Los días de descanso en
el circo eran los lunes y martes de cada semana. Los domingos, luego de
terminada la última función, los trabajadores del circo ¾a quienes se les conoce como ‘empleados’, es decir las personas
encargadas de subir y bajar la carpa de colores y montar todo a los respectivos
contenedores¾ desarmaban la
enorme lona azul con estrellas dibujadas. Esa misma noche, ya todo en los
contenedores, nos íbamos todos en caravana hasta la siguiente ciudad o pueblo
para ofrecer el espectáculo del Circo
Hermanos Vázquez. Los lunes y martes eran los días de descanso para los
artistas del show, pero para los ‘empleados’ eran los días de más arduo
trabajo. Tenían que trabajar pese al cruel sol o intenso frío, no había excusa,
todo tenía que estar listo para el día del debut,
que eran los miércoles. Pero ese no era mi problema. Los días lunes y martes
eran mis días descanso. Yo no era artista, pero tampoco ‘empleado’; era el hijo del trapecista, y eso tenía sus ventajas.
Mis abuelos paternos
trabajaban en la otra sección del Circo
Hermanos Vázquez¸ que siempre estaba
en Distrito Federal de la ciudad de México. Yo aprovechaba los días de descanso
para ir a visitarlos; a veces me iba
solo en un bus interprovincial, otras veces mi amigo Franco Meda me daba un ray hasta la capital. En el trayecto al
DF, mi amigo Franco y yo nos enfrascábamos en grandes conversaciones; él echaba
porras a su Chivas Rayadas y yo defendía con vehemencia mi Máquina Cementera
del Cruz Azul; luego, acabada la cruzada deportiva, siempre se burlaba de mi
diciéndome «Wey, el payaso nace, no se
hace», en alusión a lo malo que era de payaso cuando tenía que suplir a Chuy Vázquez, uno de los hijos del dueño.
Yo siempre le devolvía con un revés diciéndole que tarde o temprano seríamos
familia, «Tranquilo, que le voy a decir a
tu hermana que no tratas bien a tu futuro cuñado». Él me lanzaba una miraba
con cierto desprecio alegrón, y terminaba diciéndome: «Vuelas alto»
¡Cuánto te extraño
amigo! Pronto nos veremos pa´ echarnos un Dr.
Pepper, allá, donde todo brilla.
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Mi abuela al verme
siempre se emocionaba.
«¡Hijito de mi vida y mi corazón!», gritaba al tiempo que me llenaba
de besos y caricias.
«Has de tener mucha hambre, ahora mismo te hago de comer». Sacaba su
enorme sartén y freía costillas de cerdo con huevos estrellados.
Me encantaba.
Por la tarde la
acompañaba al mercado. La veía regatear y defender su solvencia con los
mercaderes. «El ahorro es la mejor
inversión», presumía, con esa hermosa sonrisa que sólo doña Delia tiene. De
regreso a la casa rodante, la veía cocinar sus ricos estofados con arroz
blanco. A las afueras, el ambiente circense comenzaba a notarse, los ‘empleados’ iniciaban la tarea de limpiar
sillas y sacudir las gradas. El ronroneo del generador de luz, llamado LA PLANTA, comenzaba a dar sus calentamientos
previos a la función. Luego de almorzar con mis abuelos y mis tíos, daba vueltas
para encontrarme con mis antiguos amigos de infancia. Había rostros conocidos,
otros no tanto y otros que ni siquiera conocía. Pero uno de los rostros que más
me gustaba ver, no estaba. Sus enormes ojos azules, como el corazón profundo
del mar, y su cabello rubio, como las flamas del fuego naciente, se hacían
esperar, como se hace esperar lo mejor.
A diferencia de la
sección donde trabajamos en provincia, el Circo
Hermanos Vázquez, cuyo dueño es el señor Guillermo Vázquez ¾hombre de mediana estatura, bigote
norteño y espíritu campechano¾,
trabaja todos los días de la semana. Otra diferencia resaltante era que siempre
se quedaba un mes o hasta dos meses en el mismo terreno, le fuera mal, o le
fuera bien. Todos los artistas de circo querían trabajar en esa sección. En ese
entonces yo contaba con catorce años de edad, era un niño robusto y muy
inseguro. Pero muy enamoradizo. Siempre anda babeando por una chica, y en ese
entonces, no había excepción. Se trataba de una de las chicas más guapas que a
los catorce años podía haber visto jamás, juro. Alta, delgada, de abdomen plano
y sonrisa radiante. Émula de Barbie,
gozaba de unas piernas largas y firmes, tan blancas como las nubes primaverales
de Cuernavaca.
¡Estaba fascinado!
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Durante el show, no iba a ver los actos que el Circo Hermanos Vázquez ofrecía; me
quedada con mi abuela viendo novelas o inflando los globos que mi abuelo y mis
tíos salían a vender en el Intermedio
de la función. Me gustaba estar con mi abuela. Disfrutaba mucho de su compañía;
además, siempre llenaba mi ‘baúl de
recuerdos’ con anécdotas de mis padres cuando jóvenes, o mías, cuando
chaval de dos años. «Eras la muerte,
hijito», repetía una y otra vez con esa voz de abuela que todo nieto gusta
escuchar.
Pero, no era del todo
cierto que no veía el show del circo.
La música de la banda en vivo que tenía (y que aún tiene) el Circo Hermanos Vázquez, era mi alerta
personal. Cada acto tenía su propia
música, y la de mi Barbie, también.
Como si en mi pecho se hubiesen gravado las partituras de su melodía, sabía cuándo
ella estaba a minutos de salir a la
pista del circo.
Me inventaba excusas.
¾ Abu... Ya vengo. Voy a comprar a la
tienda.
«Ya
hijito». Decía mi abuela. «Con mucho cuidado» Prevenía mi abuela.
Cual león perseguido,
corría velozmente hacia la carpa del circo. Entraba por la puerta trasera, que
era exclusiva para los artistas del show.
Allí es donde la veía siempre. Ella estaba preparándose para salir a la
pista. Estiraba sus brazos hacia riba, luego hacia los costados. Ponía a ritmo
su cuerpo de fina estampa. Cumpliendo con su ritual, masajeaba de manera
impetuosa su rodilla, aquella que le traía ciertas molestias y que cubría con
una venda fuertemente ajustada. Yo, tras bambalinas, me imaginaba conversando
con ella, rogando que de alguna forma, aún que sea por accidente, supiera de mi
existencia. Me hubiese gustado tener el valor siquiera de poderle decir un «hola».
Nunca lo hice.
Ser atrevido e impetuoso,
no era parte de mí. Pero, ¿qué habría pasado entonces si hubiese tomado el
coraje y le hubiese dicho «Me gustas. Me
gustas mucho, ¡Oh, extraña flor circense, cuya belleza llena aún más, el mundo
mágico del circo»? Lo más probable es que me hubiese visto como a bicho
raro. ¿Qué oportunidad hubiese tenido un niño robusto, con una chica de notable
belleza, y que además me llevaba dos cabezas de altura? Ninguna. O tal vez un «¡Ay qué lindo!» Y hubiese revuelto mis
cabellos, como si fuese una mascota.
Nunca dije nada hasta
ahora. Y quizá fue lo mejor. Quizá de haber expuesto mis sentimientos, esta
historia no existiría.
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Sólo una vez tuve
oportunidad de estar cerca de ella y apreciar su encantadora mirada. Ella salía
del supermercado y yo entraba con mi abuela. «Señora. Buenas Tardes», saludó a mi abuela. «Hola hijita», respondió doña Delia. Mi abuela me miró de reojo, y
como quien no quiere la cosa…«Te presento
a mi nieto Luchito. Es primo de Yuri». Ella bajó la mirada y me obsequió
una sonrisa que presumía su perfecta dentadura blanca.
«Mucho
gusto», exclamó.
No respondí.
No supe qué me pasó en
ese momento. Pero sentí que mis cuerdas vocales me traicionaban
canallescamente. No pude emitir sonido alguno.
«Doña
Delia, fue un gusto verle. Hasta Luego. Adiós Luchito»
Se excusó.
Pero como si ella
hubiese reconocido algo, como si los astros se hubiesen alineado luego de cien
años, como si mis oraciones hubiesen sido escuchadas, algo mágico pasó. Se
inclinó ligeramente hacia mí ¾su
largo cabello rubio cubrió sus hombros pecosos¾,
acercó su rostro a mi mejilla, y con un cálido choque de sus labios, se
despidió de mí, con un tierno beso en la mejilla. Mi corazón latía tan fuerte
parecía salir de mi pecho. Tragué saliva y mis aletas nasales revoloteaban como
alas de colibrí. De ella brotaba una utopía de fragancias indescriptibles.
Sencillamente delicioso.
Me quedé helado.
Atónito. No entraba mí, tamaño suceso. Estaba secretamente feliz. Sentí su
candor, su simpatía, su amabilidad.
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Hoy está casada y es
mamá de dos hijas; princesitas que al igual que ella, han heredado esa belleza
innegable con la que fue dotada su madre.
Hoy recuerdo con mucha
simpatía ese ayer nublado de encantadores recuerdos. Hoy recuerdo con añoranza
los días libres que aprovechaba para ir a visitar a mis abuelos, pero, además, aprovechaba
para admirar una de las bellezas más naturales que el circo mexicano ha podido
ofrecer, y cómo es que me escurría de la casa rodante de mi abuela para ir y
verla destacar con su acto, donde ponía a prueba la habilidad de dominar una
enorme bola roja con los pies, mientras hacía malabares con sus manos, o subir
una escalera cromada al tiempo que equilibraba una filosa espada con sus rojos
labios.
«Después
de todo, no es sólo a mí a quién vienes a ver, eh… »
Dijo mi abuela, con
clamor de quien lee los ojos de un niño ilusionado de catorce años.
Lima, 05 de
febrero de 2014.
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