y abdomen plano me estaba por comer el mandado, carajo. Todo mi plan, mis horas alejado de mis series favoritas, mis regaños por no llegar a tiempo a comer, todo, absolutamente todo, se vendría abajo.

Una noche de tertulia, donde la luna se mostraba en esplendida figura, nos juntamos todos los jóvenes del circo. No había ningún motivo en particular para la reunión, era una simple junta de amigos. Ese día, que no era laborable, no vi mi amiga. Fui a verla a su casa rodante pero su mamá la excusó y me dijo que había salido desde temprano y que quizá demoraba en llegar. No me dio más explicaciones ni detalles de su repentina salida. Me sentí ofendido; ella no salía a ningún lado sin mí, ni siquiera me había dicho que iba a salir. Lo tomé como una total falta de respeto y compromiso; me había traicionado. En la reunión de amigos tampoco asistió el malabarista, pero no le presté mayor importancia. Lo ignoré como se ignora un bicho raro, como se ignora al joven que sube al bus a pedir caridad o se ignora a la viejita que le urge asiento y te haces el dormido.

Al día siguiente todo volvió a la normalidad. Los trabajadores del circo comenzaron sus labores cotidianas desde muy entrada la mañana. Era miércoles, día del debut, por tanto todo debía estar a pedir de boca. Vi a mi amiga casi al mediodía, se hallaba en el ‘backstage’ armando lo que viene siendo su plataforma de trabajo: una mesa de cristal de un metro de alto por tres ancho, con patas de araña bañadas en plata. Allí era donde ella mostraba las habilidades corporales que tenía, donde ponía a prueba la física, donde recogía unas rosa con sus labios, pero arqueando su espalda hacia atrás. Me saludó muy risueña, con unos ojos de niña bien y con una sonrisa que abarcaba todo su delicado y fino rostro. Le devolví el saludo, pero mi respuesta fue corta y fría, como el viento de esa mañana en Tlalnepantla. Ella no se tomó el tiempo para analizar lo gélido de mi proceder, me tomó del brazo y me arrinconó en una esquina. «Ven, ven, ven, que tengo que decirte algo importante», me dijo. Aunque trataba de sonar tranquila, no podía evitar el revuelo que las mariposas le causaban a su elástica panza.

«Ayer pasé uno de los mejores días de mi vida», me expuso. Miró a su al redor para comprobar que nadie más oyera lo que me iba a contar. Se acomodó un mechón de pelo atrás de su oreja izquierda, y con una voz delgada y placentera, agregó: «Me fui a Chapultepec con él…; y pasamos todo el día juntos (por dentro sentía como mis tripas se peleaban). No sabes. Es lindo, muy atento y servicial (es un pendejo y cabrón, quise agregar). Fuimos a los juegos y luego entramos a la casa del terror. Wow…allí me dio la mano y me abrazó cuando de la nada apareció La Llorona —yo la escuchaba con suma atención, pero mi corazón de encogía; sus palabras, aunque llenas de amor estaban, desgarraban mi ser—. Luego fuimos al lago y allí, entre los árboles, me sujetó de la cintura (me imaginaba al ‘manos rápidas’ tocando la reducida cintura de mi amiga con sus toscas garras. Una corriente de frío subió por mi espalda) y me besó». Cuando terminó de narrarme su escena de amor tenía un suspiro atorado en su pecho mientras se mordía los labios. Estaba enamorada.  

Esa noche, luego de terminado el show, nos volvimos a reunir todos los amigos del circo. De nuevo faltó ‘elastigirl’ y el galán de Chapultepec y héroe de la casa del terror. Entre los asistentes yo era el único que sabía lo que había pasado entre ella y ‘manos rápidas’. Ella misma me había dicho que por el momento nadie se enteraría, «es un secreto, y sólo lo sabes tú». Pero yo tenía trece años y me hallaba cabreado; cómo era posible que mi amiga no se diera cuenta de lo que yo sentía por ella. Ardido y completamente fuera de mí, expuse los detalles que ‘La Mujer de Goma’ confesó. Esa noche su ‘pequeño secreto’ pasó a formar parte de la comidilla circense.

Por supuesto que el ambiente circense no es ajeno a los placeres del chismorreo. Al igual que en toda gran familia, son gustosos del cotilleo, y si es ajeno, pues mejor. Al día siguiente me levanté muy temprano para ir a comprar el pan. De regreso me encontré con mi amiga. A diferencia del día anterior, sus ojos estaban llenos de lágrimas, ya no tenía más esa sonrisa primaveral que presumía cuando me contaba sus detalles. Fingí demencia (aunque por dentro un espinazo me decía de qué se trataba el asunto), me acerqué y le pregunté qué sucedía. Me miró con cierta distancia, clavó sus redondos ojos marrones sobre mí, y bramó:

«Cómo fuiste capaz de delatarme. Confié en ti porque eras (ERAS, esa palabra resonó en mi cerebro) mi mejor amigo. Te conté algo que para mí era muy importante, y qué haces tú, lo divulgas como si fuera un chisme barato. Por tu culpa mi papá está enfadado conmigo. Me ha castigado y me ha prohibido verme con él. Me has traicionado. Y nunca te lo perdonaré».

Sus palabras, para mi sorpresa, no estaban cargadas de odio ni de resentimiento, sino de decepción y angustia. Por una inmadurez mía, por una niñería mía, perdió la oportunidad de vivir un amor juvenil, de aquellos que nacen debajo de la carpa y luces de circo. Me sentí muy mal por ella. Mi estupidez me costó una amiga. Han pasado ya dieciocho años desde esa metida de pata, y aunque ‘elastigirl’ y yo seguimos siendo amigos, nunca olvidaré la lección que me dio esa mañana de sol dorado que se postró sobre nosotros, pero que para ella era un sol carente de calor.

Se marchó toda cabizbaja. Quería ir tras ella y pedirle perdón. Decirle que fui un verdadero estúpido, que no quería esto para ella. Que nunca deseé que su padre la resondrara por mi culpa. Pero sus palabras habían sido contundentes y tan fuertes como un derechazo de boxeador. Me quedé allí, parado, noqueado, con la bolsa de pan llena de gotas de vapor. La vi alejarse de mí. No volteó sino para decirme algo, una cosa que quedó grabada en mi pecho y conciencia desde entonces.

«A la próxima…, sé más hombrecito»          

Desde entonces ando por la vida con esa consigna. He guardado los secretos de aquellos que han confiado en mí para ser su baúl de recuerdos. Desde entonces no ha salido de mi boca o he escrito nada que ‘ellos’ me hayan autorizado a hacerlo.

Así fue cuando, a la edad de trece años, una mujer de habilidades elásticas me enseñó que un hombre no es aquel que anda presumiendo sus supuestas conquistas carnales, sino aquel que sabe guardar un secreto.

 

 

Lima, 21 de mayo de 2014.  

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