viernes, 2 de agosto de 2013


LA CULPA ES DE EVA

PRIMERA PARTE

 

Hay quienes nacen con estrella, otros nacen estrellados. Hay quienes nacen con fortuna, otros nacen afortunados (no, no es lo mismo). Hay quienes saben a qué vinieron a este mundo, hay quienes lo descubren con cada paso. Hay quienes inspiran, hay quienes negamos. Somos pues, parte de un libreto pre determinado. ¿Por Dios? Somos personajes de un cuento cuyo fin, a veces, no está escrito. Y cuando sientes que todo es una maravilla, te das cuenta que has construido tu fortaleza sobre arenas movedizas. Somos entonces, el resultado caprichoso de un futuro incierto, y es tan cierto, que nada está dicho. Entre más alto llegues, más dolorosa será la caída. Dependerá de uno mismo, y nada más, si ante cada adversidad, aprendes a levantarte o dejarte llevar por la desdicha que, como obstáculos olímpicos, te pone la vida.  

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Viendo su billetera, color marrón y notoriamente desgastada, que fue regalo de sus 27 años, hace tres años, es cuándo se dio cuenta que las cosas no marchaban bien. Era julio y el frio limeño calaba hasta los huesos. La lluviecita, por otro lado, estorbosa y odiosa como siempre, amenazaba con resfriar a los de a píe. Había que abrigarse hasta las orejas, la economía no permitía, y menos ahora, el lujo que se  podían dar placenteramente los hacendados de la gran Metropolitana, enfermarse de gripe. Pero él que culpa tenía; no sabía de fríos ni de calores, de vestimenta, de modas, de resfríos, de gustos; no conocía la angustia y la desesperación que causa la tibia  economía familiar. Su único deber era comer, dormir, comer, cagar y comer; esto último lo más preocupante. Además, tampoco tenía porque preocuparse, no era su responsabilidad, era de ellos. Pero él exigía, sin sentimientos de por medio, que cumplieran con la obligación que tienen todos aquellos que tuviesen el rotulo, grande o chico, acomodados o no, de PADRES.  Trescientos soles, y estamos recién en quince, ¿qué hacer?, se repetía el padre, sin esbozar palabra alguna a su querida. Ella, al igual que el exigente, no tenía culpa alguna. Ella ―cándida esposa de piel morena, alma inquieta y corazón alegre― había cumplido con su cuota respectiva hace dos semanas. Libre de culpas, consultó el precio de los tarros de leche. S/. 95.00 Soles cada una. Los compramos de una vez o prefieres ir a la farmacia cerca de la casa, consultó la señora del hogar, con el tono delicado de quien se preocupa únicamente de que no se agote el producto dictado por el pediatra. Caminaron rumbo a casa con las compras del día, y el padre de familia avanzaba esperándose, inútilmente, que las latas estuvieses un tanto menos que en la farmacia antes solicitada. Cosa improbable, pues tanto la farmacia que se encontraba fuera del supermercado y la ubicada cerca de casa pertenecían a la misma cadena farmacéutica. Esta vez él consultó por los alimentos: ¡¿Tres soles más por cada una?! ¿Cómo era posible? Es ilógico. Ambas son de la misma franquicia. ¡Qué descaro más grande! No seré participe de ésta estafa. ¡No!. Iba rezongando el papá con cada peldaño que iba subiendo por las escaleras del hogar. La madre del exigente, sin remilgos y fiel a su estilo comprensor, virtud forjada por las largas horas dedicadas a la cuida de proles en su época estudiantil, escuchaba atentamente, como lo hace el alumno ante la brillantez del educador, los berridos de su querido esposo. Él no lo decía, era un secreto íntimo el que se ahogaba en su joven garganta cada vez que él tenía que compadecer con los alimenticios de su vástago: Pero yo por qué, si ella es la que quiso suspender la lactancia al bebé. Hay mujeres con hijos grandes que aún están, como monos prensados a liana, alimentándose directamente del pecho de la madre. Ellas, gustosas y libres de complejos, y ante las miradas rojas por los que gustan de lo ajeno, les brindan a sus exigentes el néctar natural que no se encuentra en polvo en las farmacias, libres de manipulaciones científicas. ¿Acaso sale de su bolsillo algún cobre? No. Ni la mitad. Si acaso en pañales, ropita, juguetes y mudas. La madre, luego de parido, como fiel primeriza, ardía en llanto cada vez que su exigente, cada dos horas, y más puntual que un tren inglés, pedía pecho. Probó de todo, nada hizo efecto. Googleaba en internet métodos alternativos, científicos o caseros, para que sus inexpertos pezones no reventasen con cada succión. Todas fueron utilizadas sin el éxito, ni mediano, que presumían las páginas visitadas. Ya pasará, es cuestión de meses. Tres a lo mucho, le consolaba su madre ―hembra traga años de aun buen ver, con tres matrimonios a cuestas, todos al tacho, pero de manos inquietas, hábiles, y de espíritu jovial para con su lustre descendiente― con la competencia que le dan los años de experiencia y el haber pasado por el mismo camino tres veces; la última hace 25 años. Ante el sufrimiento inhumano que acarrea ser mutilado por los labios, encías y lengua del exigente ¿Y es que, qué derecho tienen un infante de desgarrar los primerizos y sensibles y bisoños pezones de quién, en un futuro aun no palpable, dejaría, quizá, en abandono completo en alguna casa-refugio para mayores?― decidió de inmediato, sin consulta previa que valga, hacerse de un succionador mecánico que vio en la web. El producto garantizaba lo que otros no: liquido rápido y al instante, listo para ser bebido por el o los engreídos del hogar sin el dolor sangriento que el Todopoderoso había obsequiado a todas aquellas descendientes de Eva. Dios castigó a Eva diciéndole que, por comer el fruto prohibido, pariría con dolor. Pero nunca dijo que amantaríamos con dolor, parodiaba la primeriza antes, durante y después de la traumática faena lactosa. El producto aliviador tardó en llegar tres días. Procedente de Gringolandia, aseguraba el consuelo de no sufrir más con cada ventosa. Fue utilizado cuatro veces. Allí yacen doscientos cincuenta verdes, enterrados bajo los escombros que aguanta el canasto de la ropa sucia.

Al abrir la puerta, son recibidos por el cuadrúpedo amigo, el primer hijo, como ellos lo llamaban. El can, al igual que el exigente, desconocía los pormenores de la endeble economía del varón de casa. El padre, fiel a su costumbre cafetera, se dirigió directamente a la cocina a preparar una taza de café, esperando de este modo, que el líquido hirviendo se llevara de una buena vez, como rinde el agua caliente con la grasa pegada en la sartén, todos aquellos pensamientos respecto a la alimentación del churre de casa. Una vez preparado, se dirigió a uno de los pequeños cuartos que le servía de Estudio, al entrar, y luego de dejar la casa con el perfume humeante del cafetucho, siempre lo recibía de bienvenida su título profesional otorgado por la Universidad de Lima, a nombre de la Nación, esa hoja con sello oficial lo acreditaba como Arquitecto; profesión que ejerció apenas dos años. Ya pedí por delivery las dos latas para el bebé. Van a ser 195 soles. Llegan en cualquier momento, decretó la supresora de la leche natural, mientras preparaba la papilla del heredero. Un ardor muy humano subió lentamente por la espalda del obligado. Tauro de signo, sintió las palabras de su consorte como una verdadera estocada. Se veía asimismo zigzagueando, con las patas doblándose, con el hocico lleno de baba mezclada con plasma y dando brinquitos letales de un lado a otro, como lo hace el toro vencido y humillado ante su diestro. Por cierto, ¿por qué esa marca, justo la más cara?, bramó el cónyuge varón, tratando de disimular la traición que acaba de escuchar de su propia querida. El polvo no produce gases, no permite cólicos, es nutritivo, es el que más se acerca a la leche materna, y además fue el recetado por el pediatra, explicó la prójima. Y si es el más cercano a la leche materna, por qué no le seguiste dando pecho a la criatura, bufoneó el marido, tratando de imponer una voz amistosa que ocultase su total enfado. Sin remedio qué hacer ni nada que pudiera dilatar, y sin la oferta de que si no llega en 30 minutos es gratis, separó de su billetera doscientos soles. Ahora si estoy frito. Al menos tendré que hacer cinco o siete carreras bien retribuidas si quiero mantener esta situación. Bah…pudo ser peor, pude ser argentino, masculló para sus adentros. ¿Era cierto? ¿Podía ser peor? ¿Podría haber sido argentino? Todas esas afirmaciones no tenían lógica alguna, no podía ser argentino, no tenía familiares en tierras gauchas, no tenía amigos ches, nunca había pisado suelo porteño. La afirmación en contra de los pibes se debió a que uno de ellos, un poco más joven, con menos experiencia, con más pinta, con menos responsabilidades, con más verbo, con menos disciplina, pero de mucho contacto, entró a la oficina donde el obligado trabajaba; desde que lo vio salir del ascensor, con el pelo engominado, traje oscuro a la medida, zapatos impecables, sonrisa de comercial de Colgate, caminando con el porte de perdonavidas, supo que era un ave (Zopilote carroñero) que se había confundido de nido. El dandi tenía poco de haber llegado a tierras incas, oriundo de la provincia de Santa Fe (Rosario Central, Argentina) llegó a Lima para ejercer la resiente profesión concluida en la Universidad de Palermo, Italia. El padre del vástago hambriento ingresó a trabajar para Grañel & Montalvo hacía un año. Era la más reciente contratación de la poderosa firma inmobiliaria; con excelentes notas, y una carta recomendación ―de puño y letra― nada más y nada menos que del mismo Ministro de Vivienda del Perú, no fue obstáculo entonces para asumir un cubil ante la poderosa Grañel & Montalvo. Con un sueldo respetable, con una enamorada de curvas deseables y de generosas piernas, decidió dar el paso al matrimonio; luego se hizo (hicieron a cómodos plazos) de un modesto apartamento. El dinero, no siendo freno alguno, comenzó a disfrazar el hogar con costosos artículos de supuestos diseñadores de moda. Luego, dándole rienda a la pasión por los motores y los fierros, adquirió un Ford Mustang 2008, tocó suelo ante el costo inicial que debió desenfundar para adquirir tan exquisito ejemplar. No crees que es algo exagerado, amor, le apremió la recién casada. Pero con un buen puesto de trabajo, con un envidiable sueldo y con todos los años por delante, no tenía nada de qué preocuparse. Le apaciguó los nervios a la dichosa mujer.

Una tarde soleada de noviembre, cuando apenas había terminado de presentar tres proyectos inmobiliarios al directorio, dos de ellos de su propia autoría (cuyas horas de dedicación le restaron reuniones familiares, cines, deporte, cenas románticas y horas de sueño). Si aprueban mis dos proyectos, hasta la luna, mi amor, y no paramos. O con que me aprueben al más ambicioso, no hay problema. Se convertiría el más alto del país, arguyó aprobadamente el profesional con voz llena de inocencia y atrevimiento, de quien desconoce el futuro incierto y desolador. Arquitecto, los buscan en el directorio. Todos están reunidos, le susurró muy amable la modelo-recepcionista, flamantemente contratada por el Gerente General tras un largo casting que, además de riguroso, fue libidinosamente llamativo por todo el personal a cargo. Virtudes de la ponente: metro ochenta de alto, rostro inmaculado de imperfecciones, ojiverde, de blonda y larga cabellera, de cero experiencia corporativa, dueña de una piel blanca y tersa con olor a durazno, con limitado conocimiento de las formalidades del cargo, pero de muslos fuertes, generosos y atractivos, con nulo uso del Office, Power Point, Excel y Outlook, pero, émula de Barbie, con una cintura de muñeca y encantadoras glándulas mamarias; virtudes todas que harían saltar del pupitre a todos aquellos varones que dentro de sí llevaban un desconocido profesor en la materia. Arquitecto, pase, por favor, invitó el Gerente General con una sonrisa blanca de consultorio dental de trescientos dólares por sesión. En el país (Perú), se habían establecidos nuevas formas de hacer políticas, ahora hay nuevas formas de hacer negocio, más rentabilidad a menor costo. La economía no es lo que era antes, hoy en día la competencia avanza con pasos de gigante; las pequeñas firmas se han encargado de pesetear los proyectos, hoy, más que nunca, cuesta mucho más ganar concursos con el Estado, ya no sólo es cuestión de sostener el imperio, que con arduo trabajó se consiguió, sino también de mantener el brillo y la calidad de su imagen. Palabras más, palabras menos, con ésa perorata, mezclada de teorías económicas irrepetibles, que confunde hasta el más docto de los mortales, fue despedido la tierna promesa de la arquitectura incaica. Eres joven y sabemos que lograrás alcanzar grandes proyectos. Lamentamos tan delicada noticia, pero eres el más joven de la compañía y el que aún no tiene familia ―debí haber anunciado el embarazo de mi mujer cuando me lo dijo, hace 4 meses, reflexionó el nuevo desempleado―, por eso es que, en una difícil decisión, tomamos la firme e irrevocable determinación, de no seguir contando con tus servicios profesionales. Te citarán en Recursos Humanos para la liquidación correspondiente, fulminó el Gerente General dibujando una mueca en su mofletudo rostro, crápula sonrisa de quien se sabe mentiroso. Pasado un año de lo sucedido, y con una boca que mantener, y ante la desesperación de no encontrar un puesto de trabajo que simulara los exingresos que le generaba su antiguaba fuente de trajín, usó su Toyota Corolla Statión Wagon (motor que compró luego de desprenderse de su amado Ford Mustang 2008) para taxiar en lo que encontraba otro puesto de fatiga donde ejercer lo que mejor sabía hacer. El día lunes 16 de mayo de 2013, el jefe de familia, arquitecto desempleado, expromesa inmediata del futuro limeño, se despertó como todas las mañanas a las cinco de la madrugada, hizo los estiramientos corporales propios del amanecer, se vistió con deportiva y corrió alrededor del parque El Bolívar; cinco vueltas eran suficientes para mantener en línea su modesta figura. Luego de los aseos íntimos, prendió la tele para ponerse al día de los matutinos. El café ralo con dos de azúcar, el pan con mantequilla desparramada yacían en la mesa blanca mil usos que únicamente usaba él (obsequio que se dio asimismo cuando obtuvo su primera tarjeta de crédito a los 23 años), su amada había partido al trabajo en lo que él se duchaba, no sin antes dejar apto el alimento mañanero. El aseado tomó a sorbos infantiles el café, devoró el pan acompañado con las noticias deportivas de los resultados que había dejado el inmediato fin de semana. Ojeó la hora, tenía 45 minutos para llegar al aeropuerto y recoger a una señora que llegaba de Francia, a quien ya le había hecho servicios de taxi en distintas oportunidades. Salvo las muertes de tres hermanos, escolares ellos, que se resistieron al robo de un celular en las desoladas calles de San Juan de Miraflores, tierra de nadie: donde reina el hampa, lugar en el que las luces nocturnas son el reflejo de las lentejuelas de las meretrices y travestis ofreciendo placer a bajo costo, y los cadáveres, muchos de ellos maniatados, degollados y con las cienes perforadas por un simple “ajuste de cuentas”, son el festín de las facultades de medicina, no había nada nuevo en la televisión. Arrancó el motor de su medio de trabajo, el cual rugía como león dominante en época de celo, y dio marcha rumbo al campo de aviación Jorge Chávez. En el trayecto iba pensando y reflexionando sobre los cambios bruscos que había dado su vida.  ¡De novela!, concluía. Su padre, don Fernando, humilde agricultor de espalda ancha y brazos de fuerza hercúlea, de rostro curtido por las fuertes centellas solares, propias del varón de campo, ¿se sentiría orgulloso de su hijo al verlo montar un taxi para sostener y buscar el bienestar familiar? ¿Le reprocharía acaso el hecho de haberse desprendido de más de la mitad de sus fértiles tierras para pagar tan ostentosa carrera universitaria que, por caprichos ajenos a la voluntad del nuevo conductor, terminara como un humilde automovilista urbano?

 

Lima, 02 de agosto de 2013.

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