LA PUTA DEL TAXI
Al salir de casa
fui directo a la avenida Sucre. El sol sonreía sobre nubes blancas, y el rugir
de los autos acompañaba mí acelerada caminata. Sobre la vereda yacían charcos
de agua debido a la ligera lluvia que cayó sobre Pueblo Libre la noche
anterior. La avenida Bolívar estaba adornada con cadáveres de cucarachas por
todos lados; algunas estaban aplastadas gracias a las pisoteadas deliberadas de
los transeúntes y otras estaban despanzurradas con las patas hacia arriba. Mi
intención era llegar de inmediato a la avenida la Marina e irme directo al
Sexto Juzgado de Paz Letrado del Callao ubicado en la Av. Sáenz Peña. Subí por
la avenida Bolívar pensando en mi informe oral. Tenía que ser enérgico, duro
pero a la vez inteligente. La razón está de nuestro lado. No hay porqué
preocuparse.
Llegué a la esquina de Bolívar con Sucre;
7.45am marcaba mi celular. Aun a tiempo. «¡Cincuenta
todo Sucre, cincuenta, cincuenta!», gritaba el cobrador del transporte
público al que subí. Dentro, el aire era espeso y caliente, como la boca de un
horno, pocas eran las ventanas abiertas y el calor comenzaba a despertar con el
avanzar del reloj. Me encontraba en medio del custer con un brazo en la silla
frente a mí y el otro sujetando el barandal que estaba sobre mi cabeza. En Lima
hay que estar bien sujeto, pues los chóferes aceleran y frenan como se les
venga en gana sin importarles un cobre partido en dos tu salud.
Al bajar la
mirada me percaté que había una chica sentada, a juzgar por su look estaría
entre los dieciséis o dieciocho años. Sostenía con ambas manos un Smartphone
Galaxy de pantalla ancha. No era mi intención fisgonear pero lo hice; le
escribía a quien supongo era su novio de verano: «Ace muxo k no t veo…t xtraño mal. Kiero bexart». De haber
obedecido mi primer impulso, le hubiese tocado el hombro a la chica y dicho que
si como escribe, besa, pobre de tu novio. Obviamente callé, y lo más probable
es que dicha fulana me hubiese dado un revés con un «Y a ti quién te metió. Sapo». Así que preferí ahorrarme la
vergüenza. Dejé de ver la terrible forma que tienen los jóvenes de hoy para
expresar su amor y me puse a repasar mi discurso jurídico, por segunda vez.
Al repasar los
hechos de la causa que defendía, fui interrumpido por la vibración de mi celular.
Era un número desconocido. Vacilé en contestar, pues no suele responder números
que no conozco, pero luego recordé que he repartido varias de mis tarjetas de
abogado. Contesté. Era mi cliente, el señor Armando. Le dije que ya estaba en
camino, «No se preocupe», le
tranquilicé. Mi cliente ya estaba en el juzgado esperándome.
A la altura de
la avenida La Mar, bajaron varios de los usuarios. La mayoría de las damas
vestían faldas con blusa blanca manga corta, los caballeros saco y corbata. El
chófer había sintonizado una radio salsera; la canción de turno era la de un
joven que, a ritmo caribeño, cantaba y decía que no sabía si mañana se acabaría
el mundo o que sí él era para ella o ella era para él o si se seguirán odiando o amando.
Simplemente no lo sabía. La custer comenzaba a transformarse en un horno. Sobre
mi frente sentí que se formaban pequeñas perlar de sudor. El cobrador, que
tenía el aspecto de niño viejo, seguía gritando con su voz cavernosa que el
carro estaba vacío y el cobro por ir toda la avenida Sucre era por cincuenta céntimos.
Únicamente subieron dos personas.
Al haber más
espacio, me acerqué a la puerta con la intención de que el aire secara la
corona de sudor que se me había formado. El cobrador advirtió mi presencia y me
miró con desconfianza. Lo vi vacilante pero, gobernado por una voluntad de
supervivencia, se me acercó y preguntó por mi pasaje, le di una moneda de
cincuenta céntimos y dije que voy a Sucre. Me miró de nuevo de pies a cabeza y
me preguntó con voz de hilo, una muy distinta a la voz de caza usuarios, «¿Hasta qué parte de Sucre va?» Quise
responderle que eso no importaba, ya que desde el inicio dijo que ir todo Sucre
costaba cincuenta céntimos, pero no estaba de ánimos para poner a discutir con
un chiquiviejo. «Hasta la avenida La
Marina», le señalé, con cara de poto.
Estaba ya a
cuatro cuadras de bajar cuando un anuncio periodístico del caballero que tomaba
asiento frente mi llamó mi atención. El caballero de calva incipiente y rasgos
orientales leía la sección deportiva; en ella se señalaba que Perú jugaría un
amistoso contra Inglaterra. No jodan, dije para mis adentros. Mi fisgonearía
fue percatada por el dueño del periódico quien con un movimiento sutil dobló en
dos el diario y lo dejó encima de sus piernas. No lo culpo, yo hubiese hecho lo
mismo si un extraño conchudo como yo hubiese husmeando mi diario, «Jódete y cómprate uno», le hubiese
espetado al intruso. Fingí no notar la represalia del oriental de frente amplia
mientras en la radio sonaba ya otra canción.
Al bajar del
transporte público noté que el chófer era groseramente más grande que su
asiento; su enorme panza de tinaco resbalaba por su cintura de huevo. Ya en
tierra firme, se me vino a la mente algo que muy probable me serviría para
escribir en el futuro: “Los periódicos son como las mujeres casadas. Siempre se
te antojan cuando están en manos ajenas”.
Sobre la avenida
La Marina hubo cualquier cantidad de gente esperando por una custer que vaya a
la avenida Javier Prado. Felizmente yo iba en sentido contrario, hacia el
Callao. Crucé la avenida Sucre y vi que la farmacia que está en la esquina
recién abría. A dos metros de ella un puesto ambulante, algo así como un
carrito sanwichero, ofrecía a los parroquianos emolientes y pan con huevo.
Varios hicieron sus pedidos. Un niño lustrabotas me fijó la mirada, y con su
escobilla en la mano derecha señaló mis zapatos; eché un rápido ojo a mis
zapatos negros, y si bien no brillaban como el sol de ese día, no pintaban mal
para mi informe oral en el despacho judicial. No gracias, le dije, con un
guiño. Estuve parado por más de quince minutos y el carro debía pasar por mí no
pasaba, carajo. En esos momentos de espera, me di el atrevimiento que pocos
jurisconsultos se dan cuando tienen que dar un alegato jurídico, divagué. Estuve
pensado en lo dicho por mi cuñada el domingo pasado. Eres un machista, me
refirió en tono indulgente. El pregunté por qué y me contestó que se notaba por
mi forma de ser, ¿Cómo así?, increpé. «Es que se nota. Tienes tus manías, como
la que cada cosa esté en su lugar, comer a tus horas y no cenar de noche sino
tomar lonchecito», argumentó, con esa sonrisa diamante que tiene ella. «Yo no lo veo machista», me defendió el
esposo de mi cuñada, y, haciendo un gesto con el brazo, agregó: «Me parece que es recto, y formal». Mi
cuñada me dijo que ese tema, sobre el machismo, sería un buen tema para
escribir en mi blog. Lo haré, le prometí.
Regresando de mi
flashback, fui testigo de cómo un niño con ropa playera, cruzaba la calle con
una mujer, supuse que por la forma en cómo aprendió al muchachito del brazo,
esa tosca dama de vestido claro primaveral, era su madre. No me equivoqué. Es
que yo no quiero ir, mamá, refunfuñó el mocoso. Pues no te mandas solo, y vas
donde yo diga, sentenció la progenitora del infortunado infante. Si hay algo
que es horrible en esta vida, o cualquier otra vida, es ir a un lugar en contra
de tu voluntad. Todos pasamos por ese camino donde tu voto, opinión o
incomodidad valen un carajo.
Harto de que no
pasara la custer que me llevaría al Callao, y ante el temor de llegar tarde a
la cita, estiré mi mano señalando la parada de un taxi. Era un auto negro
brillante de cuatro puertas. Un Toyota. Al asomarme, una enorme sonrisa de
dientes color marfil me dieron la bienvenida. Era una mujer de cabellera espesa
y tez morena.
¾
Voy al Palacio de Justica que está en el Callao, en la avenida Saénz Peña ¾ilustré, y al
mismo tiempo, por una costumbre autoprotectora, ojeé todo el auto en su
interior. No tengo memoria fotográfica, pero aprecié un crucifijo colgado en el
espejo retrovisor, un par de monedas sueltas donde se suelen poner los vasos y
el periódico La República en el asiento del copiloto.
Ella hizo varias
muecas, como haciendo cálculos matemáticos para sí; achinó su mirada
postrándola en el horizonte de su ventanal.
¾
Catorce soles ¾me dijo, con voz delicada.
Titube por unos
segundos, pero el auto me daba cierta confianza, y debo confesar que el hecho
de que el chófer sea una mujer, me sedujo por completo. Era la primera vez que
tomaba el taxi cuya capitán era una fémina.
–Ok.
Vamos –Dije. Abrí la puerta trasera y me despedí de la avenida Sucre, de los
emolienteros y del niño lustrabotas.
Al cerrar la
puerta, el auto se puso en marcha, y aunque no soy amante de los fierros y los
motores, de inmediato caí que el taxi era nuevo. Ni un asomo de ralladura. La
mujer taxista mantenía la vista al frente con ambas manos sobre el timón. Sus
uñas estaban perfectamente alineadas y en ellas reposaba un resplandor natural.
Una sombra de lo que fue un anillo de algo adornaba su dedo anular de la mano
derecha.
Teníamos apenas
tres cuadras de camino cuando, sobre la izquierda, como alma que lleva el
diablo, pasó el transporte público que estaba esperando tomar. Típico, eso
siempre pasa. Cuando quieres un taxi, no pasan. Cuando quieres micro pasan
cualquier cantidad de taxistas Así es la vida de caprichosa. Como niño lamiendo
su paleta de caramelo. El auto avanzaba velozmente, casi no se sentía el mal
estado de la pista, y aunque el tráfico era ligero, el claxon de vehículos
aledaños no dejaban de llorar.
― ¿Gusta el periódico?, señor.
― No
gracias. Muy amable ―Respondí, con una media sonrisa.
Ya estábamos a
la altura de Plaza San Miguel.
―
Quizá quiera escuchar la radio, señor ―insistió la dama.
―
Tampoco, pero si usted gusta, por mí no hay problema alguno ―repliqué.
No prendió nada.
Me sorprendía la
formalidad y la seriedad de la taxista para conmigo. No voy a mentir, he tenido
la oportunidad de conocer taxistas afables, pero son pocos. La mayoría ni
siquiera te ofrece el diario, menos aún qué música quieres escuchar. A medida
que avanzábamos el calor se tornaba más fuerte; atrás habían quedado las nubes
que acompañaban al gringo, y este se mostraba en todo su esplendor. Opté por
bajar toda la luna y poder refrescarme con el viento que genera el taxi, pero
el calor era tan abrumador y el aire seco, que decidí asomarme por completo,
así que acerqué mi rostro. Lo más probable es que en ese momento hubiese
parecido un perro con saco y corbata, sólo faltaba sacar la lengua y jadear un
tanto. Poco faltaba, juro.
A través del
espejo retrovisor trataba de ver el rostro de la mujer taxista. Quería
comprobar si en verdad vi o no un lunar sobre su labio derecho o fue mi
imaginación. Pero por más esfuerzos que hacía, sólo pude verle sus pobladas
cejas negras y sus ojos de mirada cálida.
― Disculpe,
señorita ―carraspeé ligeramente la garganta― ¿Desde cuándo hace taxi?
― No
hace mucho, señor. Será seis meses ya. ¿Por qué? ―devolvió la pregunta a la vez
que dejábamos atrás la avenida Faucett.
Su voz era suave
y tranquilizadora.
―
Es que la primera vez que tomo un taxi y una dama ―quise decir mujer pero temí
sonar crudo― es quien maneja.
―
Y se siente cómodo, señor…
No dejaba de
mirar su objetivo, ni por un instante.
― Sí,
claro.
― Qué
bueno, señor. Ya estamos entrando al Callao.
Eran ciertas dos
cosas. Una, me sentía cómodo con la mujer al volante. Dijo tener seis meses
como taxista pero manejaba de manera envidiable, rebasaba con propiedad a los
demás autos y en ningún momento uso el claxon como medio de comunicación. Dos,
ya estamos entrando al Callao; de hecho, sobre mi derecha, se alzaba la
Comandancia General de la Marina de Guerra del Perú, edificio también conocido
como el Ministerio de Marina, resguardada por dos enormes cañones de color
plomo y en medio una gran ancla dorada.
― Disculpe
―interrumpí de nuevo―, y antes a qué se dedicaba…
Se hizo un
silencio largo.
Pensé que quizá
no había escuchado mi inquietud o que no quería responderla, pero deseché esa
idea al pensar que una persona tan amable se pueda rehusar a contestar una
pregunta tan sencilla. Ya estábamos por la cuadra dos de la avenida La Marina.
Avanzamos
pero la luz roja
del semáforo nos frenó. Un sujeto sucio y con cara de crápula se apresuró a mi
puerta y me pidió unos cuantos centavos. «Pa´comer,
jefe».
El perenne hedor
a alcohol del sujeto golpeó directamente mi rostro.
¾
Ya pe´jefe. Un solcito nomás…¾insistió el hombre.
Lo ignoré.
El auto retomó
su marcha. El mendigo siguió el taxi, o a mí, lo más probable, con una mirada
dura. Sus labios farfullaron algo, quizá una rica y merecida mentada de madre.
La mujer chófer
seguía sin responder.
Pensé que en
verdad hice la pregunta en tono tan bajo que pasó desapercibida. Pero ya
estábamos cerca de Palacio de Justicia del Callao. Así que decidí regresar a mi
discurso jurídico planteado para esa mañana en particular, pero sólo para
repasar los artículos pertinentes del Código Penal. Los repetía una y otra vez
de manera mental, pero de vez en vez se me escapara un susurro jurídico. De
pronto, como golpe de rayo, fui atajado por la voz de la mujer chófer.
La confesión,
estriñó mi espíritu.
― Puta.
Pensé de
inmediato que el ruido de la calle, o el zumbido del viento entrando por la
ventana me habían jugado una mala pasada. Miré hacía los costados, como
esperando que el eco de esa palabra se renovara ante mis oídos. Dudé unos
segundos, pero me armé de valor.
― Disculpe.
¿Qué dijo?
― Puta.
¾Volvió
a decir. Por primera vez dejó de mirar su destino y me echó mirada por el
espejo retrovisor. ―Usted preguntó en qué trabaja antes. Bueno, antes era una
puta.
Me quedé helado.
Una estatua griega de unos cuatrocientos años de antigüedad tendría mejor
semblante que yo en ese momento. Sentí y escuché cómo mi estómago se retorcía.
Aunque para mi sorpresa, la mujer taxista no parecía estar alterada ni molesta
con sus respuestas. Lo decía de una manera natural, libre de culpas. ¿Y además,
qué culpa hay en ser una puta? Sin embargo, también sentí vergüenza por haber
lanzado la pregunta que originó la respuesta. Ahora comprendo por qué el
letargo de su respuesta.
― Disculpe
usted, señorita, si la he incomodado con mi pregunta. No quise entrometerme ni
hacerle pasar un mal rato.
― Descuide,
señor. Usted tenía una inquietud, y eso es normal. De otro lado, no me ofende
haber sido una puta. Claro que tampoco es un orgullo y no espero ganar algún
diploma en el Congreso por mi pasado. Pero gracias a esa profesión, porque
créame, es una profesión. Saqué a mis padres de la miseria donde vivían, les di
estudios a mis dos hermanos, y pude ahorrar para comprarme este carrito.
― En
verdad me alegró por usted. Y le agradezco la confianza de haberme contado
parte de su vida ―le dije.
― De
nada, señor. Usted para ser una buena persona, pese a ser abogado.
― ¿Cómo
sabe que soy abogado?
―¿Cuántas
personas van a Palacio de Justicia de saco y corbata en un día tan caluroso
como hoy?
Reímos
discretamente.
Estábamos cerca
del lugar, a unas cinco cuadras. Me preguntó si tenía sencillo para pagarle. Le
dije que tenía un billete de veinte soles. Consulté la hora y marcaba las
8.15am. Le entregué el billete a la mujer chófer y ella comenzó a hurgar entre
los documentos que estaban sobre su mano izquierda. Me entregó unas monedas a
través de las rejas cuadriculadas que la protegían ante cualquier intento de
atraco.
― Muchas gracias, señor. Que tenga buen día.
― Agradeció. Estaba por bajar cuando agregó: ― Pero no es fácil, señor. Me
juzgan por mi pasado sin siquiera preguntarme por qué tuve que ser una puta.
Así es la gente. Saqué adelante a mi familia, les compré su casita a mis
viejitos, hasta cable para ver canales internacionales tienen. Mis hermanos ya
no tienen que andar descalzos y andar pidiendo limosnas. Mi mamita linda ya no
tiene que lavar ajeno y mi padre ya no tiene que estar en la chacra bajo el duro
sol. Ahora tengo mi carrito. Lindo está. Y esta será mi nueva profesión. Puta
no más. Pero desgraciadamente así no lo ven en mi barrio. En mi barrio me
dicen: miren allá va la puta del taxi…
Su voz se quebró
por un instante. Pude apreciar de nuevo su rostro. Era una mujer no mayor de 30
años. Tenía una calidez otoñal en sus ojos, como niños al abrir el regalo de
navidad. Aunque de nariz grande, no desencajaba son su firme mandíbula y
gruesos labios. Y sí, en efecto, tenía un lunar sobre su labio derecho. Bajé
del auto y le dije a la mujer chófer que era una gran conductora, que siguiera
así. Ella sonrió ligeramente. Y con una voz terciopelo, de aquellas dignas de
sólo escuchar en las radios o en alguna radionovela, se despidió con un cálido, «gracias,
señor».
Me fui directo a
Palacio de Justicia y, a manera de bienvenida, un mojón de dos pisos yacía en
el pavimento, sobre ella las moscas hacían su festín ¿Quién habrá dejado ese
cadáver fecal sobre la vereda? ¿Mierda humana o canina? Da igual, mierda es
mierda. Mal presagio, pensé. Al subir las escaleras me encontré con mi cliente.
Pese a mis recomendaciones, el señor Armando llevaba una camisa gris manga
corta con estampados urbanos en el pecho. Me saludó enérgicamente. «Doctor, pensé que no llegaba».
Antes de entrar
a Palacio de Justica, una hoja blanca con apuntes negros pegada sobre la puerta
de entrada llamó mi atención. El Sexto Juzgado de Paz Letrado del Callao ha
sido trasladado al Jirón España # 01, esto es a dos de la avenida La Marina, en
el Callao.
Faltaban quince
minutos para mi alegato jurídico. No llegaríamos a tiempo.
La mujer chófer
ya no estaba. El sol quemaba mi cabeza y las gotas de sudor se formaron de
nuevo sobre mi frente.
―
Y ahora, Doctor, ¿qué hacemos?
Miré el enorme
edificio de sueños rotos y derechos negados que es el Palacio de Justicia del
Callao. Fijé mí vista sobre los leones amarillentos, desgastados y diminutos
que resguardan el Poder Judicial; respiré hondo, giré mi cuerpo y postré mi
mirada sobre la avenida Sáenz Peña. Un sentimiento de nostalgia invadió mi
cuerpo al ver esos edificios viejos y destartalados que se alzan sobre la gran
avenida.
Maldecí.
Lima, 15 de
enero de 2014.
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