LA CULPA ES DE EVA
PRIMERA PARTE
Hay quienes nacen con estrella, otros nacen
estrellados. Hay quienes nacen con fortuna, otros nacen afortunados (no, no
es lo mismo). Hay quienes saben a qué
vinieron a este mundo, hay quienes lo descubren con cada paso. Hay quienes inspiran,
hay quienes negamos. Somos pues, parte de un libreto pre determinado. ¿Por Dios?
Somos personajes de un cuento cuyo fin, a veces, no está escrito. Y cuando
sientes que todo es una maravilla, te das cuenta que has construido tu fortaleza
sobre arenas movedizas. Somos entonces, el resultado caprichoso de un futuro
incierto, y es tan cierto, que nada está dicho. Entre más alto llegues, más
dolorosa será la caída. Dependerá de uno mismo, y nada más, si ante cada
adversidad, aprendes a levantarte o dejarte llevar por la desdicha que, como obstáculos
olímpicos, te pone la vida.
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Viendo su
billetera, color marrón y notoriamente desgastada, que fue regalo de sus 27
años, hace tres años, es cuándo se dio cuenta que las cosas no marchaban bien.
Era julio y el frio limeño calaba hasta los huesos. La lluviecita, por otro
lado, estorbosa y odiosa como siempre, amenazaba con resfriar a los de a píe.
Había que abrigarse hasta las orejas, la economía no permitía, y menos ahora,
el lujo que se podían dar
placenteramente los hacendados de la gran Metropolitana, enfermarse de gripe.
Pero él que culpa tenía; no sabía de
fríos ni de calores, de vestimenta, de modas, de resfríos, de gustos; no
conocía la angustia y la desesperación que causa la tibia economía familiar. Su único deber era comer,
dormir, comer, cagar y comer; esto último lo más preocupante. Además, tampoco
tenía porque preocuparse, no era su responsabilidad, era de ellos. Pero él exigía, sin sentimientos de por medio, que cumplieran con la
obligación que tienen todos aquellos que tuviesen el rotulo, grande o chico, acomodados
o no, de PADRES. Trescientos soles, y estamos recién en quince,
¿qué hacer?, se repetía el padre, sin esbozar
palabra alguna a su querida. Ella, al
igual que el exigente, no tenía culpa alguna. Ella ―cándida esposa de
piel morena, alma inquieta y corazón alegre― había cumplido con su cuota
respectiva hace dos semanas. Libre de culpas, consultó el precio de los tarros
de leche. S/. 95.00 Soles cada una. Los
compramos de una vez o prefieres ir a la farmacia cerca de la casa,
consultó la señora del hogar, con el tono delicado de quien se preocupa
únicamente de que no se agote el producto dictado por el pediatra. Caminaron
rumbo a casa con las compras del día, y el padre de familia avanzaba
esperándose, inútilmente, que las latas estuvieses un tanto menos que en la
farmacia antes solicitada. Cosa improbable, pues tanto la farmacia que se
encontraba fuera del supermercado y la ubicada cerca de casa pertenecían a la
misma cadena farmacéutica. Esta vez él consultó por los alimentos: ¡¿Tres soles más por cada una?! ¿Cómo era
posible? Es ilógico. Ambas son de la misma franquicia. ¡Qué descaro más grande!
No seré participe de ésta estafa. ¡No!. Iba rezongando el papá con cada
peldaño que iba subiendo por las escaleras del hogar. La madre del exigente,
sin remilgos y fiel a su estilo comprensor, virtud forjada por las largas horas
dedicadas a la cuida de proles en su época estudiantil, escuchaba atentamente,
como lo hace el alumno ante la brillantez del educador, los berridos de su querido esposo.
Él no lo decía, era un secreto íntimo
el que se ahogaba en su joven garganta cada vez que él tenía que compadecer con los alimenticios de su vástago: Pero yo por qué, si ella es la que quiso
suspender la lactancia al bebé. Hay mujeres con hijos grandes que aún están,
como monos prensados a liana, alimentándose directamente del pecho de la madre.
Ellas, gustosas y libres de complejos, y ante las miradas rojas por los que
gustan de lo ajeno, les brindan a sus exigentes el néctar natural que no se
encuentra en polvo en las farmacias, libres de manipulaciones científicas.
¿Acaso sale de su bolsillo algún cobre? No. Ni la mitad. Si acaso en pañales,
ropita, juguetes y mudas. La madre, luego de parido, como fiel primeriza,
ardía en llanto cada vez que su exigente, cada dos horas, y más puntual que un
tren inglés, pedía pecho. Probó de todo, nada hizo efecto. Googleaba en internet métodos alternativos, científicos o caseros,
para que sus inexpertos pezones no reventasen con cada succión. Todas fueron
utilizadas sin el éxito, ni mediano, que presumían las páginas visitadas. Ya pasará, es cuestión de meses. Tres a lo
mucho, le consolaba su madre ―hembra
traga años de aun buen ver, con tres matrimonios a cuestas, todos al tacho,
pero de manos inquietas, hábiles, y de espíritu jovial para con su lustre
descendiente― con la competencia que le dan los años de experiencia y el
haber pasado por el mismo camino tres veces; la última hace 25 años. Ante el
sufrimiento inhumano que acarrea ser mutilado por los labios, encías y lengua
del exigente ―¿Y es que, qué
derecho tienen un infante de desgarrar los primerizos y sensibles y bisoños
pezones de quién, en un futuro aun no palpable, dejaría, quizá, en abandono
completo en alguna casa-refugio para mayores?― decidió de inmediato, sin consulta previa que valga, hacerse de un
succionador mecánico que vio en la web.
El producto garantizaba lo que otros no: liquido rápido y al instante, listo
para ser bebido por el o los engreídos del hogar sin el dolor sangriento que el
Todopoderoso había obsequiado a todas
aquellas descendientes de Eva. Dios
castigó a Eva diciéndole que, por comer el fruto prohibido, pariría con dolor.
Pero nunca dijo que amantaríamos con dolor, parodiaba la primeriza antes,
durante y después de la traumática faena lactosa. El producto aliviador tardó
en llegar tres días. Procedente de Gringolandia,
aseguraba el consuelo de no sufrir más con cada ventosa. Fue utilizado cuatro
veces. Allí yacen doscientos cincuenta verdes, enterrados bajo los escombros
que aguanta el canasto de la ropa sucia.
Al abrir la puerta, son recibidos por el
cuadrúpedo amigo, el primer hijo, como ellos lo llamaban. El can, al igual que
el exigente, desconocía los pormenores de la endeble economía del varón de
casa. El padre, fiel a su costumbre cafetera, se dirigió directamente a la
cocina a preparar una taza de café, esperando de este modo, que el líquido
hirviendo se llevara de una buena vez, como rinde el agua caliente con la grasa
pegada en la sartén, todos aquellos pensamientos respecto a la alimentación del
churre de casa. Una vez preparado, se dirigió a uno de los pequeños cuartos que
le servía de Estudio, al entrar, y
luego de dejar la casa con el perfume humeante del cafetucho, siempre lo
recibía de bienvenida su título profesional otorgado por la Universidad de Lima,
a nombre de la Nación, esa hoja con
sello oficial lo acreditaba como Arquitecto;
profesión que ejerció apenas dos años. Ya
pedí por delivery las dos latas para el bebé. Van a ser 195 soles. Llegan en
cualquier momento, decretó la supresora de la leche natural, mientras
preparaba la papilla del heredero. Un ardor muy humano subió lentamente por la
espalda del obligado. Tauro de signo, sintió las palabras de su consorte como
una verdadera estocada. Se veía asimismo zigzagueando, con las patas
doblándose, con el hocico lleno de baba mezclada con plasma y dando brinquitos
letales de un lado a otro, como lo hace el toro vencido y humillado ante su
diestro. Por cierto, ¿por qué esa marca,
justo la más cara?, bramó el cónyuge varón, tratando de disimular la
traición que acaba de escuchar de su propia querida. El polvo no produce gases,
no permite cólicos, es nutritivo, es el que más se acerca a la leche materna, y
además fue el recetado por el pediatra, explicó la prójima. Y si es el más cercano a la leche materna,
por qué no le seguiste dando pecho a la criatura, bufoneó el marido,
tratando de imponer una voz amistosa que ocultase su total enfado. Sin remedio
qué hacer ni nada que pudiera dilatar, y sin la oferta de que si no llega en 30
minutos es gratis, separó de su billetera doscientos soles. Ahora si estoy frito. Al menos tendré que
hacer cinco o siete carreras bien retribuidas si quiero mantener esta
situación. Bah…pudo ser peor, pude ser argentino, masculló para sus
adentros. ¿Era cierto? ¿Podía ser peor? ¿Podría haber sido argentino? Todas
esas afirmaciones no tenían lógica alguna, no podía ser argentino, no tenía
familiares en tierras gauchas, no tenía amigos ches, nunca había pisado suelo porteño. La afirmación en contra de
los pibes se debió a que uno de
ellos, un poco más joven, con menos experiencia, con más pinta, con menos
responsabilidades, con más verbo, con menos disciplina, pero de mucho contacto,
entró a la oficina donde el obligado trabajaba; desde que lo vio salir del
ascensor, con el pelo engominado, traje oscuro a la medida, zapatos impecables,
sonrisa de comercial de Colgate,
caminando con el porte de perdonavidas,
supo que era un ave (Zopilote carroñero) que se había confundido de nido. El dandi tenía poco de haber llegado a
tierras incas, oriundo de la provincia de Santa Fe (Rosario Central, Argentina)
llegó a Lima para ejercer la resiente profesión concluida en la Universidad de
Palermo, Italia. El padre del vástago hambriento ingresó a trabajar para Grañel & Montalvo hacía un año. Era
la más reciente contratación de la poderosa firma inmobiliaria; con excelentes
notas, y una carta recomendación ―de puño y letra― nada más y nada menos que
del mismo Ministro de Vivienda del Perú, no fue obstáculo entonces para asumir
un cubil ante la poderosa Grañel &
Montalvo. Con un sueldo respetable, con una enamorada de curvas deseables y
de generosas piernas, decidió dar el paso al matrimonio; luego se hizo
(hicieron a cómodos plazos) de un modesto apartamento. El dinero, no siendo freno
alguno, comenzó a disfrazar el hogar con costosos artículos de supuestos
diseñadores de moda. Luego, dándole rienda a la pasión por los motores y los
fierros, adquirió un Ford Mustang 2008,
tocó suelo ante el costo inicial que debió desenfundar para adquirir tan
exquisito ejemplar. No crees que es algo
exagerado, amor, le apremió la recién casada. Pero con un buen puesto de
trabajo, con un envidiable sueldo y con todos los años por delante, no tenía
nada de qué preocuparse. Le apaciguó los nervios a la dichosa mujer.
Una tarde soleada de noviembre, cuando
apenas había terminado de presentar tres proyectos inmobiliarios al directorio,
dos de ellos de su propia autoría (cuyas horas de dedicación le restaron
reuniones familiares, cines, deporte, cenas románticas y horas de sueño). Si aprueban mis dos proyectos, hasta la
luna, mi amor, y no paramos. O con que me aprueben al más ambicioso, no hay
problema. Se convertiría el más alto del país, arguyó aprobadamente el
profesional con voz llena de inocencia y atrevimiento, de quien desconoce el
futuro incierto y desolador. Arquitecto,
los buscan en el directorio. Todos están reunidos, le susurró muy amable la
modelo-recepcionista, flamantemente contratada por el Gerente General tras un
largo casting que, además de
riguroso, fue libidinosamente llamativo por todo el personal a cargo. Virtudes
de la ponente: metro ochenta de alto, rostro inmaculado de imperfecciones, ojiverde,
de blonda y larga cabellera, de cero experiencia corporativa, dueña de una piel
blanca y tersa con olor a durazno, con limitado conocimiento de las
formalidades del cargo, pero de muslos fuertes, generosos y atractivos, con
nulo uso del Office, Power Point, Excel y
Outlook, pero, émula de Barbie,
con una cintura de muñeca y encantadoras glándulas mamarias; virtudes todas que
harían saltar del pupitre a todos aquellos varones que dentro de sí llevaban un
desconocido profesor en la materia. Arquitecto,
pase, por favor, invitó el Gerente General con una sonrisa blanca de
consultorio dental de trescientos dólares por sesión. En el país (Perú), se
habían establecidos nuevas formas de hacer políticas, ahora hay nuevas formas
de hacer negocio, más rentabilidad a menor costo. La economía no es lo que era
antes, hoy en día la competencia avanza con pasos de gigante; las pequeñas
firmas se han encargado de pesetear los proyectos, hoy, más que nunca, cuesta
mucho más ganar concursos con el Estado, ya no sólo es cuestión de sostener el
imperio, que con arduo trabajó se consiguió, sino también de mantener el brillo
y la calidad de su imagen. Palabras más, palabras menos, con ésa perorata,
mezclada de teorías económicas irrepetibles, que confunde hasta el más docto de
los mortales, fue despedido la tierna promesa de la arquitectura incaica. Eres joven y sabemos que lograrás alcanzar
grandes proyectos. Lamentamos tan delicada noticia, pero eres el más joven de
la compañía y el que aún no tiene familia ―debí haber anunciado el embarazo
de mi mujer cuando me lo dijo, hace 4 meses, reflexionó el nuevo desempleado―, por eso es que, en una difícil decisión,
tomamos la firme e irrevocable determinación, de no seguir contando con tus
servicios profesionales. Te citarán en Recursos Humanos para la liquidación
correspondiente, fulminó el Gerente General dibujando una mueca en su
mofletudo rostro, crápula sonrisa de quien se sabe mentiroso. Pasado un año de
lo sucedido, y con una boca que mantener, y ante la desesperación de no
encontrar un puesto de trabajo que simulara los exingresos que le generaba su
antiguaba fuente de trajín, usó su Toyota
Corolla Statión Wagon (motor que compró luego de desprenderse de su amado Ford Mustang 2008) para taxiar en lo
que encontraba otro puesto de fatiga donde ejercer lo que mejor sabía hacer. El
día lunes 16 de mayo de 2013, el jefe de familia, arquitecto desempleado, expromesa inmediata del futuro limeño, se despertó como todas las mañanas a las
cinco de la madrugada, hizo los estiramientos corporales propios del amanecer,
se vistió con deportiva y corrió alrededor del parque El Bolívar; cinco vueltas
eran suficientes para mantener en línea su modesta figura. Luego de los aseos
íntimos, prendió la tele para ponerse al día de los matutinos. El café ralo con
dos de azúcar, el pan con mantequilla desparramada
yacían en la mesa blanca mil usos que únicamente usaba él (obsequio que se dio
asimismo cuando obtuvo su primera tarjeta de crédito a los 23 años), su amada
había partido al trabajo en lo que él se duchaba, no sin antes dejar apto el
alimento mañanero. El aseado tomó a sorbos infantiles el café, devoró el pan acompañado con las noticias deportivas de los resultados que había dejado
el inmediato fin de semana. Ojeó la hora, tenía 45 minutos para llegar al
aeropuerto y recoger a una señora que llegaba de Francia, a quien ya le había
hecho servicios de taxi en distintas oportunidades. Salvo las muertes de tres
hermanos, escolares ellos, que se resistieron al robo de un celular en las
desoladas calles de San Juan de Miraflores, tierra de nadie: donde reina el
hampa, lugar en el que las luces nocturnas son el reflejo de las lentejuelas de
las meretrices y travestis ofreciendo placer a bajo costo, y los cadáveres,
muchos de ellos maniatados, degollados y con las cienes perforadas por un
simple “ajuste de cuentas”, son el festín de las facultades de medicina, no
había nada nuevo en la televisión. Arrancó el motor de su medio de trabajo, el
cual rugía como león dominante en época de celo, y dio marcha rumbo al campo de
aviación Jorge Chávez. En el trayecto
iba pensando y reflexionando sobre los cambios bruscos que había dado su vida. ¡De novela!,
concluía. Su padre, don Fernando,
humilde agricultor de espalda ancha y brazos de fuerza hercúlea, de rostro
curtido por las fuertes centellas solares, propias del varón de campo, ¿se
sentiría orgulloso de su hijo al verlo montar un taxi para sostener y buscar el
bienestar familiar? ¿Le reprocharía acaso el hecho de haberse desprendido de más
de la mitad de sus fértiles tierras para pagar tan ostentosa carrera
universitaria que, por caprichos ajenos a la voluntad del nuevo conductor,
terminara como un humilde automovilista urbano?
Lima, 02 de agosto de
2013.
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