miércoles, 8 de enero de 2014

CONFESIÓN # 391 FUI UN STRIPER





Lima tiene una magia incompresible, sus Distritos aún más. Una salida cualquiera puede convertida en LA SALIDA. Eso fue lo que pasó una noche de abril remota. Donde los primos se juntaron para divertirse sanamente, y lo consiguieron, ¿no?

__________________________________________________
__________________________
____________

Mis primos y yo quedamos en salir un sábado por la noche. El clima era cálido y la noche presumía una medialuna adornada de grises nubes. Los cinco quedamos en vernos en El Puente de los Suspiros, en Barranco. Todos llegamos a la hora acordada, nueve de la noche. Obviamente era una salida de varones, nada de enamoradas. Por aquel entonces todavía no estaba casado, pero vivía con mi hoy esposa. ‘Diviértete mucho, y cuidadito nomás…’, fueron sus palabras de despedida cuando me acomodaba el saco para salir; cogí las llaves de la casa, guardé mi celular en el saco, metí la billetera en su lugar y le mandé un beso volado, ‘te amo’, le dije. La salida tenía como motivo la de reunirnos con los primos, en ese entonces éramos más unidos que ahora. Pero uno de nosotros estaba pasando por una mala situación sentimental: su enamorada había terminado la relación. Y aunque al inicio se rehusó a salir, gracias a mis convincentes súplicas, se animó. ‘Vamos cholo, qué chúmas vas a hacer en casa, vamos con los primos a tomar unos tragos, a bailar y hacer algo de desmadre’. Aceptó. Cuatro de los primos nos vimos en un lugar intermedio para reunirnos y tomar taxi rumbo a Barranco, donde ya nos espera mi primo, al que habían terminado. Al subir al taxi todo fue relajo, los apodos y bromas pesadas no se hicieron esperar. Todos, salvo el chofer, fuimos blanco de certeras y jodidas bromas. Enrumbados, el taxista sube por El Malecón de la Reserva en vez de ir por Circuito de Playa. De noche siempre es agradable ir por Miraflores, y más por la zona pegada al mar. Se ve gente corriendo, patinando y bicicleteando con la tranquilidad que un barrio pituco, o de gente bien, como le dicen, les puede brindar. Primero pasamos por el Parque del Amor, donde varios adolescentes yacían en el césped, en compañía de sus respectivas parejas; la luz tenue de la luna y el susurro del mar estrellándose contra la costa verde, servían como marco inspirador para cualquier aspirante a galán. Luego sin percatarnos ya estábamos entre el Parque Beato Marcelino Champagnat y el Parque Salazar. Al pasar por el Parque Salazar no pude evitar recordar la vez que estuve allí con una amiga de la facultad de leyes.

Los dos sentados en la banca de madera que ofrece el parque, estábamos conversado de algo que en ese momento parecía interesante, luego me pongo de pie frente a ella y al estar erguido veo que a lo lejos que nos observaba alguien con sospechoso interés. No le di importancia y seguimos conversado. Al alzar de nuevo la vista veo que la sombra que nos miraba a los lejos se viene hacia nosotros. Sentí un hormigueo en el estómago y un sudor inusual se apoderó de mis manos. Pensé en tomar de la mano a mi acompañante y ponernos en marcha en dirección contraria, hacia los quioscos, pero antes de que eso pasara el sujeto ya estaba a tres metros de nosotros. Era un tipo alto, fornido, de espalda y hombros anchos. Tenía el aspecto de un boxeador en retiro. No dijo nada al estar delante de nosotros. Nos miraba con delicada atención. Sus ojos, negros y pequeños como bolas de canicas, no se movían, miraban hacia nosotros pero también parecían mirar al vacío. Tenía una capucha en su cabeza, y zapatillas blancas con el logo nike en color rojo chillón. ‘Nicagando son originales’, recuerdo haber pensado. Tuve la sensación de que el tiempo se detuvo sobre nosotros por unos segundos. La tensión que reinaba sobre los tres fue interrumpida por mi amiga, quien poniéndose de pie le increpó en tono suave al intruso preguntándole qué quería. Él, sin musitar ruido alguno, alzó la mano derecha y arqueó todo su cuerpo hacia izquierda. Sus movimientos eran lentos, calculados y algo dotados de irrealismo, casi teatrales. Se llevó la mano hacia la cintura donde tenía un canguro, mi corazón palpitaba estrepitosamente, parecía tener un caballo cabreado dentro. El boxeador en retiro abrió pausadamente el canguro y metió toda la mano. ‘Una pistola, la conchasumadre’, me dije. De pronto, como el salto de un gato, en un movimiento que no pude ver por la rapidez de su protagonista, sacó tres barras de turrones. Y con una voz ronca, de aquellas con la que una piensa que en vez de lengua tiene una lija, nos dijo: ‘Colabórenme con un turroncito. Anda pe. Varón. Un regalito para tu jerma’. Saqué rápidamente unas monedas de mi bolsillo derecho esperando sacar la moneda de un sol pero fue la de cinco, agarré un turrón (cuyo costo en la tienda es de un sol) y el sujeto se fue sin dar gracias rumbo a otras parejas. Aún recuerdo la patética escena en la que un sujeto de piel oscura, labios delgados como sobre y apretados como la angustia nos hizo -me hizo- caer. Nos estudió a lo lejos, vio dos pichones, puso en marcha su acción magistral de cautivar a sus víctimas-consumidores inyectándonos algo de temor, de miedo, y obtuvo de nosotros, luego del quebrantamiento psicológico, una moneda de cinco soles por producto que cuesta cuatro veces menos y que en ese momento no deseábamos. Le funcionó.

Mi recorderis  fue violentamente interrumpido por uno de mis primos que estaba señalando a una pareja de enamorados que se hallaban debajo de un árbol. ‘Mira mira cómo le arriba el paquete ese pendejo a su flaca’, oí decir desde la parte trasera del taxi. Le dije al taxista que bajara su velocidad, y al hacerlo, fui bajando la luna del copiloto, saqué mi cabeza, y el viento alborotó mi escasa cabellera, tomé airé, y cuando estábamos cerca de la pareja, le grité a todo pulmón: ‘Déjalo. Dile que no. Está bien feo’. Todos mis primos, incluida la chica que tenía sus brazos sobre el cuello de su enamorado se echaron a reír. El aludido se quedó mirando dolosamente el taxi y nos siguió con la mirada hasta que desaparecemos de su alcance. Mis primos me felicitaron a su estilo. ‘Jajaja, eres un conchasumare’; ‘Puta qué maleado eres, causa’; ‘Pobre huevón pues’, fueron sus apremios. El taxista, con una sonrisa de complicidad, retomó la velocidad. Llegamos a Barranco y mi primo de corazón roto estaba al costado de La Estación de Barranco. Como es usual en nosotros, nos saludos con beso en la mejilla. Luego de los saludos correspondientes, y dada la hora (9pm), decidimos darnos un gusto en la anticuchería que está bajando las escaleras pero antes de cruzar el Puente de Los Suspiros. Pedimos dos mixtos especiales y una porción extra de anticuchos. Dos de mis primos se pidieron un par de pisco sour, los otros dos se pidieron un par de chicha morada y yo una limonada frozen. Durante el aperitivo hablamos de distintos temas, tratando en lo posible de no hablar de nuestras parejas, pues sentíamos que no era oportuno dada la situación personal de uno de nuestros primos. Desafortunadamente no hay foto que cele con sumo cariño el cuadro que éramos los cinco allí, comiendo y brindando a viva voz. Terminado el agasajo culinario, decidimos cruzar el Puente de Los Suspiros. Un señor se nos acercó con una polaroid y nos dijo que por diez soles nos tomaba una foto. ‘No gracias’, oí. Luego de cruzado el puente nos dirigimos a la Iglesia La Ermita, donde otro de mis primos, al que le gusta adornar su cuerpo de tatuajes, me señaló a un par de gringas, o al menos eran rubias. Estaban acompañadas de unos sujetos de aspecto duro y rasgos andinos. ‘Bricheros de mierda’, declaró mi primo. Descendimos por La Bajada de los Baños, su calle pedregosa y sus árboles grandes y torcidos fungían como marco preparativo para algo que aún no conocíamos. Alrededor de las once la noche decidimos entrar a un barrar en el boulevard de Barranco. Llegamos hasta la playa y con las mismas nos regresamos. Al ingresar una cortina de humo nos dio la bienvenida, el bar era sumamente pequeño y oscuro. Estaba casi vacío y la música exageradamente alta. Nos sentamos en el lugar más apartado del local, pedimos dos jarras de cerveza y nos instalamos lo más cómodo que pudimos. Las jarras de cerveza fueron servidas por una chica de brazos pequeños y pelo ensortijado. Tenía un piercing en el lado derecho de su ancha nariz. Vestía una minifalda color verde pastel y un polo con unas ranas dibujas. Era una caricatura verla. ‘Salud, salud por nosotros, carajo’, brindamos.  Mi primo aún tenía en su rostro la imagen del dolor. Sus movimientos eran desganados y torpes. Los otros cruzamos miradas. Uno de mis primos le dijo que este tranquilo, que no es fácil romper con una flaca, pero puta madre hoy es noche de primos, quita esa cara compare y salud. Otro de mis primos le dio unas palmadas suaves en el hombro y le dijo que todo iba a estar bien, que se tranquilizara, que quizá ella recapacitaría y todo volvería a la normalidad (nunca volvieron a estar juntos). Luego de cuarenta minutos decidimos irnos del bar. Al atravesar el boulevard hacia la Plaza Central, varios sujetos de vestimenta reguetonera nos ofrecían a sus mujeres como damas de compañía. ‘Baratito nomás, oye. Un polvo no es polvo sino te tiras a una hembra de Barranco’. No gracias, no hay plata, dije.

Nos sentamos en la banca de la plaza central, el frío barranquino comenzó asentirse. Yo comenzaba a sentirme culpable por forzar a mi primo a salir cuando lo único divertido hasta ese momento había sido gritarle a un desconocido que era feo. Para variar, él no había estado presente. Quizá la hubiese pasado mejor llorando por su ex en la privacidad de su cuarto, pensé. Un niño en harapos y con las mejillas color ladrillo se nos acercó y nos ofreció chicles y cigarrillos. Tres de mis primos se pusieron a fumar. Comenzamos a discutir sobre las pobres posibilidades de pasarla bien esa noche. Pareció, y sólo así, que la nostalgia que acurrucaba a uno de nosotros había hecho el mismo efecto sobre los demás. ‘Vamos a La Marina, dices…’ gritó uno de nuestros primos. ¿Y qué vamos hacer allá? ‘Yo conozco unos huecos donde se la pasa de la puta madre, ¿vao?’, replicó. Todos abordamos el taxi y hacia la avenida La Marina nos dirigimos. Estando allí recorrimos varios lugares de aspecto lúgubre que ofrecían sana diversión, la única condición era consumir bebidas alcohólicas. Luego de visitar tres templos de dudosa reputación, guiados por el primo que vive en San Miguel, decidimos por uno que en la puerta principal adornaba un foco enorme de color rojo pasión. A los costados se encontraban dos sujetos vestidos completamente de negro, y absurdamente con gafas oscuras. Al entrar, mi vista se cegó por varios segundos, tomé la camisa de unos de mis primos como guía, de apoco iba recobrando la visibilidad dentro del local. Al pasar por un túnel adornado de focos también de color rojos, unas manos delicadas y pequeñas comenzaban a saludarnos, eran las bailarinas del lugar. Un sujeto chaparro de pelos duros y panza descomunal nos dio la carta de presentación: ‘Señores, bienvenidos sean al nigth club La Once (debido a que se encontraba en la cuadra once de la avenida La Marina). Como podrán apreciar, nuestro local les brinda los más selecto de lo selecto de nuestras bellas mujeres limeñas, quienes encantadas los acompañaran en lo que será una bella velada, a cambio de que ustedes consuman como mínimo cuatro jarras de cerveza. Es la única condición. Señores, son todas suyas…’, declaró el sujeto panzón con voz angurrienta. Yo no tomó, dije. ‘Ya no seas maricón’, me dijeron. Ya, pago, pero no tomo, volví a decir. Todos aceptaron. Fuimos al paradón donde las chicas, las más selectas de las selectas, aguardaban por nosotros. Cogí una al azar, al tomarla por la muñeca me percaté que era una chica muy delgada, casi anoréxica; me arrepentí de inmediato pero ya era tarde, ahora ella era quien me tomaba del brazo y me dirigía a la sala principal donde ya estaban mis primos sentados en sus respectivos sofás. La chica me acomodó delicadamente sobre un sofá de brazos anchos, me sentía enano en un sofá tan grande. Ponte cómodo, susurró la bailarina en lo que me servía un vaso de cerveza. Me alcanzó el vaso y de inmediato se sirvió otro para ella. Salud, gritó. ‘Y… cómo te llamas’. Le dije mi nombre. ‘Y ellos son tus amigos’. Mis primos, respondí. ‘Qué edad tienes’. Cuántos crees. ‘Veinte cuatro’. No, veintiséis. Tú cómo te llamas, le pregunté, me dijo que Rosmery. Era obvio que ese no era su nombre, si acaso el nombre profesional que se había escogido, pero más nada. Estaba vestida con diminutas prendas pero provista de unas enormes botas de cuerina al estilo Xuxa. Y aunque era muy delgada, resaltaban en ella un busto respetable. Tenía ojos grades y un rostro angular, su cabello era lacio y tenía tonos rubios y mechones blancos. Salud, volvió a celebrar. Se llevó el vaso a la boca y de un solo trago desapareció la cerveza. ‘Ay, pero tú no tomas, oye’. Salud, le dije, y mojé mis labios con la cerveza. Al voltear a ver a mis primos, los vi envueltos bajo la magia maliciosa que esa cueva, y sus destacadas, nos ofrecía. Sus rostros estaban cubiertos por unas sombras envilecidas.

Todos esteban concentrados en su labor. Las chicas serpenteaban bajo la mirada atónita de mis primos. Mi primo deprimido me miró de reojo, y alzó su pulgar en signo de conformidad. Le devolví el gesto con una sonrisa pícara. Rosmery me tomó de las manos y las puso en su cintura. Su piel era suave y tibia. Las brillantinas en su piel quedaron adheridas a las yemas de mis dedos. Se acercó lentamente a mi oreja izquierda. ‘Quieres un baile privado’, me invitó. Más privado que esto, no creo, pensé. Como leyendo el pensamiento, se levantó delicadamente y me señaló unos lugares que se encontraban detrás de unas cortinas rojas sangre. En un ratito más, le indiqué. Ella seguía bailando bajo la melodía “sensual” que la canción de saxo con bajo y acordes de piano le ofrecía. Yo estaba aburrido. La chica hacía su mejor esfuerzo pero no lograba cautivar mi atención; pese a que sus movimientos eran ondulados, había algo en ella que no me convencía. Quizá sentí pena por ella. ‘Yo ya voy por dos y tú no te has terminado el vaso’, gruñó con mueca de puchero. Disculpa, le dije. Salud. Y volví a mojar mis labios, pero esta vez, en el momento en que ella se servía un tercer vaso, boté la cerveza al piso. Comenzaba a sentir calor y sueño. Al consultar mi reloj daban las dos y media de la madrugada. Estaba por decirle a mi primo, al que nos llevó a la avenida La Marina, que unos cinco minutos más y nos vamos, pero lo veo ponerse de pie y dirigirse hacia las cortinas de rojo sangre. La luz se puso aún más baja. La oscuridad no me dejó ver su rostro, pero no era difícil de adivinar su semblante, pues sus grandes dientes mostraban la enorme sonrisa que en él se dibujaba. Luego veo que otros dos de mis primos se levantan y marchan hacia el mismo lugar, con la misma sonrisa de complicidad que la del primero. ‘Ay… Tus primos si van al privado y tú no, oye’, me reclamó Rosmery. Fingí no escucharla. Al ver a otro de mis primos, el único que me hacía compañía en la sala principal, le hice gestos con los brazos, y él me respondió con sus dedos que le faltaba presupuesto para ir a un privado. A lo lejos escuché nuevamente al panzón que nos hizo pasar, repetía el mismo sermón a lo que probablemente eran nuevos clientes. Rosmery me sirvió un vaso más y me dijo si quería pedir otra jarra de cerveza porque ya estaba por acabarse. No le respondí, ella seguía meneándose. Al cabo de unos segundos, La Once puso la canción I'm too sexy. Esa canción me trajo viejos recuerdos. De inmediato una cascada de energía se apoderó de mí y tomé de los brazos a Rosmery, y le dije: Ahora me toca a mí. Ella se quedó pasmada, inmóvil ante repentino cambio. La senté en el sillón gigante y comencé a bailar sobre ella. Mi cuerpo no era mi cuerpo, estaba dominado, somatizado por la sensual canción de los años noventa.  Los ojos de Rosmery miraban hacia todos lados. Mi primo, que estaba a unos cuantos metros de mi me miraba sorprendido, tenía los ojos abiertos de par en par y comenzó a matarse de risa. No me importó. Yo seguía moviendo mi cintura y mi dorso al compás de la música. Acercaba mi cuerpo el de Rosmery, me doblaba y me erguía sobre ella. Noté que comenzaba a sudar de manera profusa. Vi una sombra moverse rápidamente, era mi primo que fue corriendo a pasarles la voz a los demás que estaban en el privado. Rosmery estaba callada, seguía mi cuerpo con sus ojos grandes, adornados con pestañas largas. Sin tapujos, me desprendí de mi camiseta, lo hice lento, desabrochando uno a uno los ocho botones. Agarré las manos de Rosmery y las pasé por mi cuello, luego la hice tocar mi pecho para luego bajar por el abdomen hasta que llegó a mi trasero, ella era un trapo, un títere y yo su titiritero. Seguía y hacia lo que yo ordenaba en ese momento. I'm a model you know what I mean and i do my little turn on the catwalk yeah on the catwalk on the catwalk yeah i shake my little touche on the catwalk…’ Mis primos me miraban perplejos, no daban crédito a lo que veían. Yo mismo me sorprendí al verme danzar de una manera tan exótica. Pero en ese momento otro hombre, uno que no conocía muy bien y que pocas veces sale de mí, se apoderó por completo de mis manos, de mis piernas y de mis movimientos pélvicos.

La canción terminó y me fui abrochando la camisa. Estaba empapado en sudor. Mi corazón rugía como una máquina industrial. Noté que jadeaba de manera grotesca. Por fin entonces agarré la jarra de cerveza y vertí en mi vaso lo poco que quedaba. La cerveza aplacó en algo mi fatiga. Rosmery seguía callada, no sabía qué debía hacer. Cuando me abrochaba el último botón me preguntó: ‘¿Eres bailarín profesional?’. No, pero me encanta bailar, y más esa canción, ¿por qué? ‘Porque bailas muy bien, precisó Rosmery. Esa noche mis primos se reían de mí. ‘Puta que eres un huevón para pagarle a una bailarina y tu ser el que le tenga que bailar’. Yo les dije que esa noche salí con ellos a divertirme, y eso fue lo que hice. Según ellos, los que entraron al privado, se divirtieron más, pues dentro de ese cubil de tela roja donde tuvieron el privado sus bailarinas, las más destacadas bellezas limeñas, hicieron más que solo bailar. ‘A mí me dio un par de cabezazos’, dijo uno. ‘A mi dos’, dijo otro. Hasta ahora me pregunto qué habrán querido decir con ello. Ya a las afueras de la avenida La Marina, cuando los ruidos de los autos  parece ser un amargo recuerdo de un día que comienza, un grupo de féminas se acercaron hacia nosotros. ‘Chicos chicos, qué lindos están. Qué guapos… ¿Un cache?’. Mi primo, que tiene un rosa dibujada en su espalda, nos advierte: ‘Cuidado, que son chicas sorpresas’ ¿Chicas sorpresas?, pregunto uno. ‘Maricones pues, huevón’, respondí. Avanzamos a paso veloz hacia la avenida Universitaria con la intención de tomar taxi. Al voltear, uno de mis primos se había quedado varios metros atrás de nosotros; vimos cómo el grupo de chicas sorpresas lo estaban rodeando. Él estaba callado, casi asustado. Sus ojos azules parecían dos zafiros perdidos en el espacio de la nada. Una docena de manos comenzaron a bailar alrededor de mi primo, parecía un pulpo humano vestido de lentejuelas multicolores. ‘Lo van a bolsiquear’, oímos decir a una anciana de figura ovalada que ofrecía chicles y cigarros. Fue cuando otro de mis primos, de dimensiones respetables, se acercó al grupo de maricones que trataban de quitarle el celular y la billetera al otro primo. ‘¡Ya carajo! ¡Cabros de mierda! ¡A la mierda con ustedes, por la puta madre!’, gritó colérico. Todos regresamos haciendo sombra sobre el primo pregonero. Las chicas sorpresas corrieron en distintas direcciones, como cucarachas al encender la luz. ‘Por qué mierda no gritaste’, reclamaron al primo que querían bolsiquear. No respondió. Tomamos taxi y nos fuimos por fin.  Al día siguiente me desperté con buen ánimo. Mi hoy esposa me preguntó sobre la noche anterior. Y no le mentí. Le respondí cada uno de sus interrogantes: ¿Que cómo la pasamos? La pasamos bien. ¿Que si me divertí? Claro que me divertí. ¿Que sí tomé alcohol? No, tomé, mojé mis labios, nada más. ¿Que si te extrañé? Claro que te extraño, amor. Como verán, sus preguntas fueron respondidas. Nunca le mentí al respecto. Bueno, nunca jamás, tampoco, me preguntó si había hecho un Striper para Rosmery. Pero lo cierto es que así fue, o así creo recordarlo. Pero fuera de todo ello, eso es lo gratificante de salir con tus primos, o al menos con los míos, el de no tener casi nada planeado, ir a Barranco a aburrirnos y terminar a las tres y media de la madrugada en un antro de dos por tres en la avenida La Marina y fungir de bailarín ocasional, y lo mejor de todo, gratis.


Lima, 07 de enero de 2013.        

No hay comentarios:

Publicar un comentario