Hijo,
la vida es muy corta. Por eso, hazle caso a este viejo, a tú viejo. Sé lo
que quieras ser. Que nadie te imponga mandatos ni fronteras. Estás a poco de
terminar la secundaria. Lo sé, y estos ojos llenos de impedimentos no me
engañan. Tú no amas el campo. Ha decir verdad, yo tampoco. Estas tierras las
heredó el padre de mi padre, quien a su vez las recibió por Mandato Ejecutivo
con la famosa Reforma Agraria. Me pongo a pensar si en verdad fue un regalo o
una maldición, ¿sabes? El padre de mi padre amaba su trabajo, le gustaba estar
de sol a sol labrando la tierra que, fértil como el vientre de una yegua,
obsequió grandes frutos. Creo que el padre de mi padre quería más estos campos
que lo que quiso a mi abuela. Pero no eran suyas, eran de los patronos; a
quienes les arrebataron todos sus dominios. El papá de mi papá no supo qué
hacer con ellas cuando le dijeron que ahora él era el dueño de las tierras y de
todo aquello que estuviese dentro de sus dominios. Amaba la tierra, sí. Era
buen campesino, sí. Pero no buen amo del terreno. Él, como buen artesano
agricultor, todo lo que aprendió del campo y sus frutos fue gracias a las
enseñanzas de sus verdaderos dueños. Amaba esto, sí. Pero más amaba recibir las
órdenes de su patrón. Había nacido para obedecer. Punto. Luego, y ante la
amenaza de despojarlo también de las tierras y dárselas al vecino si insistía
en regresárselas a los Caberletti, el padre de mi padre, obligó a mi padre a
trabajar en ellas también. Tú abuelo creció con pala y pico, no tuvo nunca la
opción de elegir su destino, nunca tampoco se atrevió a cuestionar la voluntad
unipersonal de su padre. Tú abuelo aprendió rápidamente el arte del cultivo. Se
convirtió en el mejor de los mejores de la zona. Eso levantó muchas envidias,
pero fueron tiempos gloriosos. Pero lo que mejor supo aprender tú abuelo, y que
lo aprendió de mi abuelo, fue el de imponer su voluntad sobre los demás. Yo, al
igual que tus tíos, fuimos peones sacrificados en la tabla de tu abuelo. Nos
movía a su antojo, como lo hace el titiritero a su muñeco, sacrificaba…
¡sacrificó! el futuro de sus hijos por el resplandecer de la tierra. Por eso,
tu tío Ezequiel, fue al que odiamos con todo nuestro corazón. No porque no se
ensuciara las manos en la tierra, no. No porque no levantase la mierda de las
vacas o caballos, tampoco. Lo odiábamos porque él tuvo los que nosotros no. Los
huevos de decirle a tu abuelo que él no iba ser un campesino come choclo más,
que no desperdiciaría su vida entre montes, pastizales y canticos de animales,
qué el no sería como tu abuelo, y menos como tú tío Arnoldo y como yo, “un
recogedor de desechos”. Se marchó para nunca volver. Tú abuelo jamás lo
perdonó. No sé qué también le habrá ido tu tío Ezequiel, pero vaya que los
odiábamos. O, en honor a la verdad, lo envidiábamos. Yo seguí con la tradición
familiar, y lo he hecho lo mejor que pude. Me siento orgulloso de haber
mantenido estas tierras que le fueron arrebatas a gentes con visión empresarial;
me alegro de haber mantenido viva una promesa que no fue mía, pero que el papá
de mi papá prometió a sus expatrones, el de mantener con vida las tierras.
Espero que los Caberletti, estén donde estén, se den por bien servidos. Yo
cumplí. Siempre quise ser pintor, ¿sabes?, pero nunca tuve el valor de decirle
a papá. Me encantaba pintar los paisajes que adornan nuestro pueblo, pintar las
aves en pleno vuelo con el sol radiante y con el cielo libre de nubes
imperfectas. Así conquisté a tu madre ¿sabías?: la veía pasar por la plaza del
pueblo. Sobresalía entre sus amigas. Yo fui al pueblo a comprar unas cosas que
tú abuelo me había encargado y, aprovechando la oportunidad, fui a la plaza a
ver a los pintores en plena acción. Pintaban tan hermoso que parecía fotografía.
Luego, cuando estaba por retornar, la vi. Llevaba puesta una blusa blanca manga
larga con pequeños girasoles bordados alrededor del cuello. Su cabello, tan
fino como el cabello de ángel, bailaba al son del viento; viento que acariciaba
ese rostro de cejas pobladas, labios delgados y mentón pronunciado. Enamorado
quedé de tu madre desde el momento en que la vi. Te digo que así la conquisté
porque, so pretexto de hablarle, la seguí hasta su casita, a las afueras del
pueblo. La seguí tres semanas, me enteré de sus horarios de casa y de sus
tiempos libres, ocasión en la que aprovechaba y baja al pueblo a pasear con tu
tía Flor. Un día, miércoles recuerdo, el sol estaba en su punto más alto cuando
la vi llegar sola a la plaza, yo, una semana antes, le había pagado a un pintor
para que dibujará un paisaje, el cual estaba adornado por girasoles, le pedí al
pintor de que no firmara su arte. Desconcertado el artista, accedió a mi pedido
por 10 soles más. Cuando tu madre estaba por marcharse, le cogí suavemente del
hombre y le obsequié la obra de otro artista diciéndole que ella me había inspirado
a dibujar semejante ejemplar. Me creyó. Desde entonces, todos los miércoles que
ella paseaba por la plaza yo, con la astucia del pillo, comencé a comprar obras
de otros para hacerlas pasar por mi autoría y así poder obsequiárselas a tu
madre. Obvio que no siempre fue así: tomé la firme decisión de aprender a
pintar paisajes, y, de ésta forma, cubrir las mentiras amorosas, pero mentiras
al fin y al cabo, que le decía a tu madre. Total, ¿no dicen que en la guerra
como en el amor todo se vale? Pero lo siento hijo, esa historia la sabes de
sobra. Lo que trato de decirte es que sin importar lo que decidas para tu
futuro, cuentas conmigo para lo que sea, y si es necesario vender estas
tierras, yo, con mucho gusto, lo haré. Como padre, no seré para ti el padre que
fue el padre de mi padre y lo que fue mi padre conmigo, como padre. Y si hasta
conmigo ha de llegar la tradición de cultivar frutos terrenales, en amén de tu
futuro, cualquiera que elijas, que así sea. Pues tus espaldas no tienen por qué
cargar con las promesas que otros hicieron, y tus manos no tienen por qué
labrar las tierras que, como arenas movedizas, se comieron los sueños de sus
nuevos patrones.
*
Nunca olvidaría las palabras de su anciano
padre (¿había acaso mejor prueba de amor de un padre hacia su hijo, al grado de
despojarse de las tierras que le fueron heredadas por el padre de su padre,
arrebatadas de sus verdaderos dueños ―como se le quita un caramelo a un niño―
por el Estado Peruano imponiendo el solemne principio de que «las tierras son de quienes las trabajan»?).
El hijo apreció que su padre le hablara como igual, que no espetara sobre él, y
menos que lo cargara con la presión familiar, de que tenía que ser Doctor o Abogado, como se acostumbraba a exigir a los vástagos de origen
agricultor. Ahora comprendía porqué su padre pasaba largas horas bajo el duro
sol, mirando el campo. Era la inspiración de sus obras caseras. El padre
campesino agricultor tenía toda su casa plagada de cuadros dignos de presumir
en fincas, galerías y reuniones de sociedad. El hijo, expromesa de la
arquitectura y nuevo conductor comercial, no comprendía como su padre, de
moribundos reflejos corporales, ojos plagados de malestares visuales, de manos
desgastadas por el trajín diario de arrear el ganado, sacrificar bueyes, vacas,
vacunos, caballos, yeguas, gallos, gallinas, etcétera, y esos dedos llenos de
imperfecciones, chuecos y maltratados por la artrosis obtenida a una temprana
edad, pudiese tener la delicadeza y firmeza de un cirujano con el bisturí. Sus
lienzos eran tan perfectos que parecían ser de un autor cuyas virtudes
artísticas fueron endosadas por años de estudios en algún colegio europeo.
Agradecía más de una vez que su padre, frustrado pintor, cuya potencia jamás
fue advertida, no lo obligará a seguir cumpliendo con la promesa de mantener
viva la tierra. El agricultor artista, hombre de palabra férrea, cumplió con su
palabra. Vendió gran parte de la tierra cuando su lustre hijo le indicó los
costos que acarraría estudiar arquitectura en una de las mejores universidades
de Lima, pero en el ranking sudamericano no estaba siquiera dentro de las
veinte primeras. Sin sentimiento que lo aferrara a lo que había trabajado desde
que tenía uso de razón, el viejo se desprendió de la tierra y lo obtenido lo
depositó a cuenta de ahorros que él mismo había abierto a nombre de su hijo. «Ahora puedo, si Dios lo permite, morir en
paz. He cumplido como padre. El dinero es tuyo. Lo que hagas con él, será
responsabilidad tuya. Es hora de que tú labres tu propio destino. Si fracasas o
triunfas, será cuestión tuya, y de nadie más. Así que no andes, como otros
imbéciles, echándole la culpa a Eva. Yo, hijo mío, solo quiero descansar»,
premió, con voz de despedida, a su hijo, quien marchaba a la gran Lima a ser lo
que él quería ser: el mejor arquitecto de América. ¿Lo conseguiría?, se
preguntaba el hijo, constantemente.
*
Era obvio que lo dicho por el Gerente General de Grañel & Montalvo había sido puro cuento para despedirlo, ¿pero por qué?, se preguntaba una y otra vez, sin hallar respuesta a sus inquietudes. La Torre Eiffel, maravilla de la construcción humana; la Catedral de Notre Dame, imponente recinto católico que no se puede pasar por alto; el Palacio de Versalles, incomparable refugio reinal; el Museo de Louvre, cosas maravillosas que guarda, arte puro. Así lo tenía doña Hermelinda Sifuentes viuda de Medina ¾Cincuenta, de nariz ñata, frente amplia y espirito jocoso¾, quien acababa de arribar de Paris, donde estuvo tres meses. Se había hospedado en la casa de su yerno, franchute, ingeniero agrónomo de gruesa billetera y que había desposado a la menor de camada Median Sifuentes, hacía tres años. Un favor, en vez de ir directamente a Magdalena, podemos irnos directo a la Molina, a la calle Los Meteorólogos, que está a cuadra y media del supermercado Metro, le sugirió la recién llegada. Habiendo quedado de acuerdo sobre el costo del servicio de taxi, el doble del pacto original, por ser el doble de viaje, tomó la ruta de la Av. La Marina, entraron por Magdalena del Mar hasta llegar a la Av. Javier Prado Oeste.
Luego de veinte minutos de recorrido paró
en la gasolinera, echó treinta soles de combustible, fue al meadero, se despojó
de sus ansiedades, luego fue al comercio, compró un frugos y una galleta de
soda, y reanudó trayecto. Doña viuda de Medina seguía narrando sus historias
galas, él únicamente atinaba a afirmar o negar con la cabeza ante las grandes
diferencias que resaltaba, ávidamente, la cliente sobre el orden y respeto que
la marcaron en su poca, pero muy cultural, estadía por el país francés. Pasando
el cruce de la Av. Arequipa, el chofer comenzó a recordar que ésa era la ruta
que tomaba para ir donde su exempleadora, trataba en lo posible de no hacer
carreras que lo obligasen a tomar las calles que conducían a la oficina central
de Grañel & Montalvo. A media
cuadra de la vía expresa ¾la vía rápida más lenta de Lima¾ sus ojos contemplaron un enorme y bello
edificio lleno de lunas que se alzaba a su derecha. Era una montaña de vidrios
finamente acabada; al ojo, como buen edificador, calculó que se trataba de un
monstruo de más de cien metros (120, para ser preciso). «HOY, GRAN INAUGURACIÓN DEL HOTEL WESTIN», presumía un enorme cartel con letras doradas a las afueras de la
apoteósica infraestructura. Gracias a la congestión vehicular que se genera a
las doce del mediodía, a ritmo de tortuga, pudo ver que se encontraban varias
camionetas estacionadas a fuera del local, todas pertenecientes a las distintas
televisoras nacionales. Había gente entrando y saliendo como lo hacen las
hormigas a la colmena, todas esas personas estaban armadas con costosos adornos
florales, otras llevaban pasteles gigantescos de más de 10 pisos, alcanzó a ver
un pastel a tamaño escala del recinto a inaugurarse. ¡Qué hermoso!, apreció la cliente sin que recibiera respuesta
alguna por parte del ido conductor. Había algo que no le cuadraba, que no lo
terminaba de convencer al padre de familia, comenzó a cavilar sobre las
dimensiones de majestuoso escenario, no sabía qué era, pero le faltaba algo a
ese bloque futurista. Quizá no era nada, y únicamente, tal vez, era el hecho de
ser tan perfeccionista que le hubiese gustado que adornara un arco estilo
barroco sobre la entrada al nuevo hotel cinco estrellas de Lima. Vaya vaya, sí que estos de Inmobiliaria
G&M la están rompiendo. Mire nada más lo que construyeron, recitó la
enajenada gabacha, sin malicia en su admiración por semejante monumento a la
modernidad arquitectónica. Pero el chofer ignoró las admiraciones de su
temporal cliente, y prendió la radio. El chillar de unas guitarras acompañaban
una débil pero armoniosa voz que narraba la historia de un amor donde el
caballero le juraba amor eterno a su
amada, y donde el enamorado le hacía prometer a su querida que si él moría primero ella, ante tal desgracia,
dejaría caer sobre el cadáver del amado todo el llanto que brote de su tristeza y que todo el mundo se
entere de su querer. El amado, en
cambio, prometía a su amada que si
ella acaecía primero, él escribiría
la historia de su amor con el alma
llena de sentimientos, y la «escribiría
con sangre, con tinta sangre del corazón».
*
Los ayes de la cliente seguían sin parar,
tenía todo un arsenal inacabable de comparaciones: que si Francia aquí, que si
Francia allá. Jamás verás a la gente
empujándose, decía. Allá todo son muy
amables, todo es correcto y hablan de forma apropiada. Qué vas a ver gente
vendiendo en las calles, o escuchar a los gritones de los cobradores para jalar
gente en el transporte público. O mear, como lo hacen los peruanos en las
calles de Lima, se sorprendía la recién llegada. En ese momento se lamentó
el taxista de no tener a la mano el Cd que amablemente le grabó su consorte con
la música que a él le gustaba y entre las cuales estaba el hit de Los Prisiones “Por
qué no se van”. El obligado atinaba a responderle a la inadapta con muecas
de aprobación, las cuales, para redondear un gran asombro, y no quedar mal con
la cliente, acompaña con los hombros subiéndolos cada vez que ella sentenciaba
algo en contra de su, ahora negado, Perú. Ciertas virtudes había desarrollo en
los casi diez meses que llevaba taxiando
por las calles de Lima. Ha decir verdad, se volvió casi un experto sociólogo al
timón escuchando los berridos que los parroquianos, los cuales únicamente
tomaban taxi por habérseles hecho tarde la llegada al trabajo ¾¿qué otra razón hay sino para tomar una
carrera de taxi?¾. Dos principios fundamentales había aprendido en el arte del manejo:
(i) siempre tener limpio su auto, ¿quién pues en su sano juicio se subiría a
una nave asquerosa?, como todo producto que se vende, el gusto entra por los
ojos; y, (ii) el cliente siempre tiene la razón. ¡Imagínese pues! ¡Qué
barbaridad! ¡Qué cosas, ¿no?! ¡En serio, no me diga! ¡Tiene toda la razón!¸entre
otras, eran las frases cliché que aprendió a utilizar según el cliente y según
sus monólogos. De cierta forma, al escuchar las historias de sus consumidores,
de daba cuenta que su vida y el
vuelco, como la casa por los aires por culpa de los vientos del tornado, no era
tan miserable, y siempre hay uno que está más jodido que otro, o, este caso,
que él. También logró coleccionar historias morbosamente interesantes de sus
concurrentes, algunas tan sufridas como las telenovelas made in Televisa y otras tan jodidas como las historias de Stephen
King. Así también sumó a su baúl privado cada personaje tan extraño que se
subía en su móvil. Había aquellos parlanchines que hablaban hasta por las
orejas, otros mudos como zombis que únicamente atinaban a responder con
monosílabas Sí, Aja, Uhmmm.
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