Lima tiene una magia incompresible, sus Distritos aún más. Una salida
cualquiera puede convertida en LA SALIDA. Eso fue lo que pasó una noche de
abril remota. Donde los primos se juntaron para divertirse sanamente, y lo consiguieron,
¿no?
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Mis primos y yo quedamos en
salir un sábado por la noche. El clima era cálido y la noche presumía una
medialuna adornada de grises nubes. Los cinco quedamos en vernos en El Puente
de los Suspiros, en Barranco. Todos llegamos a la hora acordada, nueve de la
noche. Obviamente era una salida de varones, nada de enamoradas. Por aquel
entonces todavía no estaba casado, pero vivía con mi hoy esposa. ‘Diviértete
mucho, y cuidadito nomás…’, fueron sus palabras de despedida cuando me acomodaba
el saco para salir; cogí las llaves de la casa, guardé mi celular en el saco,
metí la billetera en su lugar y le mandé un beso volado, ‘te amo’, le dije. La
salida tenía como motivo la de reunirnos con los primos, en ese entonces éramos
más unidos que ahora. Pero uno de nosotros estaba pasando por una mala
situación sentimental: su enamorada había terminado la relación. Y aunque al
inicio se rehusó a salir, gracias a mis convincentes súplicas, se animó. ‘Vamos
cholo, qué chúmas vas a hacer en casa, vamos con los primos a tomar unos
tragos, a bailar y hacer algo de desmadre’. Aceptó. Cuatro de los primos nos
vimos en un lugar intermedio para reunirnos y tomar taxi rumbo a Barranco,
donde ya nos espera mi primo, al que habían terminado. Al subir al taxi todo
fue relajo, los apodos y bromas pesadas no se hicieron esperar. Todos, salvo el
chofer, fuimos blanco de certeras y jodidas bromas. Enrumbados, el taxista sube
por El Malecón de la Reserva en vez de ir por Circuito de Playa. De noche
siempre es agradable ir por Miraflores, y más por la zona pegada al mar. Se ve
gente corriendo, patinando y bicicleteando con la tranquilidad que un barrio pituco, o de gente bien, como le dicen,
les puede brindar. Primero pasamos por el Parque del Amor, donde varios adolescentes
yacían en el césped, en compañía de sus respectivas parejas; la luz tenue de la
luna y el susurro del mar estrellándose contra la costa verde, servían como
marco inspirador para cualquier aspirante a galán. Luego sin percatarnos ya
estábamos entre el Parque Beato Marcelino Champagnat y el Parque Salazar. Al
pasar por el Parque Salazar no pude evitar recordar la vez que estuve allí con
una amiga de la facultad de leyes.
Los dos sentados en la banca de
madera que ofrece el parque, estábamos conversado de algo que en ese momento
parecía interesante, luego me pongo de pie frente a ella y al estar erguido veo
que a lo lejos que nos observaba alguien con sospechoso interés. No le di
importancia y seguimos conversado. Al alzar de nuevo la vista veo que la sombra
que nos miraba a los lejos se viene hacia nosotros. Sentí un hormigueo en el
estómago y un sudor inusual se apoderó de mis manos. Pensé en tomar de la mano
a mi acompañante y ponernos en marcha en dirección contraria, hacia los
quioscos, pero antes de que eso pasara el sujeto ya estaba a tres metros de
nosotros. Era un tipo alto, fornido, de espalda y hombros anchos. Tenía el
aspecto de un boxeador en retiro. No dijo nada al estar delante de nosotros.
Nos miraba con delicada atención. Sus ojos, negros y pequeños como bolas de
canicas, no se movían, miraban hacia nosotros pero también parecían mirar al
vacío. Tenía una capucha en su cabeza, y zapatillas blancas con el logo nike en color rojo chillón. ‘Nicagando
son originales’, recuerdo haber pensado. Tuve la sensación de que el tiempo se
detuvo sobre nosotros por unos segundos. La tensión que reinaba sobre los tres
fue interrumpida por mi amiga, quien poniéndose de pie le increpó en tono suave
al intruso preguntándole qué quería. Él, sin musitar ruido alguno, alzó la mano
derecha y arqueó todo su cuerpo hacia izquierda. Sus movimientos eran lentos,
calculados y algo dotados de irrealismo, casi teatrales. Se llevó la mano hacia
la cintura donde tenía un canguro, mi corazón palpitaba estrepitosamente, parecía
tener un caballo cabreado dentro. El boxeador en retiro abrió pausadamente el
canguro y metió toda la mano. ‘Una pistola, la conchasumadre’, me dije. De
pronto, como el salto de un gato, en un movimiento que no pude ver por la
rapidez de su protagonista, sacó tres barras de turrones. Y con una voz ronca,
de aquellas con la que una piensa que en vez de lengua tiene una lija, nos
dijo: ‘Colabórenme con un turroncito. Anda pe. Varón. Un regalito para tu jerma’.
Saqué rápidamente unas monedas de mi bolsillo derecho esperando sacar la moneda
de un sol pero fue la de cinco, agarré un turrón (cuyo costo en la tienda es de
un sol) y el sujeto se fue sin dar gracias rumbo a otras parejas. Aún recuerdo
la patética escena en la que un sujeto de piel oscura, labios delgados como
sobre y apretados como la angustia nos hizo -me hizo- caer. Nos estudió a lo
lejos, vio dos pichones, puso en marcha su acción magistral de cautivar a sus
víctimas-consumidores inyectándonos algo de temor, de miedo, y obtuvo de
nosotros, luego del quebrantamiento psicológico, una moneda de cinco soles por
producto que cuesta cuatro veces menos y que en ese momento no deseábamos. Le
funcionó.
Mi recorderis fue violentamente
interrumpido por uno de mis primos que estaba señalando a una pareja de
enamorados que se hallaban debajo de un árbol. ‘Mira mira cómo le arriba el
paquete ese pendejo a su flaca’, oí decir desde la parte trasera del taxi. Le
dije al taxista que bajara su velocidad, y al hacerlo, fui bajando la luna del
copiloto, saqué mi cabeza, y el viento alborotó mi escasa cabellera, tomé airé,
y cuando estábamos cerca de la pareja, le grité a todo pulmón: ‘Déjalo. Dile
que no. Está bien feo’. Todos mis primos, incluida la chica que tenía sus
brazos sobre el cuello de su enamorado se echaron a reír. El aludido se quedó
mirando dolosamente el taxi y nos siguió con la mirada hasta que desaparecemos
de su alcance. Mis primos me felicitaron a su estilo. ‘Jajaja, eres un
conchasumare’; ‘Puta qué maleado eres, causa’; ‘Pobre huevón pues’, fueron sus
apremios. El taxista, con una sonrisa de complicidad, retomó la velocidad.
Llegamos a Barranco y mi primo de corazón roto estaba al costado de La Estación
de Barranco. Como es usual en nosotros, nos saludos con beso en la mejilla.
Luego de los saludos correspondientes, y dada la hora (9pm), decidimos darnos
un gusto en la anticuchería que está bajando las escaleras pero antes de cruzar
el Puente de Los Suspiros. Pedimos dos mixtos especiales y una porción extra de
anticuchos. Dos de mis primos se pidieron un par de pisco sour, los otros dos
se pidieron un par de chicha morada y yo una limonada frozen. Durante el
aperitivo hablamos de distintos temas, tratando en lo posible de no hablar de
nuestras parejas, pues sentíamos que no era oportuno dada la situación personal
de uno de nuestros primos. Desafortunadamente no hay foto que cele con sumo
cariño el cuadro que éramos los cinco allí, comiendo y brindando a viva voz.
Terminado el agasajo culinario, decidimos cruzar el Puente de Los Suspiros. Un
señor se nos acercó con una polaroid y nos dijo que por diez soles nos tomaba
una foto. ‘No gracias’, oí. Luego de cruzado el puente nos dirigimos a la
Iglesia La Ermita, donde otro de mis primos, al que le gusta adornar su cuerpo
de tatuajes, me señaló a un par de gringas, o al menos eran rubias. Estaban
acompañadas de unos sujetos de aspecto duro y rasgos andinos. ‘Bricheros de
mierda’, declaró mi primo. Descendimos por La Bajada de los Baños, su calle
pedregosa y sus árboles grandes y torcidos fungían como marco preparativo para algo que aún no conocíamos. Alrededor de
las once la noche decidimos entrar a un barrar en el boulevard de Barranco.
Llegamos hasta la playa y con las mismas nos regresamos. Al ingresar una
cortina de humo nos dio la bienvenida, el bar era sumamente pequeño y oscuro.
Estaba casi vacío y la música exageradamente alta. Nos sentamos en el lugar más
apartado del local, pedimos dos jarras de cerveza y nos instalamos lo más
cómodo que pudimos. Las jarras de cerveza fueron servidas por una chica de
brazos pequeños y pelo ensortijado. Tenía un piercing en el lado derecho de su
ancha nariz. Vestía una minifalda color verde pastel y un polo con unas ranas
dibujas. Era una caricatura verla. ‘Salud, salud por nosotros, carajo’,
brindamos. Mi primo aún tenía en su
rostro la imagen del dolor. Sus movimientos eran desganados y torpes. Los otros
cruzamos miradas. Uno de mis primos le dijo que este tranquilo, que no es fácil
romper con una flaca, pero puta madre hoy es noche de primos, quita esa cara
compare y salud. Otro de mis primos le dio unas palmadas suaves en el hombro y
le dijo que todo iba a estar bien, que se tranquilizara, que quizá ella
recapacitaría y todo volvería a la normalidad (nunca volvieron a estar juntos).
Luego de cuarenta minutos decidimos irnos del bar. Al atravesar el boulevard
hacia la Plaza Central, varios sujetos de vestimenta reguetonera nos ofrecían a sus mujeres como damas de compañía. ‘Baratito
nomás, oye. Un polvo no es polvo sino te tiras a una hembra de Barranco’. No
gracias, no hay plata, dije.
Nos sentamos en la banca de la
plaza central, el frío barranquino comenzó asentirse. Yo comenzaba a sentirme
culpable por forzar a mi primo a salir cuando lo único divertido hasta ese
momento había sido gritarle a un desconocido que era feo. Para variar, él no
había estado presente. Quizá la hubiese pasado mejor llorando por su ex en la
privacidad de su cuarto, pensé. Un niño en harapos y con las mejillas color
ladrillo se nos acercó y nos ofreció chicles y cigarrillos. Tres de mis primos
se pusieron a fumar. Comenzamos a discutir sobre las pobres posibilidades de
pasarla bien esa noche. Pareció, y sólo así, que la nostalgia que acurrucaba a
uno de nosotros había hecho el mismo efecto sobre los demás. ‘Vamos a La
Marina, dices…’ gritó uno de nuestros primos. ¿Y qué vamos hacer allá? ‘Yo
conozco unos huecos donde se la pasa de la puta madre, ¿vao?’, replicó. Todos
abordamos el taxi y hacia la avenida La Marina nos dirigimos. Estando allí
recorrimos varios lugares de aspecto lúgubre que ofrecían sana diversión, la
única condición era consumir bebidas alcohólicas. Luego de visitar tres templos
de dudosa reputación, guiados por el primo que vive en San Miguel, decidimos
por uno que en la puerta principal adornaba un foco enorme de color rojo
pasión. A los costados se encontraban dos sujetos vestidos completamente de
negro, y absurdamente con gafas oscuras. Al entrar, mi vista se cegó por varios
segundos, tomé la camisa de unos de mis primos como guía, de apoco iba
recobrando la visibilidad dentro del local. Al pasar por un túnel adornado de
focos también de color rojos, unas manos delicadas y pequeñas comenzaban a
saludarnos, eran las bailarinas del lugar. Un sujeto chaparro de pelos duros y
panza descomunal nos dio la carta de presentación: ‘Señores, bienvenidos sean
al nigth club La Once (debido a que
se encontraba en la cuadra once de la avenida La Marina). Como podrán apreciar,
nuestro local les brinda los más selecto de lo selecto de nuestras bellas mujeres
limeñas, quienes encantadas los acompañaran en lo que será una bella velada, a
cambio de que ustedes consuman como mínimo cuatro jarras de cerveza. Es la
única condición. Señores, son todas suyas…’, declaró el sujeto panzón con voz
angurrienta. Yo no tomó, dije. ‘Ya no seas maricón’, me dijeron. Ya, pago, pero
no tomo, volví a decir. Todos aceptaron. Fuimos al paradón donde las chicas,
las más selectas de las selectas, aguardaban por nosotros. Cogí una al azar, al
tomarla por la muñeca me percaté que era una chica muy delgada, casi anoréxica;
me arrepentí de inmediato pero ya era tarde, ahora ella era quien me tomaba del
brazo y me dirigía a la sala principal donde ya estaban mis primos sentados en
sus respectivos sofás. La chica me acomodó delicadamente sobre un sofá de
brazos anchos, me sentía enano en un sofá tan grande. Ponte cómodo, susurró la
bailarina en lo que me servía un vaso de cerveza. Me alcanzó el vaso y de
inmediato se sirvió otro para ella. Salud, gritó. ‘Y… cómo te llamas’. Le dije
mi nombre. ‘Y ellos son tus amigos’. Mis primos, respondí. ‘Qué edad tienes’.
Cuántos crees. ‘Veinte cuatro’. No, veintiséis. Tú cómo te llamas, le pregunté,
me dijo que Rosmery. Era obvio que ese no era su nombre, si acaso el nombre
profesional que se había escogido, pero más nada. Estaba vestida con diminutas
prendas pero provista de unas enormes botas de cuerina al estilo Xuxa. Y aunque era muy delgada,
resaltaban en ella un busto respetable. Tenía ojos grades y un rostro angular,
su cabello era lacio y tenía tonos rubios y mechones blancos. Salud, volvió a
celebrar. Se llevó el vaso a la boca y de un solo trago desapareció la cerveza.
‘Ay, pero tú no tomas, oye’. Salud, le dije, y mojé mis labios con la cerveza.
Al voltear a ver a mis primos, los vi envueltos bajo la magia maliciosa que esa
cueva, y sus destacadas, nos ofrecía. Sus rostros estaban cubiertos por unas
sombras envilecidas.
Todos esteban concentrados en
su labor. Las chicas serpenteaban bajo la mirada atónita de mis primos. Mi
primo deprimido me miró de reojo, y alzó su pulgar en signo de conformidad. Le
devolví el gesto con una sonrisa pícara. Rosmery me tomó de las manos y las
puso en su cintura. Su piel era suave y tibia. Las brillantinas en su piel
quedaron adheridas a las yemas de mis dedos. Se acercó lentamente a mi oreja
izquierda. ‘Quieres un baile privado’, me invitó. Más privado que esto, no
creo, pensé. Como leyendo el pensamiento, se levantó delicadamente y me señaló
unos lugares que se encontraban detrás de unas cortinas rojas sangre. En un
ratito más, le indiqué. Ella seguía bailando bajo la melodía “sensual” que la
canción de saxo con bajo y acordes de piano le ofrecía. Yo estaba aburrido. La
chica hacía su mejor esfuerzo pero no lograba cautivar mi atención; pese a que
sus movimientos eran ondulados, había algo en ella que no me convencía. Quizá
sentí pena por ella. ‘Yo ya voy por dos y tú no te has terminado el vaso’,
gruñó con mueca de puchero. Disculpa, le dije. Salud. Y volví a mojar mis
labios, pero esta vez, en el momento en que ella se servía un tercer vaso, boté
la cerveza al piso. Comenzaba a sentir calor y sueño. Al consultar mi reloj
daban las dos y media de la madrugada. Estaba por decirle a mi primo, al que
nos llevó a la avenida La Marina, que unos cinco minutos más y nos vamos, pero
lo veo ponerse de pie y dirigirse hacia las cortinas de rojo sangre. La luz se
puso aún más baja. La oscuridad no me dejó ver su rostro, pero no era difícil
de adivinar su semblante, pues sus grandes dientes mostraban la enorme sonrisa
que en él se dibujaba. Luego veo que otros dos de mis primos se levantan y
marchan hacia el mismo lugar, con la misma sonrisa de complicidad que la del
primero. ‘Ay… Tus primos si van al privado y tú no, oye’, me reclamó Rosmery.
Fingí no escucharla. Al ver a otro de mis primos, el único que me hacía
compañía en la sala principal, le hice gestos con los brazos, y él me respondió
con sus dedos que le faltaba presupuesto para ir a un privado. A lo lejos escuché
nuevamente al panzón que nos hizo pasar, repetía el mismo sermón a lo que
probablemente eran nuevos clientes. Rosmery me sirvió un vaso más y me dijo si
quería pedir otra jarra de cerveza porque ya estaba por acabarse. No le
respondí, ella seguía meneándose. Al cabo de unos segundos, La Once puso la
canción I'm too sexy. Esa canción me
trajo viejos recuerdos. De inmediato una cascada de energía se apoderó de mí y
tomé de los brazos a Rosmery, y le dije: Ahora me toca a mí. Ella se quedó
pasmada, inmóvil ante repentino cambio. La senté en el sillón gigante y comencé
a bailar sobre ella. Mi cuerpo no era mi cuerpo, estaba dominado, somatizado
por la sensual canción de los años noventa. Los ojos de Rosmery miraban hacia todos lados.
Mi primo, que estaba a unos cuantos metros de mi me miraba sorprendido, tenía
los ojos abiertos de par en par y comenzó a matarse de risa. No me importó. Yo
seguía moviendo mi cintura y mi dorso al compás de la música. Acercaba mi
cuerpo el de Rosmery, me doblaba y me erguía sobre ella. Noté que comenzaba a
sudar de manera profusa. Vi una sombra moverse rápidamente, era mi primo que
fue corriendo a pasarles la voz a los demás que estaban en el privado. Rosmery
estaba callada, seguía mi cuerpo con sus ojos grandes, adornados con pestañas largas.
Sin tapujos, me desprendí de mi camiseta, lo hice lento, desabrochando uno a
uno los ocho botones. Agarré las manos de Rosmery y las pasé por mi cuello,
luego la hice tocar mi pecho para luego bajar por el abdomen hasta que llegó a
mi trasero, ella era un trapo, un títere y yo su titiritero. Seguía y hacia lo
que yo ordenaba en ese momento. ‘I'm a model you know what I mean and i do my
little turn on the catwalk yeah on the catwalk on the catwalk yeah i shake my
little touche on the catwalk…’ Mis primos me miraban perplejos, no
daban crédito a lo que veían. Yo mismo me sorprendí al verme danzar de una
manera tan exótica. Pero en ese momento otro hombre, uno que no conocía muy
bien y que pocas veces sale de mí, se apoderó por completo de mis manos, de mis
piernas y de mis movimientos pélvicos.
La canción terminó y me fui
abrochando la camisa. Estaba empapado en sudor. Mi corazón rugía como una máquina
industrial. Noté que jadeaba de manera grotesca. Por fin entonces agarré la
jarra de cerveza y vertí en mi vaso lo poco que quedaba. La cerveza aplacó en
algo mi fatiga. Rosmery seguía callada, no sabía qué debía hacer. Cuando me
abrochaba el último botón me preguntó: ‘¿Eres bailarín profesional?’. No, pero
me encanta bailar, y más esa canción, ¿por qué? ‘Porque bailas muy bien,
precisó Rosmery. Esa noche mis primos se reían de mí. ‘Puta que eres un huevón
para pagarle a una bailarina y tu ser el que le tenga que bailar’. Yo les dije
que esa noche salí con ellos a divertirme, y eso fue lo que hice. Según ellos,
los que entraron al privado, se divirtieron más, pues dentro de ese cubil de
tela roja donde tuvieron el privado sus bailarinas, las más destacadas bellezas
limeñas, hicieron más que solo bailar. ‘A mí me dio un par de cabezazos’, dijo
uno. ‘A mi dos’, dijo otro. Hasta ahora me pregunto qué habrán querido decir
con ello. Ya a las afueras de la avenida La Marina, cuando los ruidos de los
autos parece ser un amargo recuerdo de
un día que comienza, un grupo de féminas se acercaron hacia nosotros. ‘Chicos
chicos, qué lindos están. Qué guapos… ¿Un cache?’. Mi primo, que tiene un rosa
dibujada en su espalda, nos advierte: ‘Cuidado, que son chicas sorpresas’
¿Chicas sorpresas?, pregunto uno. ‘Maricones pues, huevón’, respondí. Avanzamos
a paso veloz hacia la avenida Universitaria con la intención de tomar taxi. Al
voltear, uno de mis primos se había quedado varios metros atrás de nosotros;
vimos cómo el grupo de chicas sorpresas lo estaban rodeando. Él estaba callado,
casi asustado. Sus ojos azules parecían dos zafiros perdidos en el espacio de
la nada. Una docena de manos comenzaron a bailar alrededor de mi primo, parecía
un pulpo humano vestido de lentejuelas multicolores. ‘Lo van a bolsiquear’, oímos
decir a una anciana de figura ovalada que ofrecía chicles y cigarros. Fue
cuando otro de mis primos, de dimensiones respetables, se acercó al grupo de
maricones que trataban de quitarle el celular y la billetera al otro primo. ‘¡Ya
carajo! ¡Cabros de mierda! ¡A la mierda con ustedes, por la puta madre!’, gritó
colérico. Todos regresamos haciendo sombra sobre el primo pregonero. Las chicas
sorpresas corrieron en distintas direcciones, como cucarachas al encender la
luz. ‘Por qué mierda no gritaste’, reclamaron al primo que querían bolsiquear.
No respondió. Tomamos taxi y nos fuimos por fin. Al día siguiente me desperté con buen ánimo.
Mi hoy esposa me preguntó sobre la noche anterior. Y no le mentí. Le respondí
cada uno de sus interrogantes: ¿Que cómo la pasamos? La pasamos bien. ¿Que si
me divertí? Claro que me divertí. ¿Que sí tomé alcohol? No, tomé, mojé mis
labios, nada más. ¿Que si te extrañé? Claro que te extraño, amor. Como verán,
sus preguntas fueron respondidas. Nunca le mentí al respecto. Bueno, nunca
jamás, tampoco, me preguntó si había hecho un Striper para Rosmery. Pero lo
cierto es que así fue, o así creo recordarlo. Pero fuera de todo ello, eso es
lo gratificante de salir con tus primos, o al menos con los míos, el de no
tener casi nada planeado, ir a Barranco a aburrirnos y terminar a las tres y
media de la madrugada en un antro de dos por tres en la avenida La Marina y
fungir de bailarín ocasional, y lo mejor de todo, gratis.
Lima, 07 de enero de
2013.
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