martes, 19 de noviembre de 2013

EL ORIGEN






La caminata, los primos, los nombres, y las historias son inspirados en una charla coloquial que nunca existió. O tal vez sí. En dado caso, todo lo que se describe líneas abajo es mera coincidencia de una realidad ficticia. O quizá no. A lo mejor es mera fantasía fidedigna de la imaginación trastocada de un aspirante a escritor, cuya inspiración nació de un honesto paseo entre primos. O a lo mejor no. Puede que sea, y eso es lo más seguro, una travesura más de un escribidor.


LA BODA.

I.                    Camino a Mac Doland´s.

- Linda la prima con el velo, ¿no? – inquirió Sergio, el más joven y atractivo de los tres.

La calle llena de vehículos yendo y viendo a todas direcciones. Parecía un concurso sobre qué vehículo tenía el claxon más ruidoso y chillón de Lima. Los tres primos, enternados, muy elegante ellos, caminan a sus anchas por la larga Av. Benavides, en Miraflores. El sol ardiente de un futuro verano, postrado en lo alto del horizonte, les servía de guía. 

-Si oe, linda la chinita – agregó Gustavo, primo mayor que Sergio pero menor que Ricardo. De los tres, era el menos galante de vestidura-: Pero vieron la flaca rica que estaba dos filas delante de nosotros. Puta madre, por un culito así de bueno, valdría la pena ir a la cana otros tres años más. Por mi madre.

Gustavo y Ricardo cruzaron miradas. Se incomodaron. Sabían que lo escupido por Gustavo no era ninguna broma, y que era muy capaz de interrumpir a dama que se le ponga en frente si la situación lo merecía. Pero sabiendo la dualidad de su carácter, y con el afán de no sacarlo de sus casillas, porque era un verdadero cabrón cuando así se lo proponía, le siguieron la corriente.

-Más rica que comer con las manos - asintió Ricardo, con voz chillona. Tratando de llevar lo dicho por su primo hacia una broma. No lo consiguió. Pero el caos vehicular limeño le dio una mano.

Llevaban caminando más de quince minutos. El sol comenzó hacer estragos; en las sienes de los tres primos se dibujaba una tela de sudor, y en la parte del bigote, unos copos minúsculos de agua salada adornaban el rostro de los caminantes. Pasaron por un pequeño parque que estaba repleto de niños y niñas; corrían en distintas direcciones, otros se columpiaban, y otros estaban en el subibaja. Unas sombras blancas, de pequeña altura y de rasgos andinos, fungían de escolta de los rubicundos mocosos. Pasaron cerca de un quisco. Ricardo vaciló en comprar una gaseosa. No lo hizo. Gustavo observó que un vehículo venía a moderada velocidad, pero fiel a su estilo encarador, éste aceleró su andar sacándole tres metros a sus primos quedándose inmóvil en medio del paso peatonal. El auto frenó de inmediato y la cabeza del conductor bailó hacia delante y rebotó hacia atrás. De inmediato el auto se hizo escuchar.           

- ¡Qué putas tocas el claxon oe! Pasa nomás chochera – increpó Gustavo, de manera altanera. Alzó ambas manos como si espantara moscas invisibles. El Toyota Yaris 2011 color plomo de lunas polarizadas, que en su parte trasera lleva una calcomanía que decía «Bebe abordo», pasó rosando al intrépido primo. Ya lejos de él, el conductor bajó la luna, asomó su rostro, y le propinó un sonoro «RECONCHATUMADRE».

 -¡La tuya, huevón! -Juró Gustavo, uniendo sus manos hacia su boca, simulando una bocina.  

-Espera que ahorita baja y te saca la mierda, weon- bufoneó Ricardo.

-Jajajá, pelotudos -dijo Sergio, con tono burlón. Sacó su celular, miró la hora, y luego de una leve reflexión, agregó:- Oe… Me cago de hambre. Hubiéremos chapado taxi.

- No seas maricón oe culón. Estamos a treinta cuadras nomás- gruñó Gustavo.

-¡Treinta! La puta que está lejos la waaah…

- Otro maricón -dijo Gustavo dirigiéndose a Ricardo, que iba en medio de los tres-. La boda de la china estuvo bonita. Dan ganas de creer en el amor, jajajá. Lástima que se haya casado con un puto argentino de mierda.

La luz roja del cruce peatonal los frenó. Pasaron varias motos, ciclistas, y dos autos. La brisa de estos dos últimos vehículos refrescó suavemente el rostro de los tres peatones. 

-No es argentino. Creció y estudió allá.- Aclaró Ricardo, retomando el paso.

-Así es -ratificó Sergio.- No es argentino. Además, ¿qué de malo tendría que fuera gaucho? A mí me cae bien (y a mí, dijo Ricardo).  

-Siempre la misma mierda con esos crecidos. Se creen de la «puta madre». Es su tierra no  son nadie (Sergio quiso corregirlo, “no son nada”, pero calló). Lo de siempre, acá se vuelven galanes de novela, estrellas del futbol, comentaristas radiales y hasta modelos, cuando en su puta vida han sido siquiera conocidos en su patria. ¡No me jodas! Es más, acá se hacen de un nombre, vas a allá, y ni su madre los reconoce. Perú debería mandarlos a la misma mierda. Firme, causa.

De pronto se tensó el ambiente entre los primos. Gustavo estaba notoriamente ofuscado, sus palabras escupían llamas, y en cada palabra se mordía el labio inferior. Sergio agradeció hacia sus adentros de que no hubiera ningún argentino a la vista; de haberlo, hubiese acabado en el suelo, ensangrentado y hasta lisiado, producto de la salvaje golpiza que le habría propinado Gustavo. Gustavo era de esas personas que no tenía filtro al momento de hablar sobre alguien o algo, le importaba un pepino el lugar y la hora. Si tenía que poner en su sitio a alguien que no le agradece, lo hacía. Punto. Sin embargo, lo cierto era que, todo argentino famoso en Lima, raro lo sería en la Argentina. En lo que al deporte corresponde, los años 90 fue la época de la migración de ‘profesionales’ de la Segunda División del balompié gaucho que se volvieron grandes ídolos de la Primera División del futbol peruano. 

                -Mierda. Vaya que les tienes bronca a los ches. ¿Qué te hicieron? –preguntó Ricardo, dándole unas palmaditas en el hombro a su primo.

                -A mí…ni mierda. Pero a mi causa, a mi pata, lo atrasó un che hijoeputa.

                -Le metieron cuerno a tu amigo –se alarmó Sergio, que se masajeaba esa nariz recta y modesta que había heredado de su madre.  

                -No. Un gaucho vino disque egresado de la universidad de Palermo, Italia. Y lo botaron de su chamba. Todo porque el argentinito es novio de la sobrina del jefe –dijo Gustavo, con voz calmada, pero aun molesto.

                -Pero no es culpa del argentino.

                -Así es –dijo Ricardo, dándole la razón a Sergio.

                -Lo es. Ese conchasumadre tiene la culpa. Se descubrió que ese weón pidió la cabeza de mi pata. Y ahora el brother anda taxiando. Eso no se hace, firme. Mi chochera tiene familia pues, y además siempre ha sido ley. Palabra.       

El sol golpeaba fuertemente los rostros rasurados de los tres primos. Dos ellos utilizaban la palma de sus manos como visera contra los crueles rayos del sol. Sergio sentía pastosa la boca. Ricardo se arrepintió de no haber comprado la gaseosa cuando pudo, «huevón», se dijo. Gustavo caminaba con aire desafiante, sintiéndose dueño de los minutos del reloj.

Las cuadras se hacían eternas; aun así, siguieron a paso firme sin soltar un solo quejo al respecto.

                -Culón. Tú te sabes varios chistes de argentinos. Cuéntate uno pues. Para quitarle la amargura a Gustavo –invitó Ricardo, poniéndose delante de su primo.

                -Uhmm… ¿ustedes saben por qué los argentinos al lavarse los dientes, se ahorcan?

                -¿Y así tienes enamorada? –interrumpió Gustavo, torciendo una mueca.

                -Oh, perdón. ¡Ya está! –exclamó Sergio, dando un fuerte aplauso; secó el sudor de su frente con el pañuelo que adornaba su saco, y continuó:- Dicen que estaba un peruano en pleno centro de Buenos Aires: un tipo cholón, sucio y de marcados rasgos étnicos, como tú, Ricardo (pendejo, murmuró éste). El paisano andaba pasado de copas, completamente borracho el hombre. Sin importarle nada, comenzó a gritar ¡Quiero ser argentino! ¡Quiero ser argentino!, lo hacía con todas sus fuerzas, nadie lo empelotaba. De pronto, se acerca un argentino, esos con porte elegante, alto, rubio, ojiverde, fortachón y con el sombrerito ladeado, a lo Gardel, y con el acento clásico de un porteño, miró al peruano de pies a cabeza, dibujó una enorme mueca de asco, y espetó: Vos, negrito… así que querés ser argentiiiino. Pero sos un boludo; sos un hijo de puta; te metieron la poronga, sos un malparido; sos un animal; sos un pendejo; vos estás imbécil; vos sos un… ¡Aaaalto! Dijo el peruano, sobreponiéndose a los insultos. Ya no quiero ser argentino. Y el gaucho, confundido, pregunta ¿Por qué? Son muchos requisitos para ser un argentino, le dice el peruano.

Los tres primos rieron a más no poder. Se echaron a reír y a soltar carcajadas que, al oído ajeno, eran grotescas. Los tres se retorcían de alegría; se ladeaban de un lado a otro. Ricardo comenzó a lagrimear. Sergio, de piel blanca como la leche, estaba rojo como un tomate. Gustavo sacudía su cabeza de manera violenta de izquierda a derecha, tanto que sus orejas de Dumbo parecían bailar. Una señora de buen ver, que iba hacia ellos, sujetó a su hijo –pequeño de fina estampa digna de un comercial –y lo puso detrás, sirviendo de escudo protector, temiendo que los tres sujetos estuviesen borrachos. Sergio se percató de la acción y sintió vergüenza ajena. No era normal en él reír tan toscamente. Pues con los únicos que se permitía tales exabruptos era con sus primos. Era considerado «el caballerito» de la familia, un «ejemplo a seguir», decían sus tías. Y en efecto lo era. Joven, atractivo, dueño de una figura desgrasada, más bien atlética, con los músculos definidos. Su rostro era la misma imagen celestial de un ángel, de los ángeles,  o de cualquier ángel: cabellos rubios como el sol de verano, ojos azules como el cielo tisú, protegidos por unas espesas cejas perfectamente delineadas. Su boca, pequeña como un caramelo, y roja como una manzana, era la tentación de toda fémina (incluso de sus propias primas). De mentón fuerte y de mirada penetrante, había sido tentado, en más de una ocasión, para ser modelo de televisión –se dice que hasta la mismísima Gisela Valcárcel, quien era allegada al padre de éste, le imploró que fuera su co-conductor en un nuevo programa donde artistas importantes serían bailarines profesionales bailando por una causa-, de ropa, o sólo de imagen comercial. Nunca aceptó. Pero una vez se vio tentado cuando la cadena comercial Ripley le emitió un cheque por veinte mil dólares para que posase en paños menores. Sin embargo el pudor natural de Sergio fue más poderoso que los numeros vertidos en el cheque. También había sido tentado por uno de sus mejores amigos de colegio para que sea la atracción de su nueva empresa.


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                -En serio te digo, hermano, estás perdiendo plata como cancha. Ya quisiera tener tú cacharro y poder levantarme a cuanta flaca se me cruce. Firme –dijo su amigo Hernán Montalvo, joven empresario de buen olfato para los negocios. Creía firmemente que Sergio desaprovechaba groseramente el “don” con que había nacido. «Exageras, hermano», le decía siempre Sergio, ruborizado, incómodo, y, a veces, algo molesto. ¿Era verdad, ello? ¿Era cierto tal hermosura, como todos le decían? ¿Era cierto que su belleza, únicamente podía ser comparada con la figura literaria, y además ficticia, de Dorian Gray. Lo real era que pese a las constantes flores recibidas por propios y extraños, Sergio nunca fue del todo crédulo de su propia belleza. Tampoco abusó de su condición, y nunca creyó del todo lo que los demás decían de su “sobre humana” belleza. Nunca alardeó al respecto, y nunca nacieron en él esas ínfulas de «papacito de barrio» con la que otros, menos agraciados, hacían gala.

                -Hermano, es el negocio del momento. Los Quinceañeros son rentables. Más bien, los chambelanes. Contigo incrementaría el precio de mis paquetes. Tú ganarías más que todos el staff  de chambelanes que tengo. Que comparados contigo, son más feos que una mentada de madre en plena vía pública. No seas malo… -Rogaba Hernán Montalvo. Pero Sergio nunca aceptó. 


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¡Otra! ¡Otra! ¡Otra!. Coreaban a viva voz los dos primos. Sergio se preparaba pasa un segundo chiste cuando sonó su celular. Era su enamorada.

                -Sí, amor. Ya estamos cerca. Ajá. Ajá…si quieren vayan pidiendo, no hay roche –dijo aun soltando uno que otro espasmo.

                -Con esa cara de «niño bien», como dicen las tías, quién diría que cuentas chistes colorados. Bien ahí, primate. –Felicitó Gustavo, mientras se limpiaba el sudor de la frente con la solapa del saco.    

                -Cierto, primo –premió también Ricardo. Sacó una servilleta que halló dentro del bolsillo del terno, y secó sus lágrimas. –Pero de otro lado, no todos los argentinos son mala onda.

Pasaron frente a un supermercado, uno que perteneció a una familia de descendencia oriental cuya nombre comercial inicia con la vigesimocuarta letra y la decimonovena consonante del alfabeto español. Automáticamente sabían que estaban cerca ya de la hamburguesería donde sus parejas aguardaban con ansias.

-Eso dices tú porque la prima de tú esposa es argentina –arremetió Gustavo, haciendo un ademán de ole, de torero. Luego prosiguió:- Por cierto, la vi el día de tu boda. ¡Puta qué rica está la flaca!, causa. ¿Cuál es su nombre, Lesly, Lizbeth?

-Elizabeth –corrigió Ricardo, molesto. Y arrepentido de haber aclarado el nombre.

-Pero está casada y tiene tres hijos, si mal no recuerdo –amonestó Sergio a Gustavo, con cara de desilusión.

-Tsss…eso es lo que la hace tan rica, carajo. Una hembra casada y con hijos, me pone ardiente. –Gritó Gustavo, sintiendo turbulencias entre sus piernas. Su exclamación fue acompañada con una mirada lasciva. Ricardo sintió cómo un frío electrizante corría por su garganta.

Dos Lamborghini pasaron a toda velocidad por la avenida, excediendo, de lejos, el límite de seguridad. «Seguramente juegan piques», pensó Sergio. «¡Hijos de puta!», les gritó, al fin. 

-Te recuerdo que hablas de la prima de mí esposa. Así que más respeto –Sentenció Ricardo, pescando del brazo derecho al insolente.

Sergio fingió mirar hacia otro lado. No interrumpió sino hasta luego. Gustavo apunto estaba de zafarse del asir, pero declinó. Dentro de sí sabía que había exagerado y que se fue de lengua. Sólo atinó a mirar fijamente los ojos de Ricardo, que ardían como lava recién escupida. Cierto que Gustavo no tenía pudor alguno al decir lo que pensaba, pero si algo tenía en claro, por mucho que no fuera de su agrado, ere el de respetar las palabras de sus primos mayores, tenía un código inquebrantable, de esos pactos que se hacen consigo mismo en secreto, donde no se permitía cuestionar la palabra, cuando en serio se hablaba, de los mayores de sus primos, les tenía respeto, les tenía ley. Y más con Ricardo. Si bien se prestaban bromas sumamente pesadas a cualquier momento, Gustavo sentía un profundo afecto hacía Ricardo, pues era el único que lo apoyó (ya que Sergio se encontraba en Italia, culminando un postgrado) cuando éste estuvo en prisión por, “supuesta”, tener relaciones no consentidas una menor de edad. Sin embargo no era la primera vez que acudía pidiendo socorro a Ricardo, que no siendo abogado, tenía un amigo letrado que era diestro en temas penales. La primera vez que Gustavo corrió hacia Ricardo fue cuando lo denunciaron por agredir a un sujeto que piropeaba a su entonces enamorada de barrio, tenía quince años.


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«Le metió mano, primo. En serio. Ese conchasumadre paleteó a mi cuero, a mi material. No podía dejar que la deshonren, pe. O ¿sí?», fue la excusa que tuvo Gustavo para romper en cuatro la calabaza del piropeador con una llave de tuercas profesionales. Seis meses de encierro en la correccional de menores en Maranguita y mil quinientos soles como reparación civil al afectado, quien el resto de su vida ingeriría sus alimentos a través de una cañita, fue la pena impuesta. La segunda vez, ya con diecisiete años, fue detenido por un delito menor, una falta. Había robado sistemáticamente calcetas de vestir y medias deportivas de un conocido centro comercial. «Fue una palomillada, primo. Estaba jodiendo nomás. De saber que iban a poner a llorar por las medias, puta madre las devuelvo pues», dijo aquel entonces. Ricardo llamó a su amigo abogado. Veinticinco jordanas de trabajo comunitario (barren y limpiar las aceras, quitar los anuncios de los postes de luz, y recoger la basura del parque Central de Lima), y la suma de cuatrocientos soles como reparación civil. Sin embargo Gustavo no aprendía la lección. Se había convertido en un forajido, en un vago, en un truhan, «es un delincuente», decían sus tías en las reuniones familiares. Fumaba y bebía alcohol todos los días. Sus juntas comenzaron a ser la preocupación inmediata de su madre, Rosemary, mujer de mirada dulce y trato amable, quien pasó a ser cliente vip de las postas médicas del barrio gracias a las constantes recaídas de salud que tenía por culpa de su único hijo varón. Gustavo, quien para los veintiuno ya era un malhechor ranqueado y además líder de la banda de Cogoteros del distrito de La Victoria, quienes se hacían llamar asimismo Los «Malditos de Renovación». Teniendo un poco de sangre en sus venas, se avergonzaba de estar acudiendo a su primo Ricardo cada vez que era capturado por la Policía. Por lo que, para evitar molestias a su primo, trataba de salir del apuro por él sólo. Pagaba a los oficiales para que lo dejaran libre, o contrataba los servicios de un abogado pesetero, de aquellos que pregonan a las afueras de Palacio de Justicia.

Sin embargo, la tercera vez que recurrió a su primo, para que éste a su vez llamase a su amigo abogado, fue porque lo habían acusado de haber violado a su pareja de turno. El asunto fue televisado y ocupó por varios días los titulares de los periódicos. Las pruebas estaban en su contra. La víctima tenía serias huellas de haber sido salvajemente ultrajada, y los fluidos corporales de Gustavo se encontraron en el sexo de la mujer. «Primo. Te juro por lo más sagrado que tengo que no la violé. Firme. Esa wona quiso estar conmigo, fuimos a un telo, y toda la noche… papá (decía con orgullo de haber cumplido su rol de macho dominante). Sí, me puse algo rudo, lo admito. Pero ella parecía gozarlo. Otra persona te diría que pares; es más, se quita, pe. Pero ella no, ella seguía afanadasa mal, pe. Yo tenía que cumplir con mi deber, carajo. Soy el man», fue el testimonio brindado por Gustavo. Lo dijo como si se tratase de cualquier verdura, sin un ápice de remordimiento o de arrepentimiento. Sin embargo, pese a los grandes esfuerzos del abogado, esta vez no pudo librarlo de la cárcel, y fue sentenciado a diez años de pena efectiva, la cual se redujo a tres años gracias a la buena conducta del reo, y gracias por supuesto, al burlón sistema de los Benéficos Penitenciaros que ostenta el Perú. La reparación civil (¿Hay acaso monto justificable para las víctimas de violación?) fue de quince mil soles. Pero, esta vez, para Gustavo, la pena impuesta por el Vigésimo Cuarto Juzgado Penal de Reos en Cárcel de Lima, no sería el verdadero castigo que recibiría. 

                -Así que tú eres el Dopey –dijo una voz fuerte, dura como el acero y tan fría como el hielo.

                -Depende. –Dijo Gustavo, vacilante, palmoteándose la prominente barriga de buda. - ¿Quién pregunta?

Gustavo, en el mundo bajo, era conocido como ‘Dopey’, uno de los enanos de Blanca Nieves. Pues era mediano de estatura, más bien chaparrón, con una nariz de pincho decaído, cuya punta nasal siempre miraba hacia abajo, tristona. Carecía de la belleza que en demasía tenía su primo Sergio. De cabeza calva y sin cuello, pero sobre todo por sus enormes orejas como aletas que adornaban su cuadrada testa, fue bautizado con el nombre de aquel personaje. Otros de sus apelativos era ‘Juano’, debido al gusto excesivo que tenía por un platillo típico de la Amazonía peruana, el Juane.      

-Yo, el Nero Mike – Repitió esa voz de ultratumba.

-¿Te conozco?

-No, pero yo a ti sí. Y muy bien, Gustavo – replicó el Nero Mike, casi deletreando el nombre de éste. Al instante el primo preso supo que algo iba mal, pues el código interno de cada condenado se había roto. En los penales no existían nombres ni apellidos, todos eran conocidos por sus apelativos o sus alias. Gustavo miró a su alrededor, avistó a dos sujetos de aspecto fornido, uno alto y otro mediano, ambos con notorias marcas de cuchillazos en sus rostros y brazos (¿Maras?); estaban a su espalda, acechándolo, esperando la orden. El primo sintió cómo su pulso se aceleraba, cómo un sudor frío se apoderaba de él. Sintió miedo.

-Y… ¿qué puedo hacer por ti? –preguntó Gustavo, procurando no demostrar su nerviosismo.

A Gustavo le comenzaron a palpitar sus sienes. Sus fosas nasales se abrieron mostrando sus vellos. Una extraña comezón en las palmas de sus manos lo inquietó.  

-Puede comenzar a orar, hijo de puta – rugió el Nero Mike, abalanzando su enorme cuerpo de más de ciento cuarenta y cinco kilos y más de un metro ochenta y cinco de estatura sobre Gustavo, que recibió una enorme trompada por parte de su contendor. El golpe entró directamente a la mandíbula del orejón: trastabilló, y cayó, prácticamente noqueado, a los brazos de los sujetos que lo esperaban desde que se había iniciado la charla. Acto seguido lo alzaron en peso y lo llevaron hacía el baño del Pabellón, donde  recibió patadas, puñetes, insultos y escupitajos. Gustavo trataba de evadir los golpes que venían de todos lados; se cubría sin éxito alguno. «Acá muero. Aquí fui», fue lo único que pensaba Dopey cuando servía de costal. Gritaba, gemía, aullaba, lloraba, pero sus exclamaciones de dolor y de desesperación chocaban contra las paredes del baño. Nadie socorrió al primo. Luego de agotar gran parte de sus energías, procedieron a despojarlo de sus ropas. «Tú, de campana. Avisa si alguien viene», ordenó el Nero Mike a uno de sus compinches, al chato de ellos. Desnudo, sobre un gran charco de sangre mezclado con su propia orina y la de otros presos, Gustavo se aferraba al asiento del inodoro. «Ahora sí, conchatumadre. Ojo por ojo. Te gusta cachar a las mujeres contra su voluntad, ¿no?, so mierda. Pues ahora te cagaste, weón. Con mi prima no debiste meterte. Ella era apenas una niña, una mujercita, y tú, y tú no debiste tocarle ni un cabello. Ahora pues, ahora pe, ahora sabrás lo que se siente que te metan la pichula», amenazó el Nero Mike. La profecía se cumplió. Luego, ya recuperado, Gustavo supo que su ultrajador era primo de la chica que lo había denunciado por abusar de ella. Acabada la faena sexual, el Nero Mike, además de regalarle un caminar escaldado por el resto de su vida a Gustavo, tres dientes rotos, dos costillas fisuradas, más varias saturaciones en su cavidad rectal, le dejó otro recuerdo para que no lo olvidase nunca: sacó una navaja artesanal, lo pescó del cogote (Gustavo no tenía fuerza para repelar la estocada final, se dejó manipular como un títere), y puso la cuchilla sobre el rabillo del ojo derecho, lo hundió ligeramente, y delineó un caminito hacía el pómulo. «Para que cuando te mires al espejo, te acuerdes de mí, Gustavito», decretó el Nero Mike, no sin antes endosarle una pata de mula en los genitales de Gustavo, por lo que éste, luego de varios de exámenes médicos, se resignó a no tener descendencia, al menos de forma natural.


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Sobre la derecha, en lo alto de un edificio de color amarillo con franjas anaranjadas, se divisaba un enorme cartel promocionando una película en la que habían seis personitas ficticias azules, todos, salvo uno de barba blanca y con gafas para el sol, vestían de pantaloncillos blancos, igual que sus capuchas. De tras, la torre Eiffel presumía su apoteósica infraestructura.      

                -Primo, verás la película de Los Pitufos 2 –preguntó Sergio, sabiendo las debilidades que tenía Ricardo por Los Pitufos, serie con la que creció. Además, Sergio sabía también la fascinación que tenía éste por imitar las voces de Pitufo Gruñón, Pitufo Vanidoso, Pitufo Sorpresa y Pitufo Filosofo, que, en honor a la verdad, los imitaba bien. Y, de último, tenía la intención romper el hielo que se había instaurado entre ellos gracias a las intervenciones lascivas de Gustavo.

Tuvo éxito.

                -No. Tenía tooodas las intenciones de llevar a mi sobrina, Josefina, ¿la recuerdan? -Soltó el brazo de Gustavo, y de manera lánguida, agregó:- Pero me cagaron el plan.

                -¿Qué paso? – intervino Gustavo, más tranquila ya.

                -Tenía todas las intenciones de llevar a mi sobrina a ver la pela. Así que la invité, pero me salió con que no, que no veía Los pitufos porque son del Diablo. Que representan los pecados capitales – Explicó Ricardo, con notoria decepción en su hablar.

                -No me jodas. En serio así te lo dijo.

                -Ajá –Confirmó Gustavo a Sergio.

                -A la mierda pues. ¿Qué edad tiene tu sobrina? – preguntó Gustavo.

                -Diez añitos.

Los tres primos cruzaros miradas alzando las cejas y con muecas en sus rostros.


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En efecto, Ricardo era, y es, amante de Los Pitufos, creció disfrutando abiertamente y sin ningún tipo de restricción la seria animada; igual sucedió con Los Thunderscat, Los Caballeros del Zodiaco, Los Súper Campeones, El hombre araña, La liga de la justicia, Los Halcones galácticos, y más recientemente, Dragón Ball, Dragón Ball Z, y Dragón Ball Gt. Asimismo, casi sin quererlo, descubrió que tenía la habilidad de imitar las voces de sus personajes favoritos. Sus amigos de infancia, así como compañeros de aula en la Universidad, le pedían que imitara la voz de Micky Mouse, el Gallo Claudio, de Quique el Gavilán, de Goffy; así como las voces de sus queridos dibujos Los Pitufos –siempre le pedían que imitase las voces diciendo majaderías, cosas que por ejemplo nunca en la vida escucharías al ratón Micky decir- Por eso, cuando su pequeña sobrina de cabellos rubios y mirada inocente, con voz de hilo, le dijo que no podía ver Los Pitufos 2, ardió en su fuero interno. Su semblante cambió de manera automática, pensaba que sus oídos lo habían traicionado, que por fin largos años de escuchar música con auriculares había tenido sus secuelas, la sordera. Pero no, Ricardo no estaba para nada sordo. Había escuchado a la perfección: «No puedo ver esa película, tío. Es del Diablo. Los pitufos representan los Pecados Capitales». Brisa, la esposa de Ricardo, que estaba esperando al segundo hijo de éste, lo miró con esa mirada de ten paciencia, es una niña. Ricardo no hizo caso. Ya era tarde. Había explotado. Ardía como chimenea gringa en plena navidad. Se mordió los labios, bajó la mirada –quiso arrodillarse para estar a la altura de su sobrina, pero la rodilla operada hacía un año, se lo impidió- y comenzó a interrogar, con voz melosa, a la pequeña: Hija, ¿quién te ha dicho eso de los pitufos, eh?, la niña no respondió, pero de inmediato fijó la mirada en doña Honorata –octogenaria, oriunda de Puno aunque de descendencia gala, viuda, y madre cinco hijas, siendo Brisa la penúltima del rebaño-. Ricardo no necesitó la confesión de su sobrina. Supo de inmediato cuál era la fuente, la manzana que había corrompido, según él, la aún inocente mente de aquella personita a la que Ricardo quería mucho. Doña Honorata fingió demencia, no asomaba en ella ninguna intención de corregir a la nieta. Todo lo contrario, miró a Ricardo con desdén, con gallardía; lo miró como si en ese momento su yerno fuera un ser insignificante, no digno de estar ante su presencia, un insecto al que podría eliminar con tan solo una pisada. Hija –insistió Ricardo-, ¿Sabes cuáles son los Pecados Capitales?, la niña no contestaba. Josefina, ¿sabes qué es un Pecado?, Sobria, ¿Sabes qué o quién es el Diablo?, ninguna pregunta fue respondida. La mirada de la inocente criatura comenzó a darle pena a Ricardo. Josefina, vente a mi cuarto, ordenó doña Honorata. La nieta obedeció en el acto, y cual soldado, que no se le permite cuestionar orden de un superior, caminó rápidamente, con la cabeza hundida en los hombros, hacia el dormitorio de la suegra de Ricardo. Doña Honorata siguió los pasos de la menor. Brisa no había intervenido en el improvisado interrogatorio hecho por su esposo ¿miedo, tal vez? ¿Tal vez compartía el mismo pensar que él? ¿Tal vez tampoco sabía qué era un Pecado, y cuántos eran? ¿Tal vez, y lo más seguro, no quiso iniciar un conflicto en presencia de la menor?

                -Por eso. Por eso es que no me gusta que los niños vayan a la iglesia desde temprana edad –Exclamó Ricardo, muy fuera de sus casillas.                 

                -Lo sé. Pero es una niña. No creo…

Fue interrumpida por Ricardo.

-¡Exacto! Es una niña… Qué mi…ercoles sabe una niña de Pecados, y del Diablo, ¿ah? Por eso mismo no quiero, no me da la gana que mi hijo, nuestro hijo, Arturito vaya a la iglesia. No te digo que no se le hable de Dios, pero allá, en la iglesia, les corrompen la mente, los engañan. No puedes ver esto porque es pecado, no puedes comer aquello porque es del Diablo. Estupideces, carajo. Estupideces – soltaba a todo pulmón. ¿Adrede? Claro que sí. Ricardo estaba toreado, cabreado, quería que saliera de la cueva aquel monstruo que había clavado esas ideas a la pequeña Josefina.

Doña Honorata no salió.   

                -¿Y que pretendes qué haga yo? No es mi hija – reprochaba Brisa, tratando de no salir de sus casillas. Quería calmar a su esposa, pero sabía lo terco que era. Sabía que era una mula, y que no dejaría de escupir ácido hasta que disparará el último de sus cartuchos.

                -Es que no me jodas. Por la p... Es una niña, por Dios. No sabe nada de nada, y a la pobre ya la fastidiaron con semejantes estupideces. Sí, obvio, los pitufos representan los siete pecados capitales. Igual que los representa su madre cuando se pinta o se viste, o yo al renegar, o tu madre al mentir, o tu… al, al…comer. Los Pecados capitales los representan las mismas películas que Josefina ve. Pobre, en verdad. En vez de enseñarle cosas positivas como la amabilidad, respeto, le enseñan huevadas que no son propias de su edad. Tienes razón, no es tú hija, no es la mía; si lo fuese, otra cosa sería –Dijo Ricardo, bajando el tono de su voz.

El aire se había condensado en la Sala de Estar. Brisa acariciaba su panza de siete meses de embarazo. Susurraba algo que era imperceptible para el iracundo futuro padre. «Ya mi amor, no pasa nada. Papá está molesto, pero no contigo, mi amor», «Ya hijito, tranquilo, tú papá es un huevón que no sabe que te puede afectar sus gritos, pero acá está mamá, tranquilo», son las cosas que pudo o no decirle Brisa al futuro hermano de Arturito.     


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-Te cagaron, primate.

-Te cagaron mal – Agregó Gustavo.

-Me cagaron – Afirmó Ricardo.

Los tres primos estaban ya exhaustos, pero ninguno decía nada ¿Vanidad? ¿Egocentrismo? Siguieron caminando por la larga avenida. Los vehículos seguían yendo y viniendo en todas direcciones; los claxon, por supuesto, no dejaban de sonar. El sol golpeaba con más fuerza sobre los tres individuos. El aire era seco, ni una piza de brisa que aliviase el horno en el que estaban. Gustavo sintió arder sus pues. La espalda de Sergio estaba mojada en sudor. Ricardo, seguía pensando en Los Pitufos 2.

Pasaron cerca de varios restaurantes, todos cobijaban a comensales. De pronto el aire seco que los venía escoltado desde la iglesia se espesó por un rico aroma a pollo a la brasa. Los tres primos, sin musitar palabra alguna, sintieron hambre. Sus bocas saboreaban la carne blanca y jugosa de los pollos servidos. Sergio alcanzó a ver como Inca Kola de dos litros, helada, y bañada en sudor frío que se burla de él. O al menos así lo pensó, tragando saliva.  

                -Ricardo, ¿cómo va el tema de tu blog? ¿Piensas dedicarte a escribir? –preguntó Sergio, sabiendo que otras de las debilidades de Ricardo, además de los libros y la imitación de voces, era la escritura.

                -Pues… en eso ando –dijo, no muy seguro de sí.

                -¿Blog?  Eso es para rosquetes, carajo. ¿Qué, te juras Jaime Bayly, o el maricón de Beto Ortiz?

                -No lo jodas – amonestó Sergio a Gustavo. Sergio se apenó de preguntar sobre el blog de Ricardo. Sabía lo mucho que le gustaba escribir, lo mucho que deseaba escribir un libro, por eso sintió pena cuando Gustavo pateo el sueño de Ricardo.

                -Déjalo… - dijo Ricardo.- Así publique un blog con historias, ni leer sabe el imbécil éste.

                ­-Ja, ja, já –río Sergio.

                -Los dos, agarraditos de las manos, se pueden ir a la misma mierda – propuso Gustavo, que más que molesto, parecía divertirse con sus primos.

                -¿Qué nombre le pondrías? –curioseó el más guapo de ellos.

                -No estoy seguro. Tengo dos opciones («¿cuáles?», se escuchó). Bueno, ustedes saben que el peruano es, bueno, somos, muy boca suelta –dijo mirando a Gustavo-, somos expertos en cuanto a dar consejos se refiere, fungimos de psicólogos, de sacerdotes, de confesionario, de almohada, sin embargo, cuando nos toca estar del otro lado, cuando somos los que sufrimos, somos incapaces de poner en práctica lo que aconsejamos  («qué con ello, es normal», agregó Gustavo). Sí, lo es, pero no deja de ser conchudo pues. Por eso, si llegase a tener un blog, le pondría El Burro Habla de Orejas.

                -Porque no mejor, El Burro hablando de Orejas – propuso Sergio.

                -O menor, aún –intervino Gustavo-. Las Mariconadas de Ricardo.

Ricardo ignoró el comentario homofóbico de Gustavo. Relajó sus hombros, llenó sus pulmones de aire seco con la estela del olor a pollo a la brasa, y agregó, lánguidamente:   

                -Pero bueno. Cuando me decida hacerlo, escribiré de un pelado conchasumare, que es más feo que el hambre, panzón, y pichi corto.

Gustavo sintió cómo el inspirante a escritor palmoteaba nuevamente su brazo, aquel que había sujetado fuertemente cuadras atrás.     

-Ya que lo invocaste…qué saben del chambas. ¿Por qué no vino, ah? – preguntó Gustavo.

-…

-¿Qué no saben? -Intervino Sergio al tiempo que se le dibujaba una sonrisa maléfica en su angelical rostro.

-…

-…

-El huevas se compró juegos de play huevón, jajajá. El conchasumare se compró juegos de play pues. Jajajá.

-¿No que no tenía plata el pelao? -dijo Ricardo.

-Saaaas pendejo pues. El Perú es leeeeeendo, jajajá -Ironizó Gustavo, que seguía mirando de un lado a otro.

-Su viejo le dio doscientos palos pa´que se compre el terno y el cabrón se compró juegos de play, alucina.

-¿Cómo sabes?

-Su viejo se lo contó al mío pe. Ricardito…

-Jajajá, ese peleo maldito -Gustavo no dejaba de reír, al igual que mirar constantemente a sus alrededores.

-Pelao pendejo pues. En vez de compartir con la familia. Fue pues… -Concluyó Ricardo.

-Su roche pe.

-Su roche. Saaaas pendejo, jajajá.- La risa de Gustavo comenzaba a perder credibilidad, y ganaba incomodidad.

-Llegamos conchasumare…-Dijo al fin Sergio.

Las chicas los esperaban con miradas asesinas. No habían pedido nada aún. Como buenas parejas sentimentales, aguardaron a sus príncipes para recién ordenar: Hamburguesas con queso, papás fritas, gaseosas bien heladas y su McFlurry respectivo. Los tres primos se dirigieron a los servicios higiénicos, donde se prestaron bromas respecto al tamaño viril de cada uno de sus propios paquetes («¿Con esa cosita pudiste tener hijos, dijo Gustavo fastidiando a Ricardo. «Con ese maní dicen que ultrajaste a la flaca. No me jodas», devolvió Ricardo. «Creo que más bien lo denunciaron por NO poder intimidar», agregó Sergio. Se mataron de risa). Se lavaron la cara con agua fría, secaron el sudor de sus cuellos, se fajaron bien las camisas y salieron.

Luego de comer y hablar sobre la boda religiosa que acababan de presenciar, comenzaron a charlar sobre los detalles del acto litúrgico. Los tres primos no dijeron palabra alguno sobre lo que había conversado en el trayecto, no lo dijeron, no hacía falta. «Lo que se habla entre los primos, se queda entre los primos». Era la ley.

Cuando hubo terminado el almuerzo, las chicas tomaron el auto de Sergio, el mismo con el que habían llegado a Mac Doland´s. Gesto amable que hizo Sergio por el estado de Brisa. Los tres primos abordaron un taxi. Sergio fue de copiloto, mientras que Gustavo y Ricardo se instalaron en el asiento trasero. Dada la orden, el chofer puso en marcha el auto hacia la recepción de la boda, donde ya los aguardaban Martina, hermana de Gustavo, y Juliana, primas de estos tres.

¿Qué paso en la recepción?

Lo sabremos pronto.





 

Lima. 20 de noviembre de 2013.









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