viernes, 28 de febrero de 2014

AMARGO 23


 

Todo parecía un día normal en la oficina. No hubo mucho trajín, como es costumbre siempre en el mes de diciembre. Casi de podría decir que ir a al laburo es mero capricho. Yo acababa de revisar varios informes jurídicos respecto de los procesos laborales que patrocinamos para varias empresas. Nada del otro mundo, sólo meros eufemismos profesionales para mantener contento al cliente. Eran las tres de la tarde y los socios principales no estaban en la oficina. En el Directorio, todo comenzaba a quedar listo para el pequeño brindis que se realizaría por fin de año, o mejor dicho por Navidad. Recibí un mensaje a mi celular. Era mi esposa recordándome que sus hermanas y sus respectivas familias estarían en casa para cenar. Una de mis cuñadas había llegado de la Argentina para pasar fiestas con su papá, quien estaba delicado de salud. Pero para la cena de Noche Buena no estarían con nosotros, por lo que se optó que el 23 de diciembre cenáramos cómo si fuese 24.

Y así fue.

Cuarto para las cuatro de la tarde me avisan que los socios y todo el personal del Estudio ya estaban reunidos en el Directorio. Fui al servicio, refresqué mi cara, me acomodé la corbata, traté de seducir al espejo, y me fui al brindis. En efecto, ya todos estaban sentados, básicamente esperándome. Me sentí incomodo, pero me repuse de inmediato. Un joven de entre los 26 a 30 años, alto, de figura desgarbada, cabello negro engominado y mirada expresiva, comenzaba a verter el Champagne sobre las copas. Puse mi palma sobre la copa y le dije que yo tomaría agua. Me miró por unos instantes, seguro pensando que se trataba de una broma. Pero el comentario inesperado de uno de mis colegas, afirmó mi pedido. «Es que él es un señorito, y sólo toma agua», le dijo, con un guiño al mozo.   

Uno de los socios principales, uno que tiene un parecido increíble al actor cómico ‘Will Ferrell’, tomó su copa y le dio tres ligeros golpecito para llamar la atención de todos los abogados presentes. Dio las gracias por el profesionalismo con que se vienen desarrollando en la empresa, por estar siempre dispuestos a solucionar temas que, por su complejidad, nos roba horas fuera de casa. Nos dijo que somos una gran familia y que espera que todos sigamos con el mismo ímpetu y dedicación. Es un buen abogado, de los mejores que conozco en su rama, pero la oratorio no es su fuerte. Luego, una vez que todos los socios dieron uso de la palabra, tocó el turno a los abogados jóvenes.

Fui el tercero en agradecer.

Todos alzamos las copas burbujeantes, menos la mía, y nos deseamos el bien. Nos dimos los abrazos respectivos, nos deseamos una feliz navidad, y partimos del Directorio. Unos cuantos se quedaron allí bebiendo más y aprovechando las generosas fuentes llenas de papitas fritas y aperitivos gourmet.

Al entrar a mi oficina, sobre el buró, estaba una nota. Era de mi secretaria. Dr. Su esposa llamó para decirle que si puede comprar pan baguete para la cena. Me senté en mi sillón y comencé a revisar la publicación que haría en mi blog ese día. ‘Estoy Maldito’, titulaba. Eran la cinco en punto. Di unos cuantos apuntes más a la publicación y, luego de encontrar la foto que la acompañaría, la publiqué en mi blog y luego lo compartí en mi Facebook. Apagué mi portátil, guarde algunos archivos en sus files y salí de la oficina no sin antes volver a despedirme de los pocos socios y asociados del Estudio.

De los abogados de la firma, soy el único que no tiene auto. No me gustan, los veo innecesarios. Además, siento que le doy un regalo a mi Lima gris por no formar parte de su contaminación. El supermercado más cerca está a cinco cuadras; así que me fui hacía allá con el maletín donde guardo la portátil y con otro portafolio en la mano derecha llenos de documentos que vería el fin de semana.

Uno de los socios me vio caminado.

¾ Eh, colega. ¿Dónde vas?

Le respondí.

¾ ¿Deseas que te lance? Voy hacia esa dirección ¾me invitó.

Le agradecí la oferta. Pero le dije que no era necesario, que estaba cerca y prefería caminar. El abogado estiró dos dedos, los llevó a su frente y despidió con un saludo marcial con una mueca de sonrisa. Retomó su empresa cuando de pronto frenó de manera intempestiva. El chillido de las llantas despertó la atención de propios y extraños que se asomaron para ver qué había ocurrido. Una moto de carreas color blanco con dos tipos montados se había cruzado la luz roja sin medir cuenta. De no haber sido por el rápido reflejo del abogado, los cuerpos de los imprudentes hubiese adornando el pavimento junto con sus sesos.

¾ ¡Carajo! Fíjate. ¡Animal! ¾ Gritó mi colega a los motociclistas.

Pero estos no respondieron, al menos no de forma verbal. Se quedaron varios segundos mirando fijamente hacia el conductor que los increpó. No pude ver sus facciones, pues llevaban puestos cascos oscuros de protección. Pero ambas cabezas están en dirección al auto que casi los arrolla.

Uno de ellos, el que iba de acompañante (vestía vaqueros), puso un píe en la pista, e inclinó el cuerpo dispuesto a desmontar la moto pero el canto de una sirena policial lo desalentó. Retomó su posición anterior y siguieron marcha. La luz volvió a verde, y mi colega aceleró el paso.

Caminé varias cuadras pensando en lo que acaba de ocurrir, pero también pensaba en comprar el baguete, llegar a casa y pasarla en familia. Llegué al cruce de la Av. Garzón con la Av. Mariátegui, ya estaba cerca del supermercado. Algunas tiendas comenzaban a encender la luz en respuesta al rojo anochecer que anunciaba la bienvenida de una tibia velada. El hombro derecho me molestaba por el peso de la portátil y varios otros documentos. Disimulé el cansancio de mi extremidad pensando en la publicación que hice en mi blog. Estaba seguro que ‘Estoy Maldito’ daría qué hablar.

Saqué mi celular del bolsillo derecho de pantalón para ver la hora; eran las 5.55pm.

No olvidaré nunca esa hora.

Una chica de baja estatura, morocha y de cabellos largos, caminaba hacia mí. Deambulaba con cierto rumbeo propio de su abolengo. Tarareaba una canción mientras sus ojos estaban clavados en su ‘Smartphone’. Pudo caer un asteroide y eliminar cualquier rastro de vida terrestre, pero la fulana ni cuenta se hubiese dado. Era una zombi con jeans rasgados y blusa acebrada. Sin embargo lo vi; allí estaba, acechaba a su presa. Lo vi. Supe lo que ocurriría. Pero no dije nada. Quizá por ello mi sentimiento de culpa. Pude gritar, precaverla, pero… ¿por qué no lo hice, maldita sea?

El truhan ¾sigiloso y silencioso, como el andar de un gato sobre la paja¾, detrás de su presa estaba. Cual rata de alcantarilla se mantenía a la sombra, donde pocos podían advertir su presencia. Pero yo sí lo vi, y lo veía bien.

Tenía ojos grandes y el rostro consumido. Sus pómulos pronunciados y puntiagudos, emulaban ser el reflejo puro de la maldad. Adiviné de inmediato las intenciones del gañan, pero no dije nada, ¿por qué no grite? Pensé que tal vez podía equivocarme, ¿por qué juzgar mal a un sujeto de cabeza rapada y cuerpo tatuado?

Fui un estúpido.

Aunque todo se consumió en menos de treinta segundos, tuve la impresión de ver todo en cámara lenta, pudiendo apreciar al milímetro los detalles de la película de cual fui testigo. Las imágenes se han adherido a mi mente de tal manera que aún hoy se me pone la piel de gallina de tan sólo recordarlo…

La mujer siguió su empresa ignorando lo que le estaba a punto de pasar; el forajido, que se hallaba a cuatro metros de ella, de un salto relámpago se puso a la espalda de su víctima (yo seguía mirando), acto seguido lanzó un primer zarpazo para hacerse con el botín del día, pero un reflejo ¾ más de instinto que de habilidad¾ de la chica de piel canela, evitó que el granuja se apoderada de su cajita boba, por lo que enfurecido, y ya viéndose descubierto, poco le importó enderezar su postura hacia su débil mártir: la miró fijamente, sus ojos escupían fuego y su dientes estaban apretados en un claro gesto cólera por haber fallado en su primer intento. La mujer retrocedió tres pasos, se le notaba aun sorprendida, pero no gritó, no pidió exilio, sólo retrocedió sin quitarle vista a su agresor.

Yo seguía la escena atentamente, pretendiendo no cerrar los ojos. No quería perder detalle alguno, ¿habrá sido ello? ¿Quería ser testigo silencioso de lo que estaba pasado para poder narrarlo? ¿O es que estaba tan impresionado que no pude reaccionar cómo lo debería hacer un ciudadano normal?

El rufián volvió al ataqué. Sus brazos delgados y venosos se dirigieron hacia el celular, esta vez la infortunada víctima nada pudo hacer. Pero lejos de facilitarle la labor, la mujer se aferró al pequeño artefacto negro con un ícono blanco que no pude distinguir muy bien dado a los fuertes movimientos de sus contrincantes. Él luchaba con todas sus fuerzas al tiempo que le soltaba cualquier cantidad de improperios que difícilmente estarían en la boca de un ‘cristiano’. Ella no hacía caso, y sin emitir palabra alguna, seguía batallando ferozmente por lo que era suyo, ¿Qué derecho tiene una persona de ostentar algo por lo que no ha trabajado? Que se joda. ¡Sí, que se joda!

El vulgar chacal, al ver que la resistencia de su oponente, y viendo que los injurias y maldiciones propinadas no hacían mella ella, dio un paso hacia atrás para volver con una fuerte patada que impactó sobre las piernas de la mujer; pero ésta, lejos de quejarse, se afianzaba aún más al teléfono móvil, peleando ferozmente, estoicamente ¿Estúpidamente? ¿Tanto puede valer un mugre celular como para soportar insultos indignos y recibir, cual costal de papas, puntapiés de un hijoeputa maldito? ¿Vale hoy en día más un Smartphone que la integridad de una persona? ¡Malditos artefactos, carajo!

El claxon de varios autos se hicieron presentes, pero ninguno bajaba a socorrer a la mujer. Cuando reaccioné, consciente de que mis ojos habían visto demasiado, tomé la firme decisión de ayudar a la tenaz víctima. Pero tenía las manos ocupadas y el hombro cansado, poco podría haber hecho por la desafortunada. Pero no me importó. Tomé aire y caminé hacia ellos.

                ¾¡Suéltala, pedazo de mierda! ¾Grité con todas mis fuerzas tratando de ponerle a mi voz toda a gravedad que el asunto requería.

El choro me miró, y lanzándome una mirada venenosa, siguió con su taera. Desmonté el maletín que contenía mi portátil a fin de poder interponerme entre ella y su agresor, caminé hacia ellos alzando las manos y gritando «¡Auxilio!», pero mi voz se perdió con el rugir de los vehículos que yacían en la larga pero estrecha Avenida Garzón. Fui directo hacia el cabrón de cabeza rapada y pantalones vaqueros. Estaba decidido irme a los golpes si era necesario. Pero cuando ya estaba cerca, una moto de carreras color blanco se atravesó en mi sendero. El piloto, quien llevaba el casco puesto, alzó su chaqueta negra y me mostró un revolver, parecía una semiautomática. Ha decir verdad no sabía que rayos era; bien pudo ser un revolver o una pistola ¿Cuál es la diferencia? Las dos escupen proyectiles capaces de hacer daño. Me vi minimizado, amedrentado por el segundo sujeto que entró en acción. Ignoraba que tuviese un cómplice; pero sí, lo tenía. El nuevo sujeto sacó su arma y apuntó directamente a la cabeza de la mujer. Ella no tuvo más remedio que soltar su Smartphone por el que tanto había guerreado. El primero de los malhechores, que se vio humillado por la tenacidad de su víctima, arranchó el celular con tanta fuerza que casi la hace irse al pavimento. Se montó a la moto con la tranquilidad de irse con la cosecha del día. El piloto hizo rugir su moto dos veces antes de ponerse en marcha y desaparecer en la calle «Tizón y Bueno», en el distrito de Jesús María.

La mujer estaba despeinada y notoriamente abatida. Temblaba todo su ser. Quizá aún no daba crédito a lo que había vivido en ese momento ¿Quién está preparado para esos menesteres caprichosos de la vida? La tomé del brazo y le pregunté si estaba bien. Me sentí doblemente estúpido por lo que le pregunté y temí que respondiera «Acabo der ultrajada, insultada y pateada, y preguntas si estoy bien, ¿qué eres, un huevón?» Pero no, no me dijo nada. Se limitó a mirarme con ojos de desconsuelo. Iré a la comisaría, ¿Sabe dónde queda?, fue su respuesta. Le indiqué el lugar. No estaba lejos. Tomó un taxi y se marchó.

Cogí mi maletín y otros objetos más, y retomé mi camino. Llegué al supermercado pero no entré ni compré lo encargado; no estaba de ánimos para hacer compras y pasar una noche genial, como la que me esperaba en casa. Tomé el transporte y, en todo el camino, la escena de la que fui testigo se repetía una y otras ves sin cansancio sobre mi mente. Cerraba los ojos allí los podía ver a los dos, enfrascándose nuevamente en la lucha por el Smartphone.

Llegué a mi casa y fui recibido por el aroma de pizza casera que se estaba terminando de cocinar en el honor de la estufa. Era mi cuñado argentino quien estaba de Chef. Che, llegaste nene, me saludó con un abrazo cálido y un beso en la mejilla. Le devolví el saludo al tiempo que acariciaba a mi mascota que estaba sobre mis piernas jadeando de alegría. La mesa estaba por servirse, mi esposa, mi bebé, mi suegra y mis cuñadas estaban encerradas en el cuarto de mi hijo (cosas de mujeres, supongo). Acto seguido, seis brazos corrieron hacía mi de manera frenética; eran mis preciosas sobrinas que se alegraban de verme. Las abracé y mimé. Fui directo a mi oficina y dejé las cosas que llevaba conmigo. El brazo me dolía pero no le presté importancia. Jalé el sillón negro y me senté. Tenía que recobrar fuerzas, había sido testigo de un atraco y poco pude hacer por ayudar a la desafortunada víctima. Me sentí mal, y un hormigueo incesante se adueñó de mis entrañas. Sentí cómo un escalofrío subía desde la punta de mis pies hasta mi cuello. Me mareé. Traté de poner de pie e ir al baño, pero las fuerzas me traicionaron y las piernas me flaquearon. Me quedé sentado en pose de niño castigo. De pronto mis manos comenzaron a temblar como gelatina. Mis ojos se llenaron de lágrimas y comencé a llorar a vivo sentimiento, a acompañado de pequeños espasmos rítmicos. Supe entonces que esa noche no sería la dulce cena previa a Noche Buena que tanto se planeó.

Me gustaría decir que he exagerado y que, como inspirante a escritor, he utilizado la herramienta de la fantasía, que he agigantado lo ocurrido para poder narrar la historia. Pero no, no es así.

Me temo que esta vez no ha sido una ‘Travesura’.

 

Lima, 28 de febrero de 2014.                            

          

       

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