viernes, 18 de octubre de 2013

LA CULPA ES DE EVA. SEGUNDA PARTE


 
 
Hijo, la vida es muy corta. Por eso, hazle caso a este viejo, a tú viejo. Sé lo que quieras ser. Que nadie te imponga mandatos ni fronteras. Estás a poco de terminar la secundaria. Lo sé, y estos ojos llenos de impedimentos no me engañan. Tú no amas el campo. Ha decir verdad, yo tampoco. Estas tierras las heredó el padre de mi padre, quien a su vez las recibió por Mandato Ejecutivo con la famosa Reforma Agraria. Me pongo a pensar si en verdad fue un regalo o una maldición, ¿sabes? El padre de mi padre amaba su trabajo, le gustaba estar de sol a sol labrando la tierra que, fértil como el vientre de una yegua, obsequió grandes frutos. Creo que el padre de mi padre quería más estos campos que lo que quiso a mi abuela. Pero no eran suyas, eran de los patronos; a quienes les arrebataron todos sus dominios. El papá de mi papá no supo qué hacer con ellas cuando le dijeron que ahora él era el dueño de las tierras y de todo aquello que estuviese dentro de sus dominios. Amaba la tierra, sí. Era buen campesino, sí. Pero no buen amo del terreno. Él, como buen artesano agricultor, todo lo que aprendió del campo y sus frutos fue gracias a las enseñanzas de sus verdaderos dueños. Amaba esto, sí. Pero más amaba recibir las órdenes de su patrón. Había nacido para obedecer. Punto. Luego, y ante la amenaza de despojarlo también de las tierras y dárselas al vecino si insistía en regresárselas a los Caberletti, el padre de mi padre, obligó a mi padre a trabajar en ellas también. Tú abuelo creció con pala y pico, no tuvo nunca la opción de elegir su destino, nunca tampoco se atrevió a cuestionar la voluntad unipersonal de su padre. Tú abuelo aprendió rápidamente el arte del cultivo. Se convirtió en el mejor de los mejores de la zona. Eso levantó muchas envidias, pero fueron tiempos gloriosos. Pero lo que mejor supo aprender tú abuelo, y que lo aprendió de mi abuelo, fue el de imponer su voluntad sobre los demás. Yo, al igual que tus tíos, fuimos peones sacrificados en la tabla de tu abuelo. Nos movía a su antojo, como lo hace el titiritero a su muñeco, sacrificaba… ¡sacrificó! el futuro de sus hijos por el resplandecer de la tierra. Por eso, tu tío Ezequiel, fue al que odiamos con todo nuestro corazón. No porque no se ensuciara las manos en la tierra, no. No porque no levantase la mierda de las vacas o caballos, tampoco. Lo odiábamos porque él tuvo los que nosotros no. Los huevos de decirle a tu abuelo que él no iba ser un campesino come choclo más, que no desperdiciaría su vida entre montes, pastizales y canticos de animales, qué el no sería como tu abuelo, y menos como tú tío Arnoldo y como yo, “un recogedor de desechos”. Se marchó para nunca volver. Tú abuelo jamás lo perdonó. No sé qué también le habrá ido tu tío Ezequiel, pero vaya que los odiábamos. O, en honor a la verdad, lo envidiábamos. Yo seguí con la tradición familiar, y lo he hecho lo mejor que pude. Me siento orgulloso de haber mantenido estas tierras que le fueron arrebatas a gentes con visión empresarial; me alegro de haber mantenido viva una promesa que no fue mía, pero que el papá de mi papá prometió a sus expatrones, el de mantener con vida las tierras. Espero que los Caberletti, estén donde estén, se den por bien servidos. Yo cumplí. Siempre quise ser pintor, ¿sabes?, pero nunca tuve el valor de decirle a papá. Me encantaba pintar los paisajes que adornan nuestro pueblo, pintar las aves en pleno vuelo con el sol radiante y con el cielo libre de nubes imperfectas. Así conquisté a tu madre ¿sabías?: la veía pasar por la plaza del pueblo. Sobresalía entre sus amigas. Yo fui al pueblo a comprar unas cosas que tú abuelo me había encargado y, aprovechando la oportunidad, fui a la plaza a ver a los pintores en plena acción. Pintaban tan hermoso que parecía fotografía. Luego, cuando estaba por retornar, la vi. Llevaba puesta una blusa blanca manga larga con pequeños girasoles bordados alrededor del cuello. Su cabello, tan fino como el cabello de ángel, bailaba al son del viento; viento que acariciaba ese rostro de cejas pobladas, labios delgados y mentón pronunciado. Enamorado quedé de tu madre desde el momento en que la vi. Te digo que así la conquisté porque, so pretexto de hablarle, la seguí hasta su casita, a las afueras del pueblo. La seguí tres semanas, me enteré de sus horarios de casa y de sus tiempos libres, ocasión en la que aprovechaba y baja al pueblo a pasear con tu tía Flor. Un día, miércoles recuerdo, el sol estaba en su punto más alto cuando la vi llegar sola a la plaza, yo, una semana antes, le había pagado a un pintor para que dibujará un paisaje, el cual estaba adornado por girasoles, le pedí al pintor de que no firmara su arte. Desconcertado el artista, accedió a mi pedido por 10 soles más. Cuando tu madre estaba por marcharse, le cogí suavemente del hombre y le obsequié la obra de otro artista diciéndole que ella me había inspirado a dibujar semejante ejemplar. Me creyó. Desde entonces, todos los miércoles que ella paseaba por la plaza yo, con la astucia del pillo, comencé a comprar obras de otros para hacerlas pasar por mi autoría y así poder obsequiárselas a tu madre. Obvio que no siempre fue así: tomé la firme decisión de aprender a pintar paisajes, y, de ésta forma, cubrir las mentiras amorosas, pero mentiras al fin y al cabo, que le decía a tu madre. Total, ¿no dicen que en la guerra como en el amor todo se vale? Pero lo siento hijo, esa historia la sabes de sobra. Lo que trato de decirte es que sin importar lo que decidas para tu futuro, cuentas conmigo para lo que sea, y si es necesario vender estas tierras, yo, con mucho gusto, lo haré. Como padre, no seré para ti el padre que fue el padre de mi padre y lo que fue mi padre conmigo, como padre. Y si hasta conmigo ha de llegar la tradición de cultivar frutos terrenales, en amén de tu futuro, cualquiera que elijas, que así sea. Pues tus espaldas no tienen por qué cargar con las promesas que otros hicieron, y tus manos no tienen por qué labrar las tierras que, como arenas movedizas, se comieron los sueños de sus nuevos patrones.

                                                                                

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Nunca olvidaría las palabras de su anciano padre (¿había acaso mejor prueba de amor de un padre hacia su hijo, al grado de despojarse de las tierras que le fueron heredadas por el padre de su padre, arrebatadas de sus verdaderos dueños ―como se le quita un caramelo a un niño― por el Estado Peruano imponiendo el solemne principio de que «las tierras son de quienes las trabajan»?). El hijo apreció que su padre le hablara como igual, que no espetara sobre él, y menos que lo cargara con la presión familiar, de que tenía que ser Doctor o Abogado, como se acostumbraba a exigir a los vástagos de origen agricultor. Ahora comprendía porqué su padre pasaba largas horas bajo el duro sol, mirando el campo. Era la inspiración de sus obras caseras. El padre campesino agricultor tenía toda su casa plagada de cuadros dignos de presumir en fincas, galerías y reuniones de sociedad. El hijo, expromesa de la arquitectura y nuevo conductor comercial, no comprendía como su padre, de moribundos reflejos corporales, ojos plagados de malestares visuales, de manos desgastadas por el trajín diario de arrear el ganado, sacrificar bueyes, vacas, vacunos, caballos, yeguas, gallos, gallinas, etcétera, y esos dedos llenos de imperfecciones, chuecos y maltratados por la artrosis obtenida a una temprana edad, pudiese tener la delicadeza y firmeza de un cirujano con el bisturí. Sus lienzos eran tan perfectos que parecían ser de un autor cuyas virtudes artísticas fueron endosadas por años de estudios en algún colegio europeo. Agradecía más de una vez que su padre, frustrado pintor, cuya potencia jamás fue advertida, no lo obligará a seguir cumpliendo con la promesa de mantener viva la tierra. El agricultor artista, hombre de palabra férrea, cumplió con su palabra. Vendió gran parte de la tierra cuando su lustre hijo le indicó los costos que acarraría estudiar arquitectura en una de las mejores universidades de Lima, pero en el ranking sudamericano no estaba siquiera dentro de las veinte primeras. Sin sentimiento que lo aferrara a lo que había trabajado desde que tenía uso de razón, el viejo se desprendió de la tierra y lo obtenido lo depositó a cuenta de ahorros que él mismo había abierto a nombre de su hijo. «Ahora puedo, si Dios lo permite, morir en paz. He cumplido como padre. El dinero es tuyo. Lo que hagas con él, será responsabilidad tuya. Es hora de que tú labres tu propio destino. Si fracasas o triunfas, será cuestión tuya, y de nadie más. Así que no andes, como otros imbéciles, echándole la culpa a Eva. Yo, hijo mío, solo quiero descansar», premió, con voz de despedida, a su hijo, quien marchaba a la gran Lima a ser lo que él quería ser: el mejor arquitecto de América. ¿Lo conseguiría?, se preguntaba el hijo, constantemente.   

 

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Era obvio que lo dicho por el Gerente General de Grañel & Montalvo había sido puro cuento para despedirlo, ¿pero por qué?, se preguntaba una y otra vez, sin hallar respuesta a sus inquietudes. La Torre Eiffel, maravilla de la construcción humana; la Catedral de Notre Dame, imponente recinto católico que no se puede pasar por alto; el Palacio de Versalles, incomparable refugio reinal; el Museo de Louvre, cosas maravillosas que guarda, arte puro. Así lo tenía doña Hermelinda Sifuentes viuda de Medina ¾Cincuenta, de nariz ñata, frente amplia y espirito jocoso¾, quien acababa de arribar de Paris, donde estuvo tres meses. Se había hospedado en la casa de su yerno, franchute, ingeniero agrónomo de gruesa billetera y que había desposado a la menor de camada Median Sifuentes, hacía tres años. Un favor, en vez de ir directamente a Magdalena, podemos irnos directo a la Molina, a la calle Los Meteorólogos, que está a cuadra y media del supermercado Metro, le sugirió la recién llegada. Habiendo quedado de acuerdo sobre el costo del servicio de taxi, el doble del pacto original, por ser el doble de viaje, tomó la ruta de la Av. La Marina, entraron por Magdalena del Mar hasta llegar a la Av. Javier Prado Oeste.

Luego de veinte minutos de recorrido paró en la gasolinera, echó treinta soles de combustible, fue al meadero, se despojó de sus ansiedades, luego fue al comercio, compró un frugos y una galleta de soda, y reanudó trayecto. Doña viuda de Medina seguía narrando sus historias galas, él únicamente atinaba a afirmar o negar con la cabeza ante las grandes diferencias que resaltaba, ávidamente, la cliente sobre el orden y respeto que la marcaron en su poca, pero muy cultural, estadía por el país francés. Pasando el cruce de la Av. Arequipa, el chofer comenzó a recordar que ésa era la ruta que tomaba para ir donde su exempleadora, trataba en lo posible de no hacer carreras que lo obligasen a tomar las calles que conducían a la oficina central de Grañel & Montalvo. A media cuadra de la vía expresa ¾la vía rápida más lenta de Lima¾ sus ojos contemplaron un enorme y bello edificio lleno de lunas que se alzaba a su derecha. Era una montaña de vidrios finamente acabada; al ojo, como buen edificador, calculó que se trataba de un monstruo de más de cien metros (120, para ser preciso). «HOY, GRAN INAUGURACIÓN DEL HOTEL WESTIN», presumía un enorme cartel con letras doradas a las afueras de la apoteósica infraestructura. Gracias a la congestión vehicular que se genera a las doce del mediodía, a ritmo de tortuga, pudo ver que se encontraban varias camionetas estacionadas a fuera del local, todas pertenecientes a las distintas televisoras nacionales. Había gente entrando y saliendo como lo hacen las hormigas a la colmena, todas esas personas estaban armadas con costosos adornos florales, otras llevaban pasteles gigantescos de más de 10 pisos, alcanzó a ver un pastel a tamaño escala del recinto a inaugurarse. ¡Qué hermoso!, apreció la cliente sin que recibiera respuesta alguna por parte del ido conductor. Había algo que no le cuadraba, que no lo terminaba de convencer al padre de familia, comenzó a cavilar sobre las dimensiones de majestuoso escenario, no sabía qué era, pero le faltaba algo a ese bloque futurista. Quizá no era nada, y únicamente, tal vez, era el hecho de ser tan perfeccionista que le hubiese gustado que adornara un arco estilo barroco sobre la entrada al nuevo hotel cinco estrellas de Lima. Vaya vaya, sí que estos de Inmobiliaria G&M la están rompiendo. Mire nada más lo que construyeron, recitó la enajenada gabacha, sin malicia en su admiración por semejante monumento a la modernidad arquitectónica. Pero el chofer ignoró las admiraciones de su temporal cliente, y prendió la radio. El chillar de unas guitarras acompañaban una débil pero armoniosa voz que narraba la historia de un amor donde el caballero le juraba amor eterno a su amada, y donde el enamorado le hacía prometer a su querida que si él moría primero ella, ante tal desgracia, dejaría caer sobre el cadáver del amado todo el llanto que brote de su tristeza y que todo el mundo se entere de su querer. El amado, en cambio, prometía a su amada que si ella acaecía primero, él escribiría la historia de su amor con el alma llena de sentimientos, y la «escribiría con sangre, con tinta sangre del corazón».

 

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Los ayes de la cliente seguían sin parar, tenía todo un arsenal inacabable de comparaciones: que si Francia aquí, que si Francia allá. Jamás verás a la gente empujándose, decía. Allá todo son muy amables, todo es correcto y hablan de forma apropiada. Qué vas a ver gente vendiendo en las calles, o escuchar a los gritones de los cobradores para jalar gente en el transporte público. O mear, como lo hacen los peruanos en las calles de Lima, se sorprendía la recién llegada. En ese momento se lamentó el taxista de no tener a la mano el Cd que amablemente le grabó su consorte con la música que a él le gustaba y entre las cuales estaba el hit de Los Prisiones “Por qué no se van”. El obligado atinaba a responderle a la inadapta con muecas de aprobación, las cuales, para redondear un gran asombro, y no quedar mal con la cliente, acompaña con los hombros subiéndolos cada vez que ella sentenciaba algo en contra de su, ahora negado, Perú. Ciertas virtudes había desarrollo en los casi diez meses que llevaba taxiando por las calles de Lima. Ha decir verdad, se volvió casi un experto sociólogo al timón escuchando los berridos que los parroquianos, los cuales únicamente tomaban taxi por habérseles hecho tarde la llegada al trabajo ¾¿qué otra razón hay sino para tomar una carrera de taxi?¾. Dos principios fundamentales había aprendido en el arte del manejo: (i) siempre tener limpio su auto, ¿quién pues en su sano juicio se subiría a una nave asquerosa?, como todo producto que se vende, el gusto entra por los ojos; y, (ii) el cliente siempre tiene la razón. ¡Imagínese pues!  ¡Qué barbaridad! ¡Qué cosas, ¿no?! ¡En serio, no me diga! ¡Tiene toda la razón!¸entre otras, eran las frases cliché que aprendió a utilizar según el cliente y según sus monólogos. De cierta forma, al escuchar las historias de sus consumidores, de daba cuenta que su vida y el vuelco, como la casa por los aires por culpa de los vientos del tornado, no era tan miserable, y siempre hay uno que está más jodido que otro, o, este caso, que él. También logró coleccionar historias morbosamente interesantes de sus concurrentes, algunas tan sufridas como las telenovelas made in Televisa y otras tan jodidas como las historias de Stephen King. Así también sumó a su baúl privado cada personaje tan extraño que se subía en su móvil. Había aquellos parlanchines que hablaban hasta por las orejas, otros mudos como zombis que únicamente atinaban a responder con monosílabas Sí, Aja, Uhmmm.

 

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