miércoles, 15 de enero de 2014

LA PUTA DEL TAXI...











LA PUTA DEL TAXI

Al salir de casa fui directo a la avenida Sucre. El sol sonreía sobre nubes blancas, y el rugir de los autos acompañaba mí acelerada caminata. Sobre la vereda yacían charcos de agua debido a la ligera lluvia que cayó sobre Pueblo Libre la noche anterior. La avenida Bolívar estaba adornada con cadáveres de cucarachas por todos lados; algunas estaban aplastadas gracias a las pisoteadas deliberadas de los transeúntes y otras estaban despanzurradas con las patas hacia arriba. Mi intención era llegar de inmediato a la avenida la Marina e irme directo al Sexto Juzgado de Paz Letrado del Callao ubicado en la Av. Sáenz Peña. Subí por la avenida Bolívar pensando en mi informe oral. Tenía que ser enérgico, duro pero a la vez inteligente. La razón está de nuestro lado. No hay porqué preocuparse.

 Llegué a la esquina de Bolívar con Sucre; 7.45am marcaba mi celular. Aun a tiempo. «¡Cincuenta todo Sucre, cincuenta, cincuenta!», gritaba el cobrador del transporte público al que subí. Dentro, el aire era espeso y caliente, como la boca de un horno, pocas eran las ventanas abiertas y el calor comenzaba a despertar con el avanzar del reloj. Me encontraba en medio del custer con un brazo en la silla frente a mí y el otro sujetando el barandal que estaba sobre mi cabeza. En Lima hay que estar bien sujeto, pues los chóferes aceleran y frenan como se les venga en gana sin importarles un cobre partido en dos tu salud.

Al bajar la mirada me percaté que había una chica sentada, a juzgar por su look estaría entre los dieciséis o dieciocho años. Sostenía con ambas manos un Smartphone Galaxy de pantalla ancha. No era mi intención fisgonear pero lo hice; le escribía a quien supongo era su novio de verano: «Ace muxo k no t veo…t xtraño mal. Kiero bexart». De haber obedecido mi primer impulso, le hubiese tocado el hombro a la chica y dicho que si como escribe, besa, pobre de tu novio. Obviamente callé, y lo más probable es que dicha fulana me hubiese dado un revés con un «Y a ti quién te metió. Sapo». Así que preferí ahorrarme la vergüenza. Dejé de ver la terrible forma que tienen los jóvenes de hoy para expresar su amor y me puse a repasar mi discurso jurídico, por segunda vez.

Al repasar los hechos de la causa que defendía, fui interrumpido por la vibración de mi celular. Era un número desconocido. Vacilé en contestar, pues no suele responder números que no conozco, pero luego recordé que he repartido varias de mis tarjetas de abogado. Contesté. Era mi cliente, el señor Armando. Le dije que ya estaba en camino, «No se preocupe», le tranquilicé. Mi cliente ya estaba en el juzgado esperándome.

A la altura de la avenida La Mar, bajaron varios de los usuarios. La mayoría de las damas vestían faldas con blusa blanca manga corta, los caballeros saco y corbata. El chófer había sintonizado una radio salsera; la canción de turno era la de un joven que, a ritmo caribeño, cantaba y decía que no sabía si mañana se acabaría el mundo o que sí él era para ella o ella era para  él o si se seguirán odiando o amando. Simplemente no lo sabía. La custer comenzaba a transformarse en un horno. Sobre mi frente sentí que se formaban pequeñas perlar de sudor. El cobrador, que tenía el aspecto de niño viejo, seguía gritando con su voz cavernosa que el carro estaba vacío y el cobro por ir toda la avenida Sucre era por cincuenta céntimos. Únicamente subieron dos personas.

Al haber más espacio, me acerqué a la puerta con la intención de que el aire secara la corona de sudor que se me había formado. El cobrador advirtió mi presencia y me miró con desconfianza. Lo vi vacilante pero, gobernado por una voluntad de supervivencia, se me acercó y preguntó por mi pasaje, le di una moneda de cincuenta céntimos y dije que voy a Sucre. Me miró de nuevo de pies a cabeza y me preguntó con voz de hilo, una muy distinta a la voz de caza usuarios, «¿Hasta qué parte de Sucre va?» Quise responderle que eso no importaba, ya que desde el inicio dijo que ir todo Sucre costaba cincuenta céntimos, pero no estaba de ánimos para poner a discutir con un chiquiviejo. «Hasta la avenida La Marina», le señalé, con cara de poto.

Estaba ya a cuatro cuadras de bajar cuando un anuncio periodístico del caballero que tomaba asiento frente mi llamó mi atención. El caballero de calva incipiente y rasgos orientales leía la sección deportiva; en ella se señalaba que Perú jugaría un amistoso contra Inglaterra. No jodan, dije para mis adentros. Mi fisgonearía fue percatada por el dueño del periódico quien con un movimiento sutil dobló en dos el diario y lo dejó encima de sus piernas. No lo culpo, yo hubiese hecho lo mismo si un extraño conchudo como yo hubiese husmeando mi diario, «Jódete y cómprate uno», le hubiese espetado al intruso. Fingí no notar la represalia del oriental de frente amplia mientras en la radio sonaba ya otra canción.

Al bajar del transporte público noté que el chófer era groseramente más grande que su asiento; su enorme panza de tinaco resbalaba por su cintura de huevo. Ya en tierra firme, se me vino a la mente algo que muy probable me serviría para escribir en el futuro: “Los periódicos son como las mujeres casadas. Siempre se te antojan cuando están en manos ajenas”.

Sobre la avenida La Marina hubo cualquier cantidad de gente esperando por una custer que vaya a la avenida Javier Prado. Felizmente yo iba en sentido contrario, hacia el Callao. Crucé la avenida Sucre y vi que la farmacia que está en la esquina recién abría. A dos metros de ella un puesto ambulante, algo así como un carrito sanwichero, ofrecía a los parroquianos emolientes y pan con huevo. Varios hicieron sus pedidos. Un niño lustrabotas me fijó la mirada, y con su escobilla en la mano derecha señaló mis zapatos; eché un rápido ojo a mis zapatos negros, y si bien no brillaban como el sol de ese día, no pintaban mal para mi informe oral en el despacho judicial. No gracias, le dije, con un guiño. Estuve parado por más de quince minutos y el carro debía pasar por mí no pasaba, carajo. En esos momentos de espera, me di el atrevimiento que pocos jurisconsultos se dan cuando tienen que dar un alegato jurídico, divagué. Estuve pensado en lo dicho por mi cuñada el domingo pasado. Eres un machista, me refirió en tono indulgente. El pregunté por qué y me contestó que se notaba por mi forma de ser, ¿Cómo así?, increpé. «Es que se nota. Tienes tus manías, como la que cada cosa esté en su lugar, comer a tus horas y no cenar de noche sino tomar lonchecito», argumentó, con esa sonrisa diamante que tiene ella. «Yo no lo veo machista», me defendió el esposo de mi cuñada, y, haciendo un gesto con el brazo, agregó: «Me parece que es recto, y formal». Mi cuñada me dijo que ese tema, sobre el machismo, sería un buen tema para escribir en mi blog. Lo haré, le prometí.

Regresando de mi flashback, fui testigo de cómo un niño con ropa playera, cruzaba la calle con una mujer, supuse que por la forma en cómo aprendió al muchachito del brazo, esa tosca dama de vestido claro primaveral, era su madre. No me equivoqué. Es que yo no quiero ir, mamá, refunfuñó el mocoso. Pues no te mandas solo, y vas donde yo diga, sentenció la progenitora del infortunado infante. Si hay algo que es horrible en esta vida, o cualquier otra vida, es ir a un lugar en contra de tu voluntad. Todos pasamos por ese camino donde tu voto, opinión o incomodidad valen un carajo.

Harto de que no pasara la custer que me llevaría al Callao, y ante el temor de llegar tarde a la cita, estiré mi mano señalando la parada de un taxi. Era un auto negro brillante de cuatro puertas. Un Toyota. Al asomarme, una enorme sonrisa de dientes color marfil me dieron la bienvenida. Era una mujer de cabellera espesa y tez morena.

¾ Voy al Palacio de Justica que está en el Callao, en la avenida Saénz Peña ¾ilustré, y al mismo tiempo, por una costumbre autoprotectora, ojeé todo el auto en su interior. No tengo memoria fotográfica, pero aprecié un crucifijo colgado en el espejo retrovisor, un par de monedas sueltas donde se suelen poner los vasos y el periódico La República en el asiento del copiloto.

Ella hizo varias muecas, como haciendo cálculos matemáticos para sí; achinó su mirada postrándola en el horizonte de su ventanal.

¾ Catorce soles ¾me dijo, con voz delicada.

Titube por unos segundos, pero el auto me daba cierta confianza, y debo confesar que el hecho de que el chófer sea una mujer, me sedujo por completo. Era la primera vez que tomaba el taxi cuya capitán era una fémina.

–Ok. Vamos –Dije. Abrí la puerta trasera y me despedí de la avenida Sucre, de los emolienteros y del niño lustrabotas.

Al cerrar la puerta, el auto se puso en marcha, y aunque no soy amante de los fierros y los motores, de inmediato caí que el taxi era nuevo. Ni un asomo de ralladura. La mujer taxista mantenía la vista al frente con ambas manos sobre el timón. Sus uñas estaban perfectamente alineadas y en ellas reposaba un resplandor natural. Una sombra de lo que fue un anillo de algo adornaba su dedo anular de la mano derecha.

Teníamos apenas tres cuadras de camino cuando, sobre la izquierda, como alma que lleva el diablo, pasó el transporte público que estaba esperando tomar. Típico, eso siempre pasa. Cuando quieres un taxi, no pasan. Cuando quieres micro pasan cualquier cantidad de taxistas Así es la vida de caprichosa. Como niño lamiendo su paleta de caramelo. El auto avanzaba velozmente, casi no se sentía el mal estado de la pista, y aunque el tráfico era ligero, el claxon de vehículos aledaños no dejaban de llorar.

            ― ¿Gusta el periódico?, señor.

― No gracias. Muy amable ―Respondí, con una media sonrisa.

Ya estábamos a la altura de Plaza San Miguel.

― Quizá quiera escuchar la radio, señor ―insistió la dama.

― Tampoco, pero si usted gusta, por mí no hay problema alguno ―repliqué.

No prendió nada.

Me sorprendía la formalidad y la seriedad de la taxista para conmigo. No voy a mentir, he tenido la oportunidad de conocer taxistas afables, pero son pocos. La mayoría ni siquiera te ofrece el diario, menos aún qué música quieres escuchar. A medida que avanzábamos el calor se tornaba más fuerte; atrás habían quedado las nubes que acompañaban al gringo, y este se mostraba en todo su esplendor. Opté por bajar toda la luna y poder refrescarme con el viento que genera el taxi, pero el calor era tan abrumador y el aire seco, que decidí asomarme por completo, así que acerqué mi rostro. Lo más probable es que en ese momento hubiese parecido un perro con saco y corbata, sólo faltaba sacar la lengua y jadear un tanto. Poco faltaba, juro.

A través del espejo retrovisor trataba de ver el rostro de la mujer taxista. Quería comprobar si en verdad vi o no un lunar sobre su labio derecho o fue mi imaginación. Pero por más esfuerzos que hacía, sólo pude verle sus pobladas cejas negras y sus ojos de mirada cálida.

― Disculpe, señorita ―carraspeé ligeramente la garganta― ¿Desde cuándo hace taxi?

― No hace mucho, señor. Será seis meses ya. ¿Por qué? ―devolvió la pregunta a la vez que dejábamos atrás la avenida Faucett.

Su voz era suave y tranquilizadora.

― Es que la primera vez que tomo un taxi y una dama ―quise decir mujer pero temí sonar crudo― es quien maneja.

― Y se siente cómodo, señor…

No dejaba de mirar su objetivo, ni por un instante.

― Sí, claro.

― Qué bueno, señor. Ya estamos entrando al Callao.

Eran ciertas dos cosas. Una, me sentía cómodo con la mujer al volante. Dijo tener seis meses como taxista pero manejaba de manera envidiable, rebasaba con propiedad a los demás autos y en ningún momento uso el claxon como medio de comunicación. Dos, ya estamos entrando al Callao; de hecho, sobre mi derecha, se alzaba la Comandancia General de la Marina de Guerra del Perú, edificio también conocido como el Ministerio de Marina, resguardada por dos enormes cañones de color plomo y en medio una gran ancla dorada.

― Disculpe ―interrumpí de nuevo―, y antes a qué se dedicaba…

Se hizo un silencio largo.

Pensé que quizá no había escuchado mi inquietud o que no quería responderla, pero deseché esa idea al pensar que una persona tan amable se pueda rehusar a contestar una pregunta tan sencilla. Ya estábamos por la cuadra dos de la avenida La Marina. Avanzamos

pero la luz roja del semáforo nos frenó. Un sujeto sucio y con cara de crápula se apresuró a mi puerta y me pidió unos cuantos centavos. «Pa´comer, jefe».

El perenne hedor a alcohol del sujeto golpeó directamente mi rostro.

¾ Ya pe´jefe. Un solcito nomás…¾insistió el hombre.

Lo ignoré.

El auto retomó su marcha. El mendigo siguió el taxi, o a mí, lo más probable, con una mirada dura. Sus labios farfullaron algo, quizá una rica y merecida mentada de madre.

La mujer chófer seguía sin responder.

Pensé que en verdad hice la pregunta en tono tan bajo que pasó desapercibida. Pero ya estábamos cerca de Palacio de Justicia del Callao. Así que decidí regresar a mi discurso jurídico planteado para esa mañana en particular, pero sólo para repasar los artículos pertinentes del Código Penal. Los repetía una y otra vez de manera mental, pero de vez en vez se me escapara un susurro jurídico. De pronto, como golpe de rayo, fui atajado por la voz de la mujer chófer.

La confesión, estriñó mi espíritu.

            ― Puta. 

Pensé de inmediato que el ruido de la calle, o el zumbido del viento entrando por la ventana me habían jugado una mala pasada. Miré hacía los costados, como esperando que el eco de esa palabra se renovara ante mis oídos. Dudé unos segundos, pero me armé de valor.

― Disculpe. ¿Qué dijo?

― Puta. ¾Volvió a decir. Por primera vez dejó de mirar su destino y me echó mirada por el espejo retrovisor. ―Usted preguntó en qué trabaja antes. Bueno, antes era una puta.

Me quedé helado. Una estatua griega de unos cuatrocientos años de antigüedad tendría mejor semblante que yo en ese momento. Sentí y escuché cómo mi estómago se retorcía. Aunque para mi sorpresa, la mujer taxista no parecía estar alterada ni molesta con sus respuestas. Lo decía de una manera natural, libre de culpas. ¿Y además, qué culpa hay en ser una puta? Sin embargo, también sentí vergüenza por haber lanzado la pregunta que originó la respuesta. Ahora comprendo por qué el letargo de su respuesta.

― Disculpe usted, señorita, si la he incomodado con mi pregunta. No quise entrometerme ni hacerle pasar un mal rato.

― Descuide, señor. Usted tenía una inquietud, y eso es normal. De otro lado, no me ofende haber sido una puta. Claro que tampoco es un orgullo y no espero ganar algún diploma en el Congreso por mi pasado. Pero gracias a esa profesión, porque créame, es una profesión. Saqué a mis padres de la miseria donde vivían, les di estudios a mis dos hermanos, y pude ahorrar para comprarme este carrito.

― En verdad me alegró por usted. Y le agradezco la confianza de haberme contado parte de su vida ―le dije.

― De nada, señor. Usted para ser una buena persona, pese a ser abogado.

― ¿Cómo sabe que soy abogado?

―¿Cuántas personas van a Palacio de Justicia de saco y corbata en un día tan caluroso como hoy?

Reímos discretamente.

Estábamos cerca del lugar, a unas cinco cuadras. Me preguntó si tenía sencillo para pagarle. Le dije que tenía un billete de veinte soles. Consulté la hora y marcaba las 8.15am. Le entregué el billete a la mujer chófer y ella comenzó a hurgar entre los documentos que estaban sobre su mano izquierda. Me entregó unas monedas a través de las rejas cuadriculadas que la protegían ante cualquier intento de atraco.

  ― Muchas gracias, señor. Que tenga buen día. ― Agradeció. Estaba por bajar cuando agregó: ― Pero no es fácil, señor. Me juzgan por mi pasado sin siquiera preguntarme por qué tuve que ser una puta. Así es la gente. Saqué adelante a mi familia, les compré su casita a mis viejitos, hasta cable para ver canales internacionales tienen. Mis hermanos ya no tienen que andar descalzos y andar pidiendo limosnas. Mi mamita linda ya no tiene que lavar ajeno y mi padre ya no tiene que estar en la chacra bajo el duro sol. Ahora tengo mi carrito. Lindo está. Y esta será mi nueva profesión. Puta no más. Pero desgraciadamente así no lo ven en mi barrio. En mi barrio me dicen: miren allá va la puta del taxi…

Su voz se quebró por un instante. Pude apreciar de nuevo su rostro. Era una mujer no mayor de 30 años. Tenía una calidez otoñal en sus ojos, como niños al abrir el regalo de navidad. Aunque de nariz grande, no desencajaba son su firme mandíbula y gruesos labios. Y sí, en efecto, tenía un lunar sobre su labio derecho. Bajé del auto y le dije a la mujer chófer que era una gran conductora, que siguiera así. Ella sonrió ligeramente. Y con una voz terciopelo, de aquellas dignas de sólo escuchar en las radios o en alguna radionovela, se despidió con un cálido, «gracias, señor».

Me fui directo a Palacio de Justicia y, a manera de bienvenida, un mojón de dos pisos yacía en el pavimento, sobre ella las moscas hacían su festín ¿Quién habrá dejado ese cadáver fecal sobre la vereda? ¿Mierda humana o canina? Da igual, mierda es mierda. Mal presagio, pensé. Al subir las escaleras me encontré con mi cliente. Pese a mis recomendaciones, el señor Armando llevaba una camisa gris manga corta con estampados urbanos en el pecho. Me saludó enérgicamente. «Doctor, pensé que no llegaba».

Antes de entrar a Palacio de Justica, una hoja blanca con apuntes negros pegada sobre la puerta de entrada llamó mi atención. El Sexto Juzgado de Paz Letrado del Callao ha sido trasladado al Jirón España # 01, esto es a dos de la avenida La Marina, en el Callao.

Faltaban quince minutos para mi alegato jurídico. No llegaríamos a tiempo.

La mujer chófer ya no estaba. El sol quemaba mi cabeza y las gotas de sudor se formaron de nuevo sobre mi frente. 

― Y ahora, Doctor, ¿qué hacemos?

Miré el enorme edificio de sueños rotos y derechos negados que es el Palacio de Justicia del Callao. Fijé mí vista sobre los leones amarillentos, desgastados y diminutos que resguardan el Poder Judicial; respiré hondo, giré mi cuerpo y postré mi mirada sobre la avenida Sáenz Peña. Un sentimiento de nostalgia invadió mi cuerpo al ver esos edificios viejos y destartalados que se alzan sobre la gran avenida. 

Maldecí.

Lima, 15 de enero de 2014.

 

 

 

 

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