El domingo pasado fui a votar, a
elegir los regidores municipales. Miles de peruanos fueron a cumplir con su
‘deber’ cívico. Muchos, por no decir casi todos, a regañadientes; obligados,
más que nada, por la sanción pecuniaria que conlleva no asistir a las urnas. El
malestar no fue disimulado del todo, ya que
las caras largas y agrias adornaban las distintas colas formadas. Tuve
la suerte, a diferencia de pasados comicios, que ni por error he tenido, de ser
el único al momento de hacerme presente.
Buenos días, me saludó una gentil dama que me examinó el rostro
detalladamente. Cuando le toque ser
miembro de mesa, entenderá el porqué de análisis facial. Me ubicó en el padrón¸ me entregaron la cédula de sufragio, me señalaron la urna, voté, firmé el padrón electoral (donde aun figura mi
foto anterior, de cuando tenía lindos 18 añitos), acuñé mi huella digital, di
las gracias, y salí –felizmente esta vez no nos marcaron como ganado con esa
tinta azul difícil de quitar, como las manías–. Demoré más en ubicar la mesa de
votantes que ejercer mi derecho. Se dice que no hay mejor forma de poner en
práctica la democracia que ejerciendo el derecho de elegir y ser elegidos. Es
como suelen llamarlo: «Fiesta Democrática».
Sin embargo, para ser una supuesta fiesta, la cosa estaba verde, como las caras
de los distintos sujetos obligados a
asistir a votar; también estaban rojas, como los adjetivos calificativos así
como los sonoros improperios que lanzaba el electorado. Se presume que más de
un millón de limeños fueron a las urnas, pero que la mayoría fue para no ser
multado, para no pagarle al Estado la suma de setenta y cuatro solsitos. Las
personas comenzaron a culpar de ser empujados a votar al promotor de la
revocatoria contra la actual alcaldesa de Lima. Por ese huevón estamos acá, rugió un señor de avanzada edad. Y sin
ser adivinó, a puesto que fue el sentir solidario de la gente. Cierto, tienen
razón, en parte. Pero el fulano que
inició las acciones legales contra la burgomaestre no lo hizo sólo, pues para
poder siquiera formular la solicitud debió –como lo hizo- juntar miles de
firmas de los ciudadanos; ajá, de aquellos que el pasado domingo se quejaron. A
raíz de la polémica Revocatoria se
comenzó a cuestionar la misma alegando que estaba mal planteada, que es una
figura jurídica que atenta contra la estabilidad democrática y la
gobernabilidad. Curioso, es mala y afecta la estabilidad y la democracia cuando
llega a Lima, pero, ¿Qué de las Provincias donde se han, gracias a la misma
figura, destituido del cargo a varios exalcaldes? ¿Por qué allí no se lloró
como cuando atacó la Gran Ciudad?
Todo es lindo y hermoso cuando no fastidia los propios intereses, ¿no? El señor
que inició la acción en contra de la alcaldesa de Lima, lo hizo haciendo uso de
un derecho Constitucional, y, los sabidos
en leyes, saben que el uso regular de un derecho, no genera responsabilidad
alguna, máxime si cumple con los
requisitos que la ley le exige. Bajo esa premisa, ¿qué culpa tiene el individuo
de ejercer su derecho a revocar de un puesto público a quien él considera que
debe irse? Si la naturaleza misma de la Revocatoria
es mala, pues culpen a quienes la legislaron. En lo personal, ni me agrada ni
me cae mal el sujeto que promovió la acción. Simplemente, no me interesa. Pero
sí que es chocante escuchar berridos y llantos ajenos culpando de algo a otra
persona. Por supuesto que a nadie le gusta que le recorten su dominguito pichanguero, pero, para bien
o para mal, se tiene que cumplir con lo que la ley manda. De otro lado hay
quienes solicitan que el voto sea voluntario,
que al ser personas libres, debemos
tener, por tanto, libertad de acudir o no a la urna. Personalmente no simpatizo
con esa idea, pero mi posición es algo distinta, más romanticona, como me dijo un viejo amigo. Considero que el hecho de
ir a votar es un privilegio que no se puede tomar a la ligera (sea lo que sea
por lo que se esté votando), pues el hecho de ir retribuye y honra a las
personas que entregaron su vida –literalmente– para que hoy, nosotros, tengamos
ese derecho, el de elegir a nuestras autoridades. En el pasado se derramó
sangre por nuestra libertad, por nuestra independencia, por nuestra libertad de
opinión, por nuestro derecho a la propiedad, y, claro está, por el derecho al
voto. Por tanto, considero que es un honor tener esa gracia; derecho que tengo gracias
a personas que no conocí y que dieron su vida, y quizá la de los suyos también,
por darme el derecho al voto. Pero así pienso yo. Claro, también tienen razón
las otras personas que alegan la libertad de acudir o no a las urnas, pero,
¿qué hay entonces con la Representatividad?
¿Qué hay con ello de sentirse identificado con su autoridad inmediata? Felizmente, yo, no voté por él, serían
las excusas que tendríamos. De por sí hay mucho electorado de closet que siempre niega a quienes ha
elegido, ahora imagínense si fuese facultativo. ¡Exacto!. Otro dato curioso es
que, como bien dije al inicio, se renegó por el hecho de ser llamados a cumplir
con el deber cívico (qué mejor
muestra de que vivimos en democracia, digo), pero el hecho cambia cuando nos
recortan nuestros derechos civiles, allí sí que salimos a las calles con pancartas
pregonando que se han vulnerado nuestros derechos, nos hacemos los expertos en
el tema y hablamos a todo pulmón sobre la
democracia, la justicia, y sobre el Estado
de derecho. Lo curioso es que poco o nada sabemos de ello, pero vaya que
graznamos al respecto, y hasta hacemos huelgas de hambre (¡vaya desfachatez!).
Nos guste o no, hay una obligación
civil, el que la cumple, a buena hora, quien no, será sancionado. La cosa pudo
ser peor, pudieron estar en el cargo
nuestras autoridades sin ser elegidos. Ahí sí a preocuparnos. Y mientras
se debate sobre lo bueno y lo malo de la Revocatoria,
demos gracias de vivir en un país que, por lo menos, y de momento, se preocupa
de querer saber nuestra opinión, pues no todos tenemos esa bendición, cónchale vale.
Lima, 28 de noviembre
de 2013.
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