miércoles, 5 de febrero de 2014

CORAZÓN PROFUNDO DEL MAR







Los días de descanso en el circo eran los lunes y martes de cada semana. Los domingos, luego de terminada la última función, los trabajadores del circo ¾a quienes se les conoce como ‘empleados’, es decir las personas encargadas de subir y bajar la carpa de colores y montar todo a los respectivos contenedores¾ desarmaban la enorme lona azul con estrellas dibujadas. Esa misma noche, ya todo en los contenedores, nos íbamos todos en caravana hasta la siguiente ciudad o pueblo para ofrecer el espectáculo del Circo Hermanos Vázquez. Los lunes y martes eran los días de descanso para los artistas del show, pero para los ‘empleados’ eran los días de más arduo trabajo. Tenían que trabajar pese al cruel sol o intenso frío, no había excusa, todo tenía que estar listo para el día del debut, que eran los miércoles. Pero ese no era mi problema. Los días lunes y martes eran mis días descanso. Yo no era artista, pero tampoco ‘empleado’; era el hijo del trapecista, y eso tenía sus ventajas.

Mis abuelos paternos trabajaban en la otra sección del Circo Hermanos Vázquez¸ que siempre estaba en Distrito Federal de la ciudad de México. Yo aprovechaba los días de descanso para ir a visitarlos; a  veces me iba solo en un bus interprovincial, otras veces mi amigo Franco Meda me daba un ray hasta la capital. En el trayecto al DF, mi amigo Franco y yo nos enfrascábamos en grandes conversaciones; él echaba porras a su Chivas Rayadas y yo defendía con vehemencia mi Máquina Cementera del Cruz Azul; luego, acabada la cruzada deportiva, siempre se burlaba de mi diciéndome «Wey, el payaso nace, no se hace», en alusión a lo malo que era de payaso cuando tenía que suplir a Chuy Vázquez, uno de los hijos del dueño. Yo siempre le devolvía con un revés diciéndole que tarde o temprano seríamos familia, «Tranquilo, que le voy a decir a tu hermana que no tratas bien a tu futuro cuñado». Él me lanzaba una miraba con cierto desprecio alegrón, y terminaba diciéndome: «Vuelas alto»

¡Cuánto te extraño amigo! Pronto nos veremos pa´ echarnos un Dr. Pepper, allá, donde todo brilla.

 

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Mi abuela al verme siempre se emocionaba.

«¡Hijito de mi vida y mi corazón!», gritaba al tiempo que me llenaba de besos y caricias.

«Has de tener mucha hambre, ahora mismo te hago de comer». Sacaba su enorme sartén y freía costillas de cerdo con huevos estrellados.

Me encantaba.

Por la tarde la acompañaba al mercado. La veía regatear y defender su solvencia con los mercaderes. «El ahorro es la mejor inversión», presumía, con esa hermosa sonrisa que sólo doña Delia tiene. De regreso a la casa rodante, la veía cocinar sus ricos estofados con arroz blanco. A las afueras, el ambiente circense comenzaba a notarse, los ‘empleados’ iniciaban la tarea de limpiar sillas y sacudir las gradas. El ronroneo del generador de luz, llamado LA PLANTA, comenzaba a dar sus calentamientos previos a la función. Luego de almorzar con mis abuelos y mis tíos, daba vueltas para encontrarme con mis antiguos amigos de infancia. Había rostros conocidos, otros no tanto y otros que ni siquiera conocía. Pero uno de los rostros que más me gustaba ver, no estaba. Sus enormes ojos azules, como el corazón profundo del mar, y su cabello rubio, como las flamas del fuego naciente, se hacían esperar, como se hace esperar lo mejor.

A diferencia de la sección donde trabajamos en provincia, el Circo Hermanos Vázquez, cuyo dueño es el señor Guillermo Vázquez ¾hombre de mediana estatura, bigote norteño y espíritu campechano¾, trabaja todos los días de la semana. Otra diferencia resaltante era que siempre se quedaba un mes o hasta dos meses en el mismo terreno, le fuera mal, o le fuera bien. Todos los artistas de circo querían trabajar en esa sección. En ese entonces yo contaba con catorce años de edad, era un niño robusto y muy inseguro. Pero muy enamoradizo. Siempre anda babeando por una chica, y en ese entonces, no había excepción. Se trataba de una de las chicas más guapas que a los catorce años podía haber visto jamás, juro. Alta, delgada, de abdomen plano y sonrisa radiante. Émula de Barbie, gozaba de unas piernas largas y firmes, tan blancas como las nubes primaverales de Cuernavaca.

¡Estaba fascinado!

 

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Durante el show, no iba a ver los actos que el Circo Hermanos Vázquez ofrecía; me quedada con mi abuela viendo novelas o inflando los globos que mi abuelo y mis tíos salían a vender en el Intermedio de la función. Me gustaba estar con mi abuela. Disfrutaba mucho de su compañía; además, siempre llenaba mi ‘baúl de recuerdos’ con anécdotas de mis padres cuando jóvenes, o mías, cuando chaval de dos años. «Eras la muerte, hijito», repetía una y otra vez con esa voz de abuela que todo nieto gusta escuchar.

Pero, no era del todo cierto que no veía el show del circo. La música de la banda en vivo que tenía (y que aún tiene) el Circo Hermanos Vázquez, era mi alerta personal. Cada acto tenía su propia música, y la de mi Barbie, también. Como si en mi pecho se hubiesen gravado las partituras de su melodía, sabía cuándo ella estaba a minutos de salir a la pista del circo.

Me inventaba excusas.

¾ Abu... Ya vengo. Voy a comprar a la tienda.

«Ya hijito». Decía mi abuela. «Con mucho cuidado» Prevenía mi abuela.

Cual león perseguido, corría velozmente hacia la carpa del circo. Entraba por la puerta trasera, que era exclusiva para los artistas del show. Allí es donde la veía siempre. Ella estaba preparándose para salir a la pista. Estiraba sus brazos hacia riba, luego hacia los costados. Ponía a ritmo su cuerpo de fina estampa. Cumpliendo con su ritual, masajeaba de manera impetuosa su rodilla, aquella que le traía ciertas molestias y que cubría con una venda fuertemente ajustada. Yo, tras bambalinas, me imaginaba conversando con ella, rogando que de alguna forma, aún que sea por accidente, supiera de mi existencia. Me hubiese gustado tener el valor siquiera de poderle decir un «hola».

Nunca lo hice.

Ser atrevido e impetuoso, no era parte de mí. Pero, ¿qué habría pasado entonces si hubiese tomado el coraje y le hubiese dicho «Me gustas. Me gustas mucho, ¡Oh, extraña flor circense, cuya belleza llena aún más, el mundo mágico del circo»? Lo más probable es que me hubiese visto como a bicho raro. ¿Qué oportunidad hubiese tenido un niño robusto, con una chica de notable belleza, y que además me llevaba dos cabezas de altura? Ninguna. O tal vez un «¡Ay qué lindo!» Y hubiese revuelto mis cabellos, como si fuese una mascota.

Nunca dije nada hasta ahora. Y quizá fue lo mejor. Quizá de haber expuesto mis sentimientos, esta historia no existiría.

 

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Sólo una vez tuve oportunidad de estar cerca de ella y apreciar su encantadora mirada. Ella salía del supermercado y yo entraba con mi abuela. «Señora. Buenas Tardes», saludó a mi abuela. «Hola hijita», respondió doña Delia. Mi abuela me miró de reojo, y como quien no quiere la cosa…«Te presento a mi nieto Luchito. Es primo de Yuri». Ella bajó la mirada y me obsequió una sonrisa que presumía su perfecta dentadura blanca.

«Mucho gusto», exclamó.

No respondí.

No supe qué me pasó en ese momento. Pero sentí que mis cuerdas vocales me traicionaban canallescamente. No pude emitir sonido alguno.

«Doña Delia, fue un gusto verle. Hasta Luego. Adiós Luchito»

Se excusó.

Pero como si ella hubiese reconocido algo, como si los astros se hubiesen alineado luego de cien años, como si mis oraciones hubiesen sido escuchadas, algo mágico pasó. Se inclinó ligeramente hacia mí ¾su largo cabello rubio cubrió sus hombros pecosos¾, acercó su rostro a mi mejilla, y con un cálido choque de sus labios, se despidió de mí, con un tierno beso en la mejilla. Mi corazón latía tan fuerte parecía salir de mi pecho. Tragué saliva y mis aletas nasales revoloteaban como alas de colibrí. De ella brotaba una utopía de fragancias indescriptibles. Sencillamente delicioso.  

Me quedé helado. Atónito. No entraba mí, tamaño suceso. Estaba secretamente feliz. Sentí su candor, su simpatía, su amabilidad.

 

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Hoy está casada y es mamá de dos hijas; princesitas que al igual que ella, han heredado esa belleza innegable con la que fue dotada su madre.

Hoy recuerdo con mucha simpatía ese ayer nublado de encantadores recuerdos. Hoy recuerdo con añoranza los días libres que aprovechaba para ir a visitar a mis abuelos, pero, además, aprovechaba para admirar una de las bellezas más naturales que el circo mexicano ha podido ofrecer, y cómo es que me escurría de la casa rodante de mi abuela para ir y verla destacar con su acto, donde ponía a prueba la habilidad de dominar una enorme bola roja con los pies, mientras hacía malabares con sus manos, o subir una escalera cromada al tiempo que equilibraba una filosa espada con sus rojos labios.  

«Después de todo, no es sólo a mí a quién vienes a ver, eh… »

Dijo mi abuela, con clamor de quien lee los ojos de un niño ilusionado de catorce años.     

 


Lima, 05 de febrero de 2014.

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