miércoles, 11 de junio de 2014

115 KG






 

«Hola, mi nombre es lo de menos, tengo treinta y uno de años, soy abogado de profesión, casado, y tengo una enfermedad incurable. Padezco de obesidad»   

Si estuviera en un grupo al estilo ‘AA’ (alcohólicos anónimos) quizá esa hubiese sido mi presentación, mi saludo de bienvenida. Y debería haber agregado: «Y llevo siete años de sin comer chatarra».

No siempre fui el gordito de la familia. No siempre tuve caderas de vedete ni nalgas del tamaño de un poni. Miro fotos del ayer y veo a un niño dotado de salud, no veo a un niño rollizo con cara de papa y papada descomunal –cosa última que nunca tuve, felizmente-. Me veo normal hasta que cumplí nueve años. De pronto comencé a subir de peso, noté que mis pantalones no me cerraban, lo que era peor, a veces ni subían. Comencé a usar tallas que no eran para mi edad, dejé de usar jeans, pues no me gustaba cómo se me veían y no me sentía del todo cómodo conmigo; pero lejos de hacerle frente a mi gordura, me cobijaba en los dulces tentáculos de la comida chatarra.

Buena parte de mi existencia viví con sobrepeso, pero tampoco nunca me había sentido mal por ello. Incómodo sí, pero nada más. Cuando buscábamos una respuesta a mi volumen corporal, siempre se decía que era porque lo había heredado: «Viene de familia» comentaban. Y cierto es que un sector de mi familia son de huesos anchos y piernas bien despachadas, pero una cosa es tener huesos duros y otra cosa es ser gordo.

Yo mismo desconozco el hecho que me llevó a subir de peso de manera alarmante. Lo cierto que es disfrutaba de comer pizzas, tacos de longaniza, hamburguesas doble con queso y sus papitas fritas y, si había espacio, que siempre lo hubo, mi buena dotación de ‘Milkshake’. Como les dije, gran parte viví con sobrepeso. Gracias a ello, fui el centro de atracción de mis ‘amigos’, aquellos que se divertían a expensas de mi peso y talla.

‘Rotoplas’, ‘Siete ombligos’, ‘Ñoño’, ‘Seboso’, ‘Culón’, etcéteras, eran los apodos que mis cuates, mis chocheras, me endosaban todos los días. En mi época era conocido (en México) como «Carrilla» o «Chacota» (en Perú), hoy se le conoce como «Bullying». Así es. Como todo gordito ‘buena onda’, fui víctima del bullying. Yo no le prestaba mucha atención; a decir verdad pocas veces me incomodaban esos sobrenombres. Pero sí hubo veces en que me lastimaban esos cariños retorcidos, y más cuando venían de la persona que admiraba.

Dejé de usar jeans para usar los gloriosos y muy cómodos ‘pantalones cargo’. Fue como encontrar agua en pleno desierto árido. Fueron mi salvación por más de una década. Tenía más de una veintena de ejemplares de distintos colores. Hoy ni uno cuelga en mi ropero.

Cuando cumplí 16 años y regresé a USA, me sentí normal de nuevo. Ver por la calle a mastodontes andar en dos piernas y luego verme en un espejo, me hacía sentir anoréxico (que no lo estaba, claro es). Pese a tener un peso no agradable, no fue obstáculo para poder enamorarme o enamorar alguna fémina. Todo lo contrario. He de decir, con cierto orgullo, que mi peso no fue ningún obstáculo para atraer a mujeres guapas y requeteguapas. Pero por supuesto que me sentía intimidado cuando salíamos por la calle y veíamos al clásico ‘mamilas’ con ropita a lo ‘Slimfit’ con jean hechos a su medida. O cuando íbamos a la playa, no faltaban los ‘Surfees’ con sus pectorales cuadrados y sus abdómenes desprovistos de grasa que presumían unos ‘six packs’ de miedo. Nunca me quitaba el polo.

Si bien no tenía problemas visibles de salud, salvo mi ostentoso trasero de hipopótamo en reposo, nunca me sentí cómodo del todo. Como buen amante de la tela, gustaba de los ternos y las camisas. Me compraba ternos de tres y dos botones. Nunca me quedaban como al sujeto que los modelaba en la portada. Es como cuando vas a la peluquería, miras el catalogo y pides un corte de pelo. En verdad no quieres ése corte de pelo. Quieres verte como el cabrón que lo tiene (Guapo, nariz fina, mandíbula fuerte, orejas parejas, labios de encanto y mirada de niño bien portado. ¡CHALE!). Cada vez que me ponía el pantalón, rezaba porque este subiera. Y cada vez que me ponía el saco, suplicaba que este cerrara. Al verme al espejo veía una botella de culo ancho invertida. ¡Un asco total! Pero eso sí, bien elegante.

A los 17 comencé a vivir sólo. Me dedicaba a estudiar leyes y hacer la tareíta. Mi morada era un cuarto amplio pero vacío de cosas saludables. No tenía refrigeradora y menos una cocina. Mis desayunos eran dos sándwich con jamón y queso más mermelada de fresa encima. Y obvio, mi buena taza de café. Por la tarde, a la hora de almuerzo, mi menú podía ser una pizza de ocho rebanadas, una hamburguesa doble con queso, o medio pollo a la brasa con sus papitas. La cena iba desde repetir el menú de la tarde, hasta comer únicamente ‘Doritos Nachos’ con su gaseosa bien helada. Eso sí, gaseosa light. Digo, había que descuidar la figura.

A mediados del 2007 una tía mía, preocupada por mi peso, me invitó ir al nutricionista. En verdad estaba preocupada por mi talla. Fuimos y el doctor me pesó en su báscula. Tomó apuntes y se sentó tras el escritorio. Mi tía aguardaba la respuesta de manera ansiosa. Yo no.

«115 kilos», dijo el doctor en tono preocupante.

Abrí mis ojos como platos mientras un riachuelo de agua helada surcaba mi espalda. El doctor comenzó una charla sobre los hábitos alimenticios y la sana comida. Me explicó lo siguiente, pues sus palabras se gravaron en mi mente:

«Tienes 115 kilos. Mides 1.71 cm. Deberías pesar 68 kilos, máximo 73 kilos. No lo parece, pues tu volumen no refleja lo que realmente pesas. De hecho no sientes las consecuencias de tu peso porque eres joven. Pero tienes la presión arterial por las nubes. Y en cualquier momento puedes sufrir un paro al corazón por la grasa que rodeada a este órgano (ilustró la imagen con su puño y la palma de su mano). Amigo, tienes obesidad mórbida», sentenció sin endulzar las malas noticias el nutricionista.

Luego de un amargo y sepulcral silencio, le pregunté qué podía hacer al respecto. «Hay dos opciones», dijo. O seguir acumulando peso, o cambiar tu estilo de vida.

Me incliné por lo segundo.

Ordené mi vida alimenticia e hice un juramento conmigo mismo. Me despedí de las comidas rápidas y las porquerías que venden en las tiendas. Le dije adiós a todo lo que me gustaba. Y no me arrepiento.

Los primeros 28 días bajé diez kilos. Mi rostro, mis brazos, mis caderas, mi panza, mis piernas y mis nalgas adelgazaron de inmediato. Ahora pesaba 105 kilos. Pero no era suficiente. Al mes siguiente bajé 8 kg más. Ahora pesaba 98. Tuve que cambiar de ropa de manera alarmante. El sastre de mi cuadra se volvió mi mejor amigo y yo su mejor cliente. Le llevaba pantalón tras pantalón para que le metiera por aquí y por allá. Lo mismo con las camisas. Yo feliz.

Pero seguía sin ser suficiente. Mi meta era los 70 kg que debía pesar según mi altura. Al mes siguiente bajé únicamente 7 kg. La cosa se ponía difícil. Mi organismo ya no respondía con la misma rapidez que las primeras veces. Pero no doblegaría. Dos meses y medios después perdí 11 kg. Pero no era suficiente. Me faltaba bajar otros 9 kg. Pero no los pude bajar. Al menos no de inmediato.

Pero caray, había logrado bajar 36 kg en casi seis meses. Era otra persona distinta a la que inició el tratamiento. Mis amigos se sorprendían al verme, yo me sentía más cómodo que nunca. Luego de casi 17 años volvía a usar un jean en mi vida. Y si bien no me quedaba como al modelo que los presumía, al menos me cerraba. Y eso, era ganancia.

Pero no fue fácil bajar de peso. El nutricionista me dio una dieta balanceada y unas píldoras para controlar la ansiedad. Me dijo claramente que sufro de un trastorno alimenticio, «Y eso no se cura. Se controla», precisó.

Tengo más de cuatro años sin probar una hamburguesa. Hoy no me haría daño comer una, pero no me llama la atención. Tengo más de tres años sin probar una rebana de pizza, tampoco me haría daño, pero no me apetece. Tomó 5 litros de agua diaria. Como tres veces al día. Respeto mis horarios de comida. Ya no hago lo que hacía antes: «Si no tomé desayuno, entonces tengo derecho a almorzar doble. Si no almorcé, entonces tengo derecho a cenar doble». Ahora si por A o B motivo me quedé sin almorzar, ni modo, como una manzana y listo.

Cuando con mi esposa vamos a una cena familiar o algún encuentro y hay comida de por medio, comida que sé me hará mal, me disculpo y declino el plato. «¡Ah la dieta!», dicen, me enchuecan la mirada y siguen su rumbo. Sé que es feo y puede verse como falta de cortesía el no aceptar un plato en una reunión familiar. Pero ‘ellos’ no saben en verdad cuánto tuve que sacrificar y cuánto tengo que seguir sacrificando. Yo no tengo una dieta mágica; yo no vivo de dietas. Yo tengo un nuevo orden alimenticio en mi vida. Simplemente le di frente a la enfermedad que tengo, y no la he vencido, la he controlado.

Cuando amigos y familiares vieron la cantidad de peso que bajé, comenzaron dos cosas. Una, a preguntarme por la dieta mágica. «Pásame tu dieta». Dos, las críticas. «Estás muy delgado. Pareces enfermo»        

En cuanto a la primera: todos me preguntaban sobre la dieta (y a decir verdad, lo siguen haciendo). Otros me preguntaban si me había sometido a alguna operación. Los que me conocieron de robusto se alegraron por mí y mi nueva figura. Los que recién me conocen ni cuenta se dan que era obesito. Y es que debo agradecer que pese a que era un tamalón andante, nunca tuve papada y mis brazos nunca fueron gelatinosos. ¡La libré! 

En cuanto a la segunda: casi toda mi familia, a excepciones de padres y hermanos, la cosa estuvo dividida. Hubo quienes aplaudieron la tenacidad y la decisión de bajar de peso. Pero hubo otro sector filial que lejos de festejar conmigo, lanzaron sus lanzas contra mi nuevo peso. No siendo nutricionistas ni especialistas en la materia, criticaban abiertamente mi actual figura al grado de señalar que estaba enfermo. Lo curioso de todo ello es que daban por cierto que sí estaba enfermo. Tan fue así que en una ocasión llamaron a mi madre, que radica en USA, para contarle que ‘toda la familia’ estaba preocupada «Es que no se ve sano», le dijeron. Alarmaron a mi pobre progenitora.

Es raro. Si daban por cierto que padecía de algún mal, o de algo que me haya consumido la grasa… ¿por qué no se preocuparon por mí directamente, es decir, por qué no se tomaron la molestia de indagar sobre mi salud? Lo chistoso del caso, es que la mayoría que me lanzaba esos adjetivos eran (y son) personas que difícilmente pasarían un examen físico con soltura, y con holgura.

¡Vaya que se mira la paja en el ojo ajeno!

Con ello aprendí que no a todos puedes tenerlos contentos. Hay quienes te criticarán por ser gordo y hay quienes te darán con palo por ser flaco. Lo importante en verdad es que uno mismo se sienta bien.

Bajé de peso por un tema de salud. Y bueno, también porque a los primeros que se los carga la chingada en un desastre natural es a los gorditos, o a los primeros que se saborean los muertos vivientes son a los orondos sujetos,  sino, miren las películas de Zombis. Al primero en engullirse siempre es al entrado en carnes. Me siento bien y me gusto cómo me veo. No soy el papacito del vecindario, ni tengo el abdomen de ‘Gerard Butler’ que tanto encanta a mi cuñada, pero me agrado. La verdad, no hay nada más rico que ir a una tienda de ropa, probarte un jean, que este suba, y  que cierre. Como si te hubiese estado esperando desde que salió de la fábrica.

El camino no ha sido fácil, y aún hoy en día, tras siete años de arduo trabajo, tampoco lo es. No como comida chatarra, pero no significa que no se me antoje; tengo mis debilidades, y son precisamente esas debilidades las que debo tener lejos de mí.

Hoy en día soy una persona que camina a gusto por la calle. La ropa que me gusta es la ropa que me queda. Entreno todos los días en el gym (de 6am a 7am), por las noches hago cardio y quince minutos de abdominales. Corro 5 kilómetros en 30 minutos —para alguien que ha sido operado de la rodilla dos veces, es como ser Usain Bolt—. Mido 1.71 y peso 70 kilos. Hay personas que me piden consejos para bajar de peso y me ruegan por la dieta milagrosa.

Señores, no hay dieta milagrosa. Quieres tener una buena vejez, entonces jubílate desde joven. Hay quienes me tachan de aburrido porque no fumo, no tomo, ni me juergueo como ellos. Cuando lleguemos a viejos (si es que el Todopoderoso lo permite) veremos, entonces, el resultado.

Ahora, si tanto insisten con la dieta…

La mejor dieta para bajar de peso es: LA DISCIPLINA, ACOMPAÑADA DE UNA GRAN FUERZA DE VOLUNTAD.

«Mi nombre muchos ya lo saben. Tengo treinta y uno de años, soy abogado de profesión, casado, y tengo una enfermedad incurable. Padezco de obesidad. La he controlado. Y soy feliz»

 

Lima, 11 de junio de 2014.   

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