Subí contento al transporte
público debido a la premiación del ‘OSCAR’ de la noche del domingo pasado;
donde ‘Doce años de esclavitud’ se alzó con la presea dorada. Sin lugar a dudas
un justo reconocimiento al esfuerzo y al profesionalismo pero sobre todo, por
plasmar de una manera cruda y real una de las épocas más horrorosas del hombre
blanco, ‘la esclavitud’.
Subí pensando que sería un lunes
común en mi itinerario profesional; y así marchaba hasta que llegamos al cuarto
semáforo de la Av. Bolívar hacia la Av. Brasil, cuando mi frío amanecer tuvo un
cambio repentino:
Al entrar al bus quedaba un
asiento libre sobre el ala derecha del colectivo. El asiento era estrecho y
hasta incomodo, pero estaba al lado de la ventana; generosa retribución que me
permitió abrir de par en par la ventana y sentir el fresco matutino. El
colectivo era espacioso y largo, pero guardaba un olor a diésel aguantado, como
si estuviéramos en un mecánico, así de fuerte.
Al primer semáforo subieron
varios niños de entre los ocho y doce años vestidos de colegiales y armados con
mochilas al hombro y loncherías de colores pasteles. El cobrador, que era una
mujer de pelos largos y grasosos, los invitó a no estorbar el pasadizo, «Al
fondo, al fondo…», decía al tiempo que su mano hacia tintinear las monedas del
pasaje.
Al segundo semáforo, a doce
cuadras de mi destino, únicamente subió un joven de baja estatura vestido de
sastre y con un file amarillo entre sus manos; posiblemente iría alguna
entrevista de trabajo. Nadie más subió al colectivo, lo que permitía que esté
visible el pasadizo; me dio gusto, pues resultaría más fácil salir de él que cuando
está lleno de usuarios y, al pedir permiso, tienes que rosarte obligadamente
con sus cuerpos toscos y anchos como roperos, y, la mayor parte, y lo que más
jode, es que te pisan los zapatos o el doblez del pantalón, carajo. Pero no,
ese día no padecería por ello, y di gracias al universo. Pero este me devolvió
el agradecimiento de una manera que no esperaba; me cacheteó con la fuerza de
sus astros.
Al tercer semáforo subió una
señora de respetada edad y figura curvada, como si en su espalda cargara el
peso de años no muy bien retribuidos por esta Lima gris. Llevaba en la mano
derecha un pequeño monedero bastante desgastado, y con la otra mano asía una
bolsa de tela, de aquellas que se usan para las compras del mercado. Yo andaba
a unos cuatro metros de distancia, pero las personas a su costado, de inmediato
contacto, ninguna le cedió el asiento, ni siquiera se voltearon a verla. Ello
me cabreó por dos razones: una, la falta de atención y amabilidad por las
personas mayores, y, dos, porque me obligaría a levantarme ante la decía de los
demás.
Tomé el último relente de la
ventana y me dispuse a ser un caballero.
-Eh, señora. Aquí hay un asiento
para usted -Apostillé en tono alto a fin de que los ‘samaritas’ despertaran de
su letargo y, obvio, para que la señora se entere de mi cordial invitación.
La viejita volteó despacio hacía
mí y, agarrándose de los barandales, caminó con cierta dificultad hasta el
asiento. Al llegar a mí alzó la mirada. Usaba anteojos anchos cuyo soporte
yacía en la punta de su arrugada nariz; irónicamente, de ella, brotaba un olor
a colonia de bebé. Me miró con simpatía y, tratando de gesticular una sonrisa
amable, me dio las gracias, «Es bueno encontrar un caballero». Me sentí
confortable por el piropo obsequiado por la longeva dama, y me quedé parado a
tres pies de ella esperando llegar a mi paradero, ignorando por completo los
adjetivos e improperios de las que mi persona sería víctima.
A penas unos segundos después de
ceder mi butaca, la señora me miraba de manera extrañaba. No quitaba su vista
de mí; yo podía apreciar su mirar con el rabillo del ojo. Fingí una excusa y
volteé ‘discretamente’ hacía la anciana mujer. En efecto, me miraba con
rigurosa pericia. Traté de no prestarle importancia; total, estaba a ocho
cuadras de bajar.
Chequeé mi celular para ver la
hora cuando fui interrumpido por una voz enérgica, dura como el firmamento, que
había gritado: «Tú, maldito infeliz». La oración cargada de sentimientos me
hizo dar un pequeño salto infantil. Volteé a mirar a mí alrededor sin saber qué
pasaba ni de dónde había salido aquel amargo quejido. Todos los demás usuarios,
a su vez, parecían contrariados y se miran unos con otros y conmigo, y yo con
ellos. Pensé que tal vez aquel agresivo alarido había nacido afuera, en la
calle. Pero no, y un segundo grito con creciente ardor me confirmó que el
berrido agudo venía desde el colectivo. Era la señora a la que hacia segundos
le había dado mi lugar y quien con media sonrisa me había dicho que era un
‘gentleman’. Pero ahora sus ojos, que al inicio estaban llenos de amabilidad;
estaban inyectados de un fuego maligno, del cual presentí, acertadamente, que
saldría quemado.
-Tú, maldito infeliz. Tú…-repitió
al tiempo que se levantaba del asiento y me señalaba con el dedo acusador.
-¿Qué te hice, maldita basura, qué te hice? -Continuó con talante fulgor. Ahora
empuñaba la mano y me la puso ras del mentón.
Yo estaba helado. Miraba de reojo
a todos lados tratando de encontrar una respuesta en los rostros de los demás
pasajeros que se unían al gratuito show. Pero nada, se veían tan en ‘shok’ como
yo. Poco a poco sentía como un hormigueo incesante se instalaba en la boca del
estómago y un ardor se apoderaba de mis mejillas al grado de sentirme rojo como
tomate.
Definitivamente la ofuscada
abuelita me estaba confundiendo con otra persona.
Señora.-Le digo en tono
pacificador -Me está confundiendo con alguien más. Es la primera vez que la veo
en mi vida, y….
Cuando estaba por terminar, fui
interrumpido.
-Nada de confundiendo. Eres tú.
Canalla, malnacido, bastardo bueno para nada -me profirió la señora de cabellos
canos al mismo tiempo que alzaba su arrugado brazo plagado de manchas y me
obsequiaba una bofetada en la mejilla derecha. El golpe fue débil, pero no dejó
de dolerme la acción.
Luego del sutil tortazo indoloro,
agregó:
- ¡Y no te hagas el huevón!
¡Ah, con huevoneada es la cosa!
Puedo contra los insultos y
majaderías sin sentido, hasta soportar el débil soplamocos propinado por la
añosa dama; pero que me huevoneen, ¡jamás! Y menos de gratis.
Fruncí mi rostro e inflé mis
pulmones -vi el rostro de los escolares, estaban con miedo-, conté hasta tres,
y…:
‘¡BUENO YA ESTUVO SUAVE PINCHE
VIEJA JIJA DE LA CHINGADA. LE ESTOY DICIENDO QUE ME ESTÁ CONFUNDIENDO CON OTRA
PERSONA; NO LA CONOZCO NI QUIERO, FÍJESE. PERO NO AGUANTARÉ CAPRICHOS DE UNA
ABUELA CABREADA QUE DEBERÍA ESTAR ATENDIENDO A LOS NIETOS EN VEZ DE ANDAR
BLASFEMANDO A DIESTRA Y SINIESTRA, ATACANDO CON EPÍTETOS INDIGNOS Y MENOS,
TODAVÍA, QUE ME LLAME HUEVÓN, ¿ENTENDIÓ, CHINGAO?!’
Pensé. Pero era obvio que la
señora me confundía. Mantuve la calma pensando que tarde o temprano todos, sin
excusas, llegamos a esa edad donde es fácil confundir rostros, sabores y
colores.
-Señora. Cálmese por favor. No
tiene porqué insultar ni levantar la mano. Le digo que me confunde con alguien
más. Estese tranquila. Veo que mi presencia la altera, así que me bajaré de
inmediato.
-Bájate pues, ¡so mierda!- Añadió
la gentil dama mientras en mi rostro caían gotas de saliva provenientes de su
boca arrugada como pasa.
Pedí bajar en el próximo
semáforo, que estaba a dos cuadras de mi paradero. Al caminar hacia la puerta
todos me veían con cara de ‘What’ mientras cuchichiaban entre sí. La feroz
abuelita seguía con sus vituperios cargados de fogosidad. En lo que bajaba
hurgué sobre mis recuerdos más profundos y pasados; traté de relacionar el
rostro de la irascible mujer con algún evento extraño.
Nada. No conseguí nada.
Bajé y el bus se puso en marcha.
La abuela estaba pegada en la ventana como calcomanía mirándome con ojos
venenosos. Sus labios mascullaban cosas que ya eran imperceptibles para mí;
seguramente ricas pero inmerecidas mentadas de madre acompañadas de palabras
malsonantes.
Hasta ahora sigo sin comprender qué despertó
la ira de la abuela. En verdad lo ignoro. Pero algo es seguro: a la próxima que
suba una tierna abuelita al bus, haré lo que todo caballero peruano hace, me
haré el dormido.
Lima, 06 de marzo de
2014.
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