lunes, 25 de marzo de 2013

UNA DAMA EN LA MADRUGADA


 
El reloj suena a las cinco en punto de la madrugada. Me despierto y los primero cinco minutos del día son dedicados a mi amado Monk, que siempre fiel está al píe de la cama. Le digo lo mucho que lo queremos y lo muy importante que es para nosotros. Él me gruñe y mueve su colita. Yo lo interpreto de manera positiva. A las cinco con veinte de la mañana estoy aseado, cambiando y listo para sacar a Monk al parque. Él,  aun acurrucado al píe de la cama, no se inmuta. Cojo la correa, tomo las bolsas respectivas y digo: ¾«Monk, ¡vamos!» Salta de la cama como una liebre y lo tengo en mis pies en menos de cinco segundos. Coge la correa con su hocico y me apura a salir.

Bajamos las escaleras con suma precaución. Él no para de olfatear cada escalón. Al salir del edificio, Pueblo Libre aun duerme, aun el sol no brilla. No hay gente en la calle. Solo se alcanza a escuchar el rugir de las cúster que pasan recogiendo uno que otro zombi en la Av. Bolivar. Monk, ya suelto, deja salir el líquido retenido por más de once horas. No lo dice, obvio, no puede. Pero si pudiera, quizá se escuchara un rico y satisfactorio ¡Ahhhhhh!

Yo lo haría...

Llegamos al parque y el panorama es distinto. Hay personas adultas y uno otro joven corriendo alrededor del parque. Los más veteranos, en su mayoría mujeres, van a un ritmo lento, cauto; cualquiera a paso normal pudiera rebasarlos. Pero no están en una maratón ni en una competencia, no les interesa saberse ni verse rebasados. Sin embargo, no deja de ser respetable y admirable la concentración que dibujan sus rostros al correr. Ojo, casi todos están con la sudadera o el polo mojado; lo que quiere decir que están ya buen rato ejercitando su cuerpo. Quiere decir pues, que están desde antes de la cinco de la madrugada arriba, ganándole al gallo. Conozco a muchos jóvenes que no superan los 27 años que a esa hora de la madrugada están en la comodidad que les brinda su cama. Ni de a vainas se levantarían a esa hora, y menos a correr.  

Monk me jala por su andar. Olfatea desesperadamente el pasto. Yo con bolsa en mano atento para recoger los desperdicios. Mi celular marca las cinco con treinta minutos. A esa hora, todas las mañanas, del otro lado del parque San Martín sale una señora con su perro; es un Cocker Spaniel de color negro. Sus orejes, clásicos en estos animalitos, llegando casi al suelo. Su pelaje es abundante y un tanto opaco. Es un perro muy gruñón, juro. La señora baja con el animalito con la misma finalidad que la mía. La señora, quien por su aspecto, podría decirse que está en base cinco rosando base seis, es una persona de medina estatura, algo encorvada y de tez clara; viste casi siempre un short negro con una blusa de mangas largas y cuello de tortuga, también de color negro. Aunque los rayos del sol amenazan con, aun son muy débiles. La luz de la luna impera, ella es la que nos dejan ver el rostro de la dueña.

La señora es dueña de un cabello frondoso y de color negro noche. En su cuello figuran grietas; parecen ser el resultado feroz de una vida agitada y turbulenta. Su rostro dibuja cierta frialdad que no merece ser indagada; los arcos de sus ojos, aun pintados, son como dos faroles que despiden una luz vacía, sin vida, sin brillo. Qué pena. Sus labios son delgados y agrietados, quedando en ellos los vestigios de una noche en copas.

Su orejona mascota deja la huella líquida postrada en un árbol. Ha sentenciado en ése tronco que él es el dueño absoluto de esa cuadra, y pobre que otro animal se atreva si quiera a pasar por allí. La señora lo observa con atención. Echa un vistazo alrededor de ella. Nadie se asoma, nadie la mira, nadie la juzga. De su short saca un paquete de color blanco. Cigarros. Se lleva uno a la boca, se lo pone delicadamente en la punta de los labios. Sus manos son grandes y venosas; los dedos son largos también, en sus uñas queda la marca de un color que quizá fue rojo. Se queda un inmóvil por un instante. Fija su mirada en el centro. Nadie aparece para encenderle el cigarrillo, nadie la escolta con su pucho en boca. Saca un encendedor, y prende fuego. Su rostro se ilumina con cada jalada. Su semblante cambia. De pronto se le ve feliz. El estrés que cargan sus hombros desaparece; su rostro dibuja una media sonrisa, igual al de una niña recibiendo un regalo caprichoso. Sus ojos se cargargan de luz. En su mirada se aprecia cierta malicia. Su postura es la de una chica de veinte años. Es una mujer distinta. Ha salido de la sombra. Es una dama en la madrugada. Sigue el andar de su querida mascota. Camina con elegancia, con armonía. Con aire despreocupado, deja huella con cada pisada; como si todos sus problemas si hubiesen esfumado junto el humo envenado del cigarro. Monk me jala, me gruñe, me pide que avance. Yo lo sigo.

Su silueta se pierde entre la penumbra, como se pierden las olas en una tormenta. La señora desaparece de mi vista. Solo queda la estela de humo que va dejando su andar.    



                                                                                                                    Lima, 25 de marzo de 2013.

 

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